La carretera está bacheada pero dispone de un piso bastante aceptable. El truco consiste en ir esquivando las zonas más arrugadas y circular con calma.

Calma.

Es lo único que parece haber en este altiplano portugués, dominado por llanuras de la nada y pueblos en los que no se mueve ni una mosca. Casas de granito de rotunda presencia y bares anodinos con una exigua terraza que siempre luce el toldo rojo de “Cafés Delta”. No busco otra cosa. En realidad no busco nada en concreto, sólo hacer kilómetros sobre la moto y ver pasar el paisaje a ambos lados. Vuelvo a quedarme en estado catatónico mientras el mundo se desplaza a mi alrededor.

Quietud.

Melancólica quietud portuguesa y  silencio quedo, roto tan sólo por el paso fugaz de la moto. Horadamos la tranquilidad provocando remolinos de aburrimiento. A la derecha, bien al Oeste, el sol cae a su encuentro diario con el horizonte. Es lo mismo de siempre pero parece que se quiere esconder con saudade portuguesa, con la majestuosidad que solo tienen las puestas de sol en Portugal. Imaginaciones mías, seguro. Aún está apretando fuerte y no parece que tenga intención alguna en irse a dormir.

Dejo atrás los llanos de Vila Chã y comienzo un descenso pausado entre viñas cultivadas en terraza. Todo el valle parece una enorme escalera de piedra con peldaños rematados en el verde de las vides. Huele a fresco y caldo bordelés. En los postes y vigas que sostienen las viñas se puede apreciar el color azul verdoso del sulfato de cobre. Es el ingrediente básico del caldo bordelés con el que se protegen las plantaciones del ataque de hongos y mildiu.

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Las curvas cerradas se suceden y, sobre la moto, vuelvo a sentirme afortunado por poder disfrutar de todo esto. Todo el valle se me antoja de una belleza sin parangón, antesala, sin duda, de lo que encontraré más abajo. En el artículo que he leído decían que es la mejor carretera para conducir. Que el equilibro entre curvas y rectas, entre aceleración y frenada es perfecto. Lo han calculado un diseñador de circuitos, un físico cuántico y un diseñador de montañas rusas.

Ya me estoy imaginando la carretera, paralela a río Douro y con la entrañable frescura que solo tienen las carreteras de ribera, esas en las que los alisos te arropan con su sombra, las que te acogen como el abrazo cálido de un amigo. Ya me veo con la tienda de campaña, acampado en un idílico rincón al lado de la carretera que los expertos de AVIS consideran como la mejor del mundo. Quizá hasta pueda hacer una pequeña hoguera y quedarme embelesado con el baile de la llamas antes de irme a dormir. Necesito vino. Estoy rodeado de cientos de hectáreas de viñas así que han de tener vino. Ni siquiera necesito que sea bueno, con que me sirva para acompañar un chorizo a la brasa es más que suficiente.

Una señora de proporciones rotundas y amabilidad de igual tamaño me despacha una botella de Douro tinto y regreso a la moto para seguir castañeteando dientes entre el adoquinado de granito.

Pinhao

Unos kilómetros más abajo, cerca de Pinhão ya me asomo al río Douro, estoy cerca de la carretera nacional 222, la exquisita ruta que los expertos recomiendan. Estoy perfecto estado físico y anímico para disfrutar aún más que con esta bajada hermosa que voy dejando atrás. Todos los sentidos alerta, la mente abierta para absorber curvas y paisajes, la sonrisa sigue dibujada en mi rostro… Es la mejor carretera del mundo. Y el mundo es muy grande.

Dejo Pinhão atravesando el Duero por el Puente Eiffel. Este arquitecto del siglo XIX tiene como obra más emblemática la famosa torre Eiffel en París pero también dejó su legado en Portugal. Vivió dos años en Barcelos y construyó el famoso Puente de María Pía de Oporto o el viaducto de Viana do Castelo, entre otras obras.

Ponte Pinhao

Aquí comienza la N-222. Estoy ansioso. El piso no es lo que me esperaba, tiene algo de gravilla en los bordes, pero no está mal. Curva pronunciada de segunda, contracurva y una pequeña recta de cien metros en ligero ascenso. A mi derecha el río y la quietud de un embalse. Sol que se precipita al fondo del valle y un barco turístico que, perezoso, remonta para llegar al embarcadero de Pinhão. Me detengo a hacer unas fotos y fumar un cigarrillo. Mantengo una conversación forzada con una pareja de turistas franceses y vuelvo a la moto con ansia por recorrer el tramo.

La carretera se ensancha y mejora. ya hay arcenes y el asfalto está en buenas condiciones. nada del otro mundo pero en condiciones aceptables, conociendo las carreteras del interior de Portugal. Una recta. Media curva. Otra recta. Una recta larga. Una curva suave… Esto no es lo que yo me imaginaba. Los ojos se me van a derecha e izquierda buscando un lugar en el que poner la tienda. La tarde está cayendo y no veo ningún sitio adecuado. A mi derecha matorrales y el río. A mi izquierda la terrazas de los viñedos y fincas cerradas con vallas metálicas. Todo es demasiado escarpado, demasiado inhóspito o demasiado inadecuado. Empiezo a mirar de soslayo los jardines públicos y los embarcaderos del río pero están demasiado cerca de la carretera.

Decido llegar hasta Peso da Régua, donde finaliza la «mejor carretera del mundo» y buscar allí un lugar de acampada. Mientras, intento disfrutar de la carretera de AVIS, poniendo todos mis pensamientos positivos en primera línea y procurando ser un entendido en diseño de rutas. Nada. No funciona. Esta carretera es una carretera normalita que discurre por un hermoso paisaje, pero nada más. No es, ni de lejos, la mejor carretera del mundo para conducir, al menos desde los criterios subjetivos que yo manejo. Me esfuerzo por desear que sea la mejor, me conmino a buscar encantos que no veo pero no consigo vislumbrar qué es lo que hace a esta carretera superior a las demás. El paisaje es bonito pero no más que la carreterucha de bajada. La banda de rodadura es aceptable pero muy lejos de ser un asfalto prístino y adherente, de esos que  refulgen y en los que parece que la moto se pega al suelo como una lapa.

Desilusionado, llego a Peso da Régua e intento montar la tienda en un espacio para autocaravanas. Enseguida el vigilante me dice que no está permitido.

Avanzo en dirección Sur, si rumbo fijo, sin ayuda de GPS y sin saber muy bien hacia dónde me dirijo. Carreteras solitarias, pueblos vacíos a media ladera y sensación de desamparo. Tengo que encontrar un sitio para montar el campamento o me veré obligado a buscar una pensión. Y no abundan.

campamento

Siguiendo mi instinto tomo una carretera de cuarto orden y llego a la cabecera de un pequeño valle. Aquí hay huertas, descampados, cultivos en terrazas… Al segundo intento instalo mi campamento entre los saúcos, preguntándome para qué demonios cultivan este arbusto. Recojo leña y, en pocos minutos tengo mi hogar transitorio preparado.

Un hombre se acerca cargando aperos de la huerta. camina con la cabeza baja, mirando el suelo, encerrado en su mundo y esquivando mi presencia. Lo saludo con amabilidad y le pregunto si puedo montar la tienda allí. La pregunta es una perogrullada porque ya está montada y no tengo intención de irme pero, aún así pregunto. Me dice que el dueño no está en el pueblo, que vive fuera y que apenas atiende las fincas. Hay un tono de amargo reproche en su respuesta. Me puedo quedar allí todo el tiempo que quiera. Cuatro, cinco días, lo que necesite.

Creo que me voy a zampar la botella de vino.

Hoguera