Hay días en los que te apetece asesinar, matar, finiquitar. Días en los que nada encaja, en los que nada encuentra su lugar. Son días incómodos, molestos. Puede que esos días estén ahí para recordarte los días buenos y para que éstos regresen a ti en toda su magnífica importancia. Si es que, hasta en los días grises, el recuerdo de los días blancos parecen tener más color. Y en los días negros, esos otros días de mierda, los grises, parecen pintados por una caterva de seres angelicales.

Yo no sé a colación de qué vienen los días negros. Aparecen sin más, sin que nada los invoque y sin que medie una provocación grande. A veces basta un aleteo de mariposa en el Amazonas o el pestañeo de un geisha en un barrio de las afueras de Kanazawa. Si las hubiera. En esos días lo insignificante cobra poder y se vuelve vengativo. Qué hijas de puta estas cosas pequeñas que lo mismo un día te hacen enternecer hasta el llanto, que al siguiente te producen un sarpullido histérico. Qué pequeñas hijas de puta.

Nada encaja. Esa es la cuestión. Son días aciagos en los que tu mundo cuadriculado se ve inmerso en el universo circular. O al revés. Uno podría pensar que está viviendo una interferencia, que se ha inmiscuido en la vida de otra persona. Y es una vida absurda que no se parece, en absoluto, a la vida que tenías ayer. De nada sirve maldecir o llorar, apretar los puños o intentar que tu mente lo comprenda: ha tenido que haber un salto espacio-temporal porque hace unas horas estabas tan tranquilo, con tu hipoteca y tus preocupaciones mundanas para no sentirte desamparado y hoy, sin que apenas te hayas dado cuenta, estás viviendo en el desamparo.

Una mierda, ya te digo.

Y entonces haces lo único que sabes hacer a la perfección, lo único en lo que no metes la pata y lo único en lo que, en verdad, eres un maestro: rodar en moto. Es sólo en esto en lo que eres el puto amo. No es porque lo hagas mejor que nadie, que va. Eso ya lo sabes. Es porque ahí estás en la mismísima salsa divina, en la puta sopa cósmica, en la maldita esencia primigenia. Te pones la chupa, el caso, los guantes, metes primera y sales a la carretera. No parece que cambie nada, sigues estando tan fuera de lugar que ni siquiera sabes por qué haces lo que estás haciendo. Vas como zombi, sin rumbo. Sin pensar y sin obligación. Y pronto toda tu mente está inmersa en la tarea de conducir. Y después no existe nada más que tú y la carretera. Ni siquiera la moto existe. Poco a poco se van desdibujando paisajes, desaparecen montañas enteras y la línea del horizonte pasa a ser una frontera entre la nada de arriba y la nada de abajo. Es sólo un instante. Es sólo un destello. Doloroso como un hueso quebrado que vuelve a su sitio.

Los siguientes kilómetros son de postoperatorio, de reposo. Te inclinas suavemente en cada curva iniciando la danza.

Una, dos, cinco, siete, tres mil… Todas tan tuyas y tú tan de ellas.

Vuelves a oír el sonido del motor, sientes el aire fresco en la cara y respiras aliviado porque todo vuelve a ocupar su sitio en el cosmos. Tú también.