La India es un país rico en tradiciones, en leyendas y en seres supremos. El panteón de deidades hindús es tan amplio que ni siquiera los más religiosos conocen el nombre ni la existencia de todos sus dioses. ¿Para qué? Son tantos que seguro que la parcela de competencias de alguno de ellos es tan insignificante que no merece la pena invocarlos puesto que hay otros con superiores poderes.

Karni Mata es una de esas deidades extrañas de India, una mujer en la que se reencarnó la diosa Durga, La Invencible. Karni Mata, mientras estuvo viva, anduvo predicando por el Rajastán allá por el año 1400. Llegó a tener una considerable parroquia de seguidores después de dejar a su marido y dedicarse a la vida nómada con su cohorte de fieles. Una mujer santa y de carácter.

El caso es que un día acudió al dios Iama, señor de la muerte, de los espíritus y guardián del inframundo. Quería pedirle que devolviera a la vida al hijo de un trovador con el que tenía cierta relación de amistad pero Iama, seguramente ocupado departiendo con Caronte o con cualquiera de sus colegas de profesión, no le hizo ni caso. Esto soliviantó a Karni Mata, que como queda antedicho era una mujer de armas tomar, y decidió que todos sus seguidores se reencarnarían en ratas. De este modo privaba al circunspecto Iama de las almas humanas de sus admiradores. En mi opinión fue una victoria pírrica de la que salieron perjudicados todos aquellos que la seguían pero, ¿quién soy yo para juzgar a la reencarnación de una diosa como Durga?

Ya en Jangloo había montado un pifostio considerable cuando le negaron agua para los suyos y su ganado. Y en Deshnok, donde les impidieron acampar y acabó muriendo el mandamás del pueblo. Iama tendría que saber como se las gastaba esta mujer de mirada profunda y sari morado.

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El caso es que ahora las ratas eran reencarnaciones de los seguidores de Karni Mata y no se las podía dejar por ahí de cualquier manera así que decidieron construirles un templo para que pudieran vivir holgadamente y sin los problemas típicos de las ratas.

A mi ver ratas ni me gusta ni me deja de gustar, suelen gustarme más los ratones de campo pero vamos, que tampoco les tengo una especial inquina. Sin embargo, caminar descalzo por el templo de Karni Mata he de reconocer que supuso un trago difícil.

Todo empezó por la mañana, saludando al nuevo día con una resaca considerable que se veía agudizada por el calor de Bikaner; descubrir, la noche anterior, que la cerveza india no me da alergia fue una serendipia desafortunada. Treinta kilómetros más tarde paseaba mis pies descalzos por el templo, después de haber quedado admirado por la profusión de tallas y recovecos en tantas toneladas de mármol blanco. No tuve el valor de quitarme los calcetines así que me sentía un tanto empequeñecido por la falta de estilo pero, hice bien.

templo de las ratasUn olor acre y desagradable inundaba el interior del templo. Se me metía en la nariz y no podía dejar de pensar que aquel olor pestilente procedía de los excrementos de rata. Me daba igual que fuesen almas atormentadas, atrapadas en el cuerpo de un múrido. No sentía ni la mas mínima compasión, quizá por el hecho de que no me creo ni una sola palabra del asunto este de la reencarnación. El templo apestaba y eso era un dato, al menos para mí, objetivo.

Al caminar por las diferentes estancias sentía las bolitas duras de los excrementos en la planta de los pies y los calcetines, mojados de agua y pis, acrecentaban aquella sensación de desagrado. Había ratas por todas partes, saliendo de los agujeros más variados y correteando, como almas libres, por todo el recinto. Unas abrevaban en enormes cuencos de leche, otras se dedicaban al fornicio, aquí se encaramaban sobre la figura de Karni Mata o allí, al fondo, yacían inertes una vez completado el círculo de la vida.

Me preguntaba en qué reencarnaría una rata muerta, si podría pasar a un nivel superior para llegar a ser un alma humana o si, por el contrario, se reencarnarían en una rata recién nacida en uno de aquellos agujeros oscuros. De ser así la gracia que les había hecho Karni Mata habría sido una broma bastante pesada pues no tendrían modo alguno de llegar a donde quiera que tengan que llegar las almas reencarnadas. Desde luego, no creo que ser rata una y otra vez, en todas tus reencarnaciones, sea lo que cualquier ser humano tiene como culmen de su desarrollo espiritual.

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Salí del templo en unos quince minutos, con la saliva pastosa y una arcada pugnando por reencarnarse en un nivel evolutivo superior. Ni siquiera las puertas de plata me impresionaron tanto como los pequeños habitantes del templo. Una vez fuera, caminé con mis calcetines húmedos bajo el sol abrasador y busqué un grifo el el que desprenderme de aquella mierda.

Mis compañeros de viaje estaban tan impresionados como yo y todos dirigíamos a Josín miradas de reproche por su idea de visitar el Templo de las Ratas. Intentamos ahogar nuestro asco en Mirinda en una dhaba y, durante un rato, mantuvimos un silencio tan espeso como el aire del interior del templo.

Por fortuna las Royal Enfield seguían aparcadas a la sombra a la espera de devorar más y más kilómentros por el interior del Rajastán.

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