Mi carretera está de moda. En realidad no es mi carretera, que es de todos, pero es la que llevo recorriendo desde que tengo uso de memoria, la que he transitado miles de veces para salir o entrar en mi zona de confort. La tengo muy rodada. Me conozco cada curva, cada bache, cada rincón recoleto desde el que puede olerse la resina de los pinos recalentada por el sol, cada viraje en la umbría donde las hojas de castaño se acumulan cada otoño. Allí abajo, en el mirador de La Ballena, hay cuatro curvas enlazadas que no te dejan mirar al vacío porque las das a toda leche y con el culo apretado. Y antes, mucho antes, cuando vas dejando atrás la Asturias de «ye» y coronas el Puerto del Palo ya vislumbras la inmensidad. Lo que E. Marcos Vallaure bautizó una vez como El Continentón. Desde el Palo se ve un continente y se adivina el contenido.

Bajas el puerto mirando de soslayo tu sombra el el talud y evocando la majestuosidad del mundo más inmediato mientras el sol se pone por Fisterra, que lo la ves pero la presientes. Y luego sigues con esa ensalada de curvas hasta Grandas y justo antes de llegar al pueblo, desde la Curva de El Marco, alternas la segunda y la tercera marcha solo por darte el gusto de escuchar como el motor sube de vueltas en estos dos kilómetros de asfalto retorcido. Y hay abedules y robles y tilos y pinos gallegos y de los otros y helechos que huelen a helecho y a frescor divino. Cuando llueve, que es muchas veces, dejas que las gotas golpeen el casco y formen una sinfonía epiquísima que suena solo para ti.

Tendrás que esquivar algún peregrino, claro. Se empeñan en vestirse de verde o de negro y avanzan como una legión de refugiados en pos de un mundo mejor. Un día habrá una desgracia, se ve venir. Luego te los encontrarás en el pueblo, en chanclas y con andares dubitativos, que parecen muertos vivientes, y estarás contento de que estén ahí, como un crisol de culturas que va dejando su poso en cada uno de los habitantes.

En primavera llegarán hordas de motoristas. En bandadas de tres y de cinco, en grupos poco numerosos porque esta carretera se disfruta en la intimidad. Mucha BMW y muchos ingleses que desembarcaron en Santander hace unos días y se van a Santiago. Verás motos cargadas de maletas enfrente de La Reigada y pensarás si no es un buen sitio para tomar una sidra bajo la parra. Incluso puede que llames a tipo ese de los podcast, que vive por aquí cerca.

Y cuando hayas visitado en Museo y dejes Grandas atrás, lo bueno no parecerá tener fin porque las curvas nobles del Puerto del Acebo no serán más que un preludio exquisito de las de A Lastra. Son curvas que te hablan, yo mismo lo he comprobado. Curvas que te desean buen viaje y que te acarician con un tacto aterciopelado que tiene un no se qué de sensual. Y danzas con ellas. Te vuelves loco de placer lanzando la vista hacia los Ancares, a los montes de Navia de Suarna y Cervantes, allí al fondo. Deseas conocerlo todo y tener tiempo para volver a explorar esas montañas donde, a buen seguro, hay carreteras lentas y deliciosas que nadie conoce. Claro que las hay. No te lo preguntes ni por asomo. Carreteras intransitadas por las que pasaréis tú y cualquier otro tú en todo el día. Pueblos en los que el tiempo ni siquiera se molestó en detenerse porque el tiempo aquí hace muchos años que pasó de largo y se olvidó de volver.

Antes de llegar a Lugo te habrás cansado de rectas, de las cinco. Entonces pensarás que eres afortunado por haber recorrido una de las carreteras más hermosas que hayas visto y estarás deseando volver.

Entonces, y sólo entonces, comprenderás porqué esta carretera está de moda.

El Palo