moleskineCuando viajas, ya sea en moto, en coche o caminando, da igual el sistema de locomoción, es importante tomar notas. No hace falta que seas un escritor reputado, ni siquiera que tengas la intención de publicar nada el día de mañana. El objetivo de apuntar aquello que te parezca interesante es recordar nombres, lugares o situaciones para no dejarlas caer en el olvido. Resulta muy gratificante, después de unos años, repasar esos cuadernos de notas y rememorar lo que sentiste a las orillas de aquel lago o incluso evocar los tragos amargos pasados tan lejos de casa con las palabras exactas con las que los transcribiste a tu cuaderno de notas. Si además publicas tus andanzas en un blog es una herramienta indispensable que será tu compañera inseparable.

Uno de los cuadernos de notas más famoso es Moleskine , que se ha ganado un lugar en la mochila del viajero por sus aires de leyenda. Cualquier libreta sirve para tomar notas pero hay objetos que pertenecen al mundo del fetichismo y ésta tiene un halo de leyenda que no tienen otras. El culpable de este aura de exclusividad  fue el escritor de viajes Bruce Chatwin. Sentía una verdadera pasión por esta libreta de tapas negras y en su libro, Los trazos de la canción, nos cuenta la historia de este cuaderno. En realidad no era más que una libreta de pequeño tamaño, con hojas suaves y resistentes de color hueso y dos tapas negras que mantienen las hojas cerradas con una goma elástica.

A mediados de la década de los 80, los cuadernos, que por aquel entonces Chatwin ya había bautizado como «moleskine» por el tacto de sus tapas, dejaron de venderse en el único distribuidor que se conocía, un viejo librero de la Rue de l´Ancienne Comedie, en París. El pobre Chatwin, desesperado por la desaparición de los depositarios de su prosa, compró todos los cuadernos que le quedaban a la viuda del librero pero no fueron suficientes para glosar su viaje por Australia aquel mismo año.

Los cuadernos desaparecieron en el formato original pero trece años más tarde, en 1997, un avispado editor italiano decidió fabricar algo similar, basándose en las descripciones de Chatwin. El nuevo cuaderno recibió el nombre de Moleskine en honor al escritor. La empresa que fabricaba estos nuevos cuadernos con cubierta de tipo tela, consiguió aupar los productos y, contra todo pronóstico en la era digital, supo hacer de ellos un objeto de culto. Modo e Modo, la propietaria de la marca, se vendió a un fondo de inversión y la empresa pasó a llamarse Moleskine slr. El cambio de aires trajo consigo que la producción pasase a China pues la demanda era, ya por entonces, elevadísima.

Ahora Moleskine es sinónimo de cultura, de modernos nómadas que son identificados por sus objetos. Adminículo de culto que marida lo analógico y lo digital y que sirve de puente de conexión con lo tangible. Yo sucumbí a este postureo, y lo digo sin rubor alguno, hace varios años. En un foro de netbooks, se hablaba de lo que llevaban los foreros en la mochila además del notebook. Algunos nombraban el móvil, los chicles o el boli Bic entre varios «porsiacas». Me llamó la atención un usuario que decía, también sin rubor, que lo único indispensable que acompañaba a su ordenador portátil era «la moleskine». Me pareció tan elegante. Qué podía ser aquel objeto de nombre extraño y, sobre todo, qué era lo que tenía que lo hacía tan indispensable. Cuando, en la tienda, tuve una entre mis manos, aquel cuaderno simple y casi diría que vulgar, me cautivó de tal manera que, desde entonces, procuro llevarlo siempre en mis viajes.

Uno de esos cuadernos, con casi todas sus páginas llenas de ideas, pensamientos, impresiones y recuerdos, se quedó olvidado en un hotel de los Himalayas. Pero no me importa. Sé que cuando vuelva a buscarlo, estará allí esperándome para volver a unir las notas con el anotador.

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