Son las ocho y media de la mañana y estoy en el hospital. No hay novedades. El postrado lleva cinco días sin cagar. Me imagino que hacer de vientre tumbado ya es una cosa difícil “per se” pero si, además, tienes dolores cada vez que intentas moverte la cosa puede llegar a ser bastante complicada. A la una de la tarde se lo llevan al baño en una silla de ruedas. Se marea un poco pero es capaz de mantenerse en pie perfectamente. Para mi supone un alivio verlo erguido aunque se le vean aún más moratones en la espalda y las piernas. Después de tantos días en la cama, en postura horizontal, verlo incorporado es como si la recuperación hubiera avanzado de forma ostensible.
El omóplato le duele menos y no se queja de la espalda al ponerse de pie. Vuelvo al hotel y me tomo un Martini mientras me conecto a Internet en la terraza del bar. Creo que quiero volver a Silandro.

De nuevo en el hospital, dejo la fruta en la ventana y me siento a lo pies de la cama. A Gelu le acaban de comunicar que ninguna de sus lesiones precisa operación. Definitivamente. Respiramos aliviados.
A las seis de la tarde traen, como cada día, la cena y, por fin, puede comer sentado a pesar de los dolores. Lleva todo el día sin calmantes porque alguien se olvidó de colocarlos en el gotero.
Hoy tampoco le han quitado el drenaje con lo cual ya resulta imposible salir antes del lunes. Vista la previsión de lluvias para el fin de semana en el sur de Francia casi prefiero salir de lunes, la verdad.
A las ocho de la tarde salgo del hospital esperando encontrarme, después del bofetón caluroso del porche acristalado, el día agobiante que nos acompañó toda la jornada. En lugar de eso un aroma a hierba recién segada inunda todo el valle de Venosta reconfortando el espíritu. Aspiro grandes bocanadas de aire y me dejo seducir por el encanto del día que finaliza. En las laderas de enfrente los aspersores riegan frenéticamente los manzanos, algunos prados están en plena henificación, los tractores se oyen cerca del río… la vida fluye por aquí, puedo palparlo, saborearlo, percibirlo incluso con los ojos cerrados.
En este valle la gente se casa joven. Con veintipocos años ya tienen su primer hijo según me cuenta Christian, uno de los camareros del hotel. Dice que la gente no disfruta de la vida y que solo piensan en familia, trabajo y cerveza, supongo que en este orden. Él, que con veintitrés hace menos de una semana que llegó de un viaje de siete meses por Australia, tiene una visión muy distinta de lo que ha de ser la vida. Me dice también que el ambiente festivo comienza en verano y que la tranquila vida primaveral se trastoca un poco en estos tres meses.

Voy mejorando mi nivel de italiano y ya soy capaz de mantener conversaciones, más o menos largas, con los locales. Me saludo con los habituales y estoy comenzando a formar parte del paisanaje de la villa.
Ayer ví un entierro. Abría la marcha fúnebre una cruz y un pendón de tela de forma triangular que pendía de un palo. Detrás, con semblante circunspecto y acomodado a las circunstancias, una caterva de señoras que rezaban el rosario precedían al féretro, color crema, que se desplazaba sobre una especie de plataforma con ruedas. Era guiado por cuatro hombres que lo empujaban con solemnidad, dos a cada costado. Detrás tres curas que eran seguidos de cerca por el resto del cortejo fúnebre. Ni fu, ni fa. Los entierros son entierros y yo, como todos, mostré mi respeto guardando silencio. A decir verdad eso no era mucha novedad en mí durante estos días en que este puñetero dialecto del alemán me impide relacionarme como yo quisiera.
Por la noche Beni me enseña a preparar un Veneziano: vino seco, Aperol y agua con gas.