La primera historieta de las mil batallitas que uno vive en moto siempre es la que se recuerda con más cariño, por aquello de que es el primer viaje, tu primera moto y un mundo lleno de carreteras que se abre ante ti para que las ruedes todas. Luego, con el tiempo te das cuenta de que te sobran carreteras y que te falta tiempo.

Mi primer “viaje” en moto fue un poco decepcionante y falto de glamour, aunque no exento de riesgo.

Me compré la moto un mes de enero del año 92 a los 21 años, sin haber sacado el carné y con una oposición recién aprobada, lo cual me permitiría pagar el vehículo de forma desahogada y viajar como un marqués a lo ancho del planeta. Qué equivocado estaba! A finales de mes tenía menos dinero que cuando no trabajaba. En fin, que me pierdo.

La moto, una Kawasaki Vulcan 500 me parecía enorme cuando la vi por vez primera en el taller de un importador “paralelo”. Eso sí, me pareció preciosa. Con aquellos cromados y destilando elegancia por los dos costados. Ahora sin embargo, cuando veo una no me produce ni frío ni calor. Aún le sigo teniendo cariño, pero no es la moto de mis sueños, poco efectiva en la frenada en relación con su potencia y una horquilla con demasiada tendencia al rebote en frenadas apuradas. Tampoco el chasis era muy rígido para las velocidades que podía llegar a desarrollar con su motor derivado de la GPZ.

Aún pasaron unas semanas antes de que dominase el “trébol” la “tabla” y el “palo” con la Vespa de la autoescuela y consiguiera aprobar el carné. Eso sí, cuando por fin me dieron el permiso me faltó tiempo para ir a buscar la Vulcan. Cuando por fin llegó el día, me levanté, después de toda una noche sin pegar ojo a causa de los nervios, para encontrarme con que amanecía nevando. El tiempo atmosférico no sería problema si no fuera porque la moto estaba a 70 km., aunque, afortunadamente, a nivel del mar. A pesar de todo, el blanco panorama que se presentaba no haría que me arredrase, no después de tantos años esperando por la moto y después de las vicisitudes con el carné. Parecía que un ser superior hacía que todo se aliase en mi contra. Seguramente mi madre rezaba y sus plegarias llegaban a alguna parte donde eran convenientemente atendidas. Ella no entendía como era capaz de gastarme aquella enorme cantidad de pesetas en una moto… con la falta que me hacía un coche!!

Para llegar a la costa desde mi pueblo había dos posibilidades: un puerto de montaña o una carretera en obras. Por supuesto tuve que escoger la carretera en obras porque el puerto estaba nevado. Así fue como me encontré pilotando una máquina de 500 cc. y casi 40 cv. de potencia en medio de una infecta carretera de montaña, con ruedas de carretera en medio del barro y con una insistente lluvia acompañándome todo el rato.

Mi experiencia de pilotaje se limitaba a una caída en la vespa de mi primo y varios paseos en un vespino prestado, es decir, casi nula para lo que tenía por delante: 70 km de suplicio, pensando que cada curva que tomaba sería la última, que me caería y que no llegaría a casa. Cuando la situación mejoraba un poco y el fino barro dejaba paso a la grava compactada, me preguntaba si la moto se estropearía con tanta agua o si el barro dañaría el motor, mi cabeza estaba llena de dudas para las que no tenía respuesta porque mi cultura del mundo de la moto era inexistente. Y la maldita lluvia. No podía escampar un rato?

Por si eso fuera poco mi ropa de moto consistía en camiseta, camisa, jersey, forro polar, impermeable forrado y traje de aguas. Esta serie de capas aislantes era bastante efectiva, pero imposibilitaba cualquier movimiento por mi parte. Parecía un muñeco michelín tan redondito.

Así las cosas llegué a casa indemne, sin caídas y con agujetas en el culo y el los brazos de la tensión acumulada durante el viaje, aterido de frío, con los pies mojados y las manos sin sentido, pero con una preciosa moto en el garaje. Y lo mejor de todo: Era TODA MIA!!

Antes de irme a casa me tomé mi tiempo. A solas con ella en el garaje la miré y remiré, parándome en cada tornillo, en cada cromado, en cada cable… sentía una emoción difícil de explicar. Un cosquilleo de felicidad me recorría todo el cuerpo. Al fin la abracé y dije: “Ya estás aquí”