Hacía un calor de los mil demonios aquella tarde en Tabernas. Lo normal supongo, es un desierto.  Pero para ser primavera se me antojaban unas temperaturas inusualmente altas. Rodar en moto por los paisajes desolados de Almería era una novedad para mi. Si además lo hacía por los escenarios de algunos de los más famosos «spaguetti western» de la historia del cine, aún mejor. Detrás de mí, Juan, ambos a buen ritmo y deseosos de encontrar alguna aventura más en este viaje.

Mi único objetivo en esta zona era dejarme sobrecoger por el paisaje, imbuirme de erosión y secar. Después de varios meses de lluvia constante en el Norte sólo me apetecía mirar un suelo sin charcos y olvidarme de montes chorreando. Tabernas y la Sierra Alhamilla  eran el mejor lugar de España para ello. Además, viajar en la compañía de Juan siempre es garantía de éxito.

Poblado en Tabernas

Poblado en Tabernas

 

No habíamos contemplado la posibilidad de entrar a los «poblados vaqueros» ni a los escenarios donde se grabaron las películas, porque a ambos nos parecía algo superfluo, sin mucho atractivo. Sin embargo, al encarar una larga recta vimos las ruinas de lo que parecía un poblacho de Nuevo México en medio de la nada. Aparcamos las motos y haciendo caso omiso al cartel de «Prohibido el paso, propiedad privada«, nos colamos al interior de la finca. Lo cierto es que lo hice con total confianza pues allá, a lo lejos, me pareció ver a una familia que estaba merendando al lado de una de las edificaciones.

Desierto de Tabernas

“Si la gente puede entrar a merendar nosotros podremos entrar a sacar unas fotos, no?” Pensé yo.

Cuando nos acercábamos divisé, al fondo, muy lejos, un poblado indio con sus tipis y ,un poco más allá, el fuerte de la caballería. Todo se enmarcaba en los paisajes que recordaba de las películas de vaqueros. Resultaba imposible no esbozar una sonrisa mientras llevabas la mano a la altura de la cintura esperando ser, como mínimo, el más rápido a este lado del Río Grande.

Poblado indio.

Poblado indio.

Árbol del ahorcado

Árbol del ahorcado

 

Una chica nos salió al paso y nos preguntó si íbamos a estar mucho tiempo. A mí la pregunta me pareció un poco extraña pero respondí que no, que sólo un rato mientras hacíamos unas fotos. Parecía un tanto contrariada sin que yo acertara a adivinar el motivo así que me imaginé que no estaban merendando sino en algún tipo de trabajo. Probablemente algo de fotografía porque me pareció ver una cámara tras uno de los edificios.

Juan en la cárcel

Juan en la cárcel

Tumbas solitarias

Tumbas solitarias

A todo esto Juan parecía un poco nervioso, como con prisa con irse pero me dió igual. Había venido de muy lejos para estar en El Desierto, para ver pasar a “El Rubio” con su manta cruzada, para ver el bigotillo malévolo de Lee Van Cliff o quién sabe, quizá algún mejicano con sus dobles cananas. Y si Juan andaba con prisas o no le gustaba el paisaje iba a tener que aguantarse.

Vale, pues espero a que terminéis y luego sigo yo con lo mío -dijo la chica.

Perfecto, -pensé yo. Tú no me molestas y yo no te molesto.

Así que me dediqué a hacer el chorras, a sacar fotos y a dejarme seducir por el calor y las reminiscencias del western.

Camino de Bitch Hill.

Camino de Bitch Hill.

La curiosidad pudo más que mi prudencia, siempre es así, así que, disimulando y buscando el mejor encuadre avancé unos metros hasta tener a la vista lo que ocurría detrás del edificio, donde estaba la chica y otras tres personas. Y lo vi.

Por el rabillo del ojo vi lo que estaba ocurriendo allí. Una rubia teñida, entrada en carnes y en edad, se ponía un albornoz transparente de color rosa mientras, en silenciosa resignación, un tanga a juego se perdía desesperadamente entre sus glúteos. A su lado, una chica delgada yacía en el suelo. Sus pechos apuntaban al cielo y su cara de aburrimiento parecía implorar porque llegase pronto la hora de comer.

Me acerqué al grupo y la chica que nos recibió al llegar vino a interceptarme. Con ella venía el cámara, un joven de aspecto musculoso que parecía un bailarín de capoeira.

Ahora ya sé  por qué no querías que nos acercásemos. –dije con mi mejor sonrisa– Estáis grabando una peli.

Sí -contestó el bailarín. Pero es una peli porno.

Cómo si yo no me hubiese dado cuenta! Tarde, si, pero me di cuenta. Juan, que se mantenía en un discreto segundo plano, no abría la boca. O no la abrió hasta que a la chica se le ocurrió decir que, cada vez que se ponían a grabar al aire libre, aparecía algún mirón. Entonces Juan, apretando los puños dijo “Me cago en Dios!, Vámonos de aquí!”. Lo miré con los ojos muy abiertos como diciendo “qué te pasa, tío… tranqui…” pero no obtuve más que otro exabrupto por respuesta y más apremio para irnos.

A mí todo aquello me parecía bastante surrealista; Juan mentando santos, la productora creyendo que estábamos allí para ver a sus “niñas” mientras follaban, el de la capoeira en actitud de parsimoniosa espera, dos lúbricas actrices porno al lado… ¿Acaso se podía pedir más aventura?

Cuando Juan apretó los dientes y comenzó a murmurar que a él nadie le llamaba mirón y que si quería ver a una tía buena en pelotas sólo tenía que quedarse en casa, ya vi que estaba llegando el momento de irnos.

Aún siguió murmurando, cagándose en Dios y llamando zorra hija de puta a la directora de la película.

Se ve que no le va el buen cine.

La directora de cine y el bailarín de capoeira.

La directora de cine y el bailarín de capoeira. El «escenario» y las niñas estaban detrás.