Suele suceder, cuando uno inicia un viaje largo, que le asaltan una serie de dudas, de zozobras nerviosas, sobre todo las primeras veces. Creo que yo he llegado al punto en que nada me afecta. Y no por ser un viajero experimentado. Estoy instalado en una especie de indolencia ausente. Ni un atisbo de nervios, escasa previsión y, lo que es peor, sólo una partícula de ilusión que susurra al oído la llamada de la aventura. Estoy a punto de salir en moto hacia Turquía, creo que debería tomármelo como algo menos mundano. Pero no hay nada de eso, solo rutina y normalidad mientras preparo todo. Tampoco ayudan los 13 grados de temperatura o el hecho de que lleve lloviendo varios días.
Quizá por eso me encuentro ahora con mi campamento instalado bajo un puente en Belorado, buscando un poco de emoción, intentando alejar el tedio.
Llueve.
Ha llovido durante toda la tarde de forma insistente pero sin ser una verdadera molestia. Algún momento de especial emoción, incitada por la música y otros de viaje solitario y de reflexión. En general, como aislado, en una burbuja apartado del mundo. Según iban pasando los kilómetros iban quedando atrás, en una estela de confeti, todas las preocupaciones superfluas. Incluso, alguna de las preocupaciones importantes pasó a convertirse en superflua. De ahí a salir despedida con el resto de confeti, solo hubo un paso. Puede que lo mejor de los viajes sea esto, la capacidad de olvidarnos de cosas que, hasta el momento de partir, nos parecían importantes. Una vez que sales sólo el viaje es importante, sólo tú y tu yo más inmediato importan. El resto, tu «otro yo» lejano, el que se ha quedado en casa, pasa a un segundo plano.
Mi yo real está ahora bajo un puente, metido en el saco de dormir, escuchando la lluvia que, como un murmullo, acaricia los alisos de la ribera del río mientras mira la moto a un metro escaso. ¿Soy yo ese «yo» tan real? Debo de serlo porque siento mi presencia de forma rotunda, tan consciente de mi mismo que, ahora si, el viaje ha dado comienzo.