Lo bueno de dormir al raso es que, con la primera claridad ya estás despierto. Aún remoloneo un poco más dentro del saco porque son las seis y media de la mañana y, a pesar de todo, aún tengo un poco de señorío. Que estoy de vacaciones, oiga!
El día sigue tan triste y plomizo, como ayer, pero esta mañana soy un hombre distinto: soy “el yo” que viaja. Llevo mi propia compañía y la consciencia de mi presencia. Es más que suficiente para borrar cualquier atisbo de pesimismo y una sonrisa enorme ilumina la carretera. Camino de Logroño, entre intenso tráfico de camiones, mi playlist de Spotify me regala una melodía deliciosa que me emociona y me abstrae de la realidad. Estoy en mi propia película, en el documental de mi vida, tan pagado de mi mismo que siento un punto de vergüenza. Que también es mía. Y me perdono.
El hambre me asalta sin avisar, con gritos desgarradores y pataleo histérico así que decido parar en un restaurante al pie de la autovía, cerca de Lleida. Me bajo de la moto y, antes de entrar, me fijo en el letrero, enorme, del tejado: Restaurante Wiskería. No soy yo mucho de comer con whisky así que saco el queso y la hogaza y me establezco en el aparcamiento.
Estoy en Barcelona después de una llegada pasada por agua, por mucha agua. Tanta que a punto estuve de detenerme en el arcén por ver si el Universo en persona se apiadaba de mi “yo” desamparado. Y se apiadó, dándome el deseo de más agua, de más oscuridad y llenándome de adrenalina y de un estúpido desprecio por el sentido común. Y de nuevo avancé entre la lluvia con la sana idea de comerme el mundo.
Me encuentro con Ovi, un gallego y catalán que resultó tener sus orígenes en el mismo pueblo que yo. Casualidades en las que hay que creer, carambolas que sorprenden por lo rocambolesco. Supongo que todas las casualidades, además de sorprendentes, han de ser rocambolescas; en otro caso no serían más que acontecimientos propios de la rutina.
También llega Álex, con la BMW tan cargada que parece que nos vayamos a la mismísima puerta del infierno. Me alegra verlo. Sólo falta José Luis y el pasaje estará completo. Pero antes disfrutaremos de una comida de fraternidad con Manu, con Sergio, con Isaac, Francesc, Kebasha, Olga… Algunos nos conocíamos en persona, otros sólo de la red social.
Son las nueve de la tarde, hace una hora que tendríamos que habernos presentado en el cheking de Grimaldi pasa obtener el pasaje del barco pero la charla amena, las copas de coñá, la risa, las anécdotas se quedaban flotando en el aire y la sobremesa se fue elongando a la par que que la tarde se volvía dúctil y fluctuante.
Olga, con un ciclomotor de pordiosera presencia, nos guió hasta la nueva terminal. Descubrí tantas cosas en común con Olga, tantos fantasmones comunes con los que habíamos tenido parecidos problemas, que me extrañó que no nos hubiésemos encontrado antes por los foros. “Los tiempos de los foros”… Cada vez que pienso en eso siento que, de golpe, me caen otros cuatro o cinco años encima.
Estaba deseando entrar en el barco. Al contrario que a alguno de los comensales, me encanta viajar en barco. La moto el la bodega, desconocidos ávidos de viaje y de experiencias, camioneros en modo asueto, motoristas ansiosos… Todos en revoltijo por las cubiertas, errantes en un paraíso finito.
Como en otras ocasiones no hemos reservado camarote, vamos en la sala de butacas donde, echándole un poco de jeta, puedes tirar el saco y la esterilla en el suelo y hacerte fuerte en una esquina. Allí montas tu campamento y, desde lo más bajo, eres capaz de mirar con altivez al resto de pasajeros de la sala. Tú, pordiosero que duermes en el suelo, al menos te libras de la tortura que suponen las butacas a la hora de dormir. José Luis ha reservado camarote.
Después de cenar nuestras viandas de pueblo nos fuimos a la discoteca del barco donde los combinados quedan desprovistos del glamour que les otorga su elevado precio cuando son servidos en vaso de plástico. Una lástima. Un grupo de hombres maduros se embelesa con mirada descarada en el culo de las niñas de una excursión. No tendrán más de quince años.
Ahora, con el efecto del vino y el cubata ya estoy más relajado y no me apetece mirar a nadie con altivez. Me voy a dormir al camarote de José Luis, que hay camas libres.