Los carraspeos y toses de Alex me sacan de un sueño extraño, algo de policías municipales, motos y huidas. Son las seis de la mañana y hace frío. El olivar en el que esta os acampados parece haber perdido parte de la magia de ayer noche. Aún es bonito, tranquilo y recoleto pero ayer tenía un punto de misterio envuelto en oscuridad.
Alrededor de las siete de la mañana ya estamos en marcha con la intención de llegar temprano a Ancona. Allí tomaremos otro ferry que nos llevará a Ingoumenitsa. Hemos decidido realizar esta primera parte del viaje en barco para evitar las autopistas del Sur de Francia y Norte de Italia. La Costa Azul es mejor pasearla por carreteras secundarias pegadas a la costa, cruzarse con descapotables de los años setenta guiados por rubias con pamela y aspirar el aroma cálido de los viñedos al atardecer. Ir por la autopista, asomándose a viaductos insondables después de cada túnel, adelantar camiones y mirar con ojos golositos las carreterillas que discurren bajo uno, es una tortura evitable. Además el barco brinda infinitas oportunidades de exploración. Ayer fue la ternura de una pareja de novios y la sonrisa dulce de una camarera. Hoy puede ser cualquier cosa.
La carretera hasta Ancona discurre por paisajes hermosos. Primero colinas que parecen dibujadas por un niño; pequeños olivares tazados con tiralíneas, fortalezas en promontorios, montañas de escasa entidad cubiertas de robles… Son las estribaciones de los Montes Apeninos, el hogar de Marco y Amedio. La carretera es una delicia a pesar de lo fresco de esta mañana de junio y a pesar del tráfico intenso. Y loco. Cada uno parece seguir sus propias reglas con escaso respeto hacia las más elementales normas de circulación. Es lo que di en llamar en otras ocasiones, “la conducción creativa”. Al principio respetábamos las líneas continuas y las dobles continuas. Después sólo las dobles. A las dos horas parecíamos conductores italianos “cum laude”.
Ancona es una ciudad un tanto anodina pero muy hermosa desde el mar. En la popa del barco, con José Luis, vemos como se aleja recortada en la colina. Desde aquí parece una ciudad de inspiración griega.
Volvemos a instalarnos en la sala de butacas, al fondo. Aquí ha tenido que haber carreras para ocupar los mejores sitios porque ya no quedan rincones buenos en los que estirar el saco. Ya nos arreglaremos.
Volvemos a dar buena cuenta de los embutidos patrios, del queso, del chosco… De la bota. Y medio bolinga vuelvo a meterme otra siesta como la de ayer, de reglamento.
En una de las cafeterías del barco, a la par que escribo, me quedo embelesado mirando al horizonte. Me gustan estos viajes en barco. A mi lado un griego repasa las cuentas de su “contador de bolas” Y arriba, en cubierta, un grupo de rollizas estudiantes inglesas se ríe con estrépito para llamar la atención del pasaje. Hormonas en ebullición y el relajo de un viaje de estudios, la mezcla perfecta para ser la estrella del YouTube entre el público del instituto.
El barco es idéntico al de ayer. Tengo la impresión de estar en “El día de la Marmota”. Vuelve a repetirse el mismo presente y volvemos a tener la misma rutina de ayer. ¿Estamos en un bucle?
No lo creo. Las diferencias son algo más que sutiles; la cara de vacación se ha sustituído, en gran medida, por cara de trabajo. Mujeres con chador, hombres con la coronilla tapada, bigotes turcos… No es el mismo presente. Los rostros y la cultura van mutando.