Publicar en internet es muy fácil. Basta con saber manejar el ratón, un poco el teclado y hacerse un perfil en cualquiera de las páginas que ofrecen blogs de manera gratuita. Si esto parece complicado siempre se puede colocar nuestro texto en un foro sectorial.

Así las cosas somos muchos los que, después de una inolvidable ruta en moto nos lanzamos a escribir nuestras reflexiones sobre la misma, bien sea, animados por haber leído las crónicas de otros viajes en moto o por nuestra propia necesidad de alimentar el ego. Leemos, nos identificamos con el autor y nos decimos a nosotros mismos: “joder, si parece que estoy haciendo yo ese viaje. ¿Porqué no me animo y plasmo mis propias experiencias?”

Y lo hacemos. De la noche a la mañana nos hemos convertido, por arte de birlibirloque, en unos escritores del copón.

Y nuestros amigos están encantados de ver su nombre, su moto y su jeta publicada en una página web.

Y luego llega lo mejor. Todo el mundo nos alaba y nos dice lo magnífica que es nuestra prosa y lo buenas que son nuestras fotos.

Si te fijas, en los comentarios de esta página no hay una sola crítica destructiva. No es que yo las borre, es que nadie se molesta en decir “menuda mierda que has escrito”. Se que algunos textos son infumables, tienen faltas de ortografía y merecen una revisión a fondo antes de mandarlos a la papelera. Pero nadie lo dice. Puede ser por amistad, por educación o, simplemente porque si no te gusta te vas y punto. Al fin y al cabo nadie te ha obligado a venir a leer a esta página.

Y lo mismo ocurre con el resto de páginas personales. Porque son eso, personales y cada uno hace y dice lo que le viene en gana.

Después de tanto halago hay a quien se le sube el pavo y su autoestima asciende varios enteros. Eso está muy bien. Sirve para ir por la vida con el paso más firme y desprovisto de complejos. Pero en ocasiones, de tanto escuchar lo  buenos que somos, lo bien que escribimos y las buenas fotos que sacamos, nos da por ir un paso más allá y publicar un libro. Si hay suerte podremos encontrar una editorial que nos lo saque a la calle y, si no, nos liamos la manta a la cabeza, porque somos cojonudos, y nos embarcamos en una autoedición donde dejamos parte de nuestros ahorros.

Y ahí está nuestra obra. Es un panfleto carente de cualquier atisbo de calidad literaria, con una redacción de instituto como mucho, pero nos hace ilusión y nuestra familia y amigos nos felicitan y nos dicen lo bueno que es. Alguno incluso va más allá y nos anima a dedicarnos a ello.

Pero claro, el libro es una puta mierda. Una sucesión de kilómetros que, si bien fueron muy provechosos para el autor, que se lo pasó en grande mientras viajaba con sus colegas (o solo, da igual), al resto de la humanidad nos la trae al pairo porque no nos ha contado nada nuevo. Ni siquiera hemos aprendido nada de sus correrías. Las páginas se van sucediendo como fotocopias y los momentos pretendidamente mágicos no pasan de ser un remedo de triles a los ojos del lector.

En el prólogo el autor nos cuenta que lo ha escrito con mucha ilusión. No se duda. Que no es escritor. No se duda. Que espera que nos guste. Tampoco se duda. Pero la obra no pasa de eso, de ser un libro con ilusión y con nula capacidad para atrapar al lector.

Y tu, que ya eres un perro viejo y desconfiado en esto de la literatura motera, buscas por la red alguna crítica que te de un par de pistas sobre el libro en cuestión. Pero como nadie se ha dignado a hacer un análisis con mirada torva, desde la desconfianza, en todos lados encuentras que el libro es cojonudo. Y lo compras.

Llega a tus manos, hueles la tinta fresca y te lanzas a viajar a través de los ojos de otro. En las primeras páginas ya te das cuenta de que has metido la pata. En las segundas que te aburres como una ostra. Y en las terceras te preguntas si eres tú el único gilipollas al que el libro le ha parecido una puta mierda porque eres especialmente crítico.

Quizá si alguien le hubiera dicho al autor que su obra es un panfleto infumable nos hubiésemos ahorrado los quince euros más los portes y el perder dos o tres días de lectura. Porque, eso si, yo los termino de leer todos. Me da igual que sean malos o malísimos: el autor se merece, después de su ilusión y esfuerzo, esa mínima deferencia.

Por eso, queridos niños, cuando leáis una crónica de un viaje en moto, sed un poco cabrones y no animéis tanto al autor. Abandonad un poco ese buenismo y sed sinceros. Una crítica fina es, a veces, mucho más provechosa que los halagos sin mesura. Veréis como ganamos todos.