Serra do Açor

En Piodão se escondió un asesino. Pero no un asesino cualquiera. Diogo Lopes Pacheco fue el instigador principal y una de las manos ejecutoras del asesinato de Inés de Castro, en un aciago 7 de enero de 1335.

No era Coimbra, en esta alta edad media, la ampulosa ciudad que hoy conocemos. Los asesinatos de estado, castraciones, decapitaciones y otros abusos estaban a la orden del día en el seno de la corte de Alfonso IV de Portugal. Era una época en la que las alianzas entre hermanos, primos, bastardos y parentela de toda índole marcaban el éxito de una nobleza salvaje y despiadada.

Inés de Castro era la amante de Pedro, el primogénito del rey Alfonso. Hija natural del segundo conde de Lemos, fue educada en Santiago y era prima de Costanza, la esposa de Pedro. Con ella se trasladó a Portugal, como asistente, amiga y confidente. Allí, bajo los oropeles de la Corona, surgió una historia de amor trágico con el Infante Pedro.

Los celos de Costanza eran más que evidentes pero no llegaron a ser duraderos ya que murió cuando daba a luz a Fernando, su primer hijo. A partir de  ese momento las cosas cambiaron y el amor entre Pedro e Inés pasó a ser público y notorio.

Pedro e Inés se casaron en secreto, sellando un amor que dejó tres hijos. Sin embargo, esta unión, que pocos conocían, no resultaba conveniente a los ojos del abuelo Alfonso y sus consejeros: la casa de los Castro en Galicia era muy poderosa y a la vez, enemiga de una gran parte de los nobles afines a la casta gobernante.

¿Qué solución se le habría de poner a esto? El asesinato de Inés, una víctima colateral que no sería sino una entre tantas. Alonso Gonçalves, Pedro Coelho y Diego López Pacheco, enemigos declarados de los Castro, se prestaron voluntarios para la empresa.

El rey Alfonso dudaba ya que, por una parte facilitaría el reinado de su nieto Fernando (hijo de Costanza) pero por otra daría el visto bueno al asesinato de una mujer inocente. El hecho de que su hijo estuviera locamente enamorado de Inés no pareció importarle mucho porque, cuando éste estaba de cacería por los montes de Coimbra, se fue con su séquito a encargarse de la ejecución.

Enterada Inés de la llegada de su suegro y de las oscuras intenciones de éste, salió a recibirlo con sus hijos, con la esperanza de ablandar el corazón del venerable monarca. Y sí, entre llantos y súplicas, la treta surtió su efecto pero solo unas horas. Cuando ya se iban, los tres nobles convencieron al rey de que dejar con vida a Inés era un error y, volviendo al palacio de Pedro, degollaron a la mujer en sus aposentos.

Pedro contuvo sus ansias de venganza durante dos años, justo hasta que murió su padre y él pudo convertirse en Pedro I “El Cruel“. Con semejante apodo los asesinos no esperaban comprensión por parte del nuevo monarca así que decidieron refugiarse en la vecina Castilla a la espera de tiempos más apacibles para su integridad física.

Mientras tanto Pedro I ordenó exumar el cadáver de su difunta esposa y, sentándola en el trono, ordenó que todos los nobles del reino pasaran a besar su mano. Lo de besar la mano de reinas difuntas era una costumbre muy arraigada en Portugal pero claro, hasta la fecha las difuntas solían estar más frescas. La primera parte de la venganza se había consumado.

Pero Pedro, además de cruel era implacable. Después de la ceremonia del besamanos, introdujo los restos de su amada en una tumba de mármol blanco en Alcoçaba, la dejó allí  y pasó al punto siguiente. Llegó a un acuerdo con Enrique II de Castilla mediante el cual él se intercambiarían varios nobles díscolos que tenían refugiados en sus cortes correspondientes.

Así, Golçalves y Coelho, llegaron a la corte de Pedro I y éste dispuso su venganza. Al primero le arrancaron el corazón por el pecho y al segundo, por la espalda. Diogo, temiendo ser víctima de estas dolencias cardíacas, salió como alma que lleva el diablo de Piodão, que era donde estaba escondido. Primero se refugió en Francia y luego en Castilla. Sin embargo, la ira de Pedro I se fue aplacando con el tiempo y, por mor de conveniencias palaciegas,  perdonó a Diogo, varios años más tarde.

Nosotros llegamos a Piodão desde el Este, a través de una carretera estrecha y retorcida por la que apenas si cabía la moto. Son paisajes escarpados, perlados de bosquetes de castaño y adornados por aldeas imposibles que se pegan a las laderas. Tráfico nulo y sol radiante. Comarca con sabor a viejo en la que aún perdura el aire de lo inaccesible. Estábamos en el corazón de la Serra do Açor, entre el distrito de Guarda y el de Coimbra, un recóndito enclave del centro de Portugal en el que el turismo, poco a poco, se va abriendo paso.

Piodão es una aldea negra, de pizarra oscura y paredes de piedra. Permanece escondida en la cabecera de un valle ignoto: el lugar perfecto para pasar desapercibido en plena edad media. Por aquí anduvieron, además de famosos asesinos, cabreros anónimos de vida efímera y monjes del císter que apenas si dejaron huella. Porque, además de las casas en imposible equilibro, poco se mantiene el pie en estos valles olvidados. Las terrazas de los montes son prueba de una supervivencia dura en la que los que se van no vuelven.

Un paseo por las calles intrincadas, una visita al bar y tres rezos deslavazados en la Capilla de las Almas, fueron suficientes antes de seguir la ruta hacia la cuenca del río Alva. Ya lo habíamos cruzado unas horas antes. Tranquilo, lento, de humildad majestuosa. Muy portugués en su pausado discurrir, muy portugués en su discreto fluir.

Y así, con el espíritu henchido de curvas bondadosas y aldeas imposibles, regresamos al camping Toca da Raposa, un sitio lleno de encanto y peculiaridad que hasta hace pocos años era exclusivo para moteros. Allí no sonaban raro nombres como Lobos da Neve, la mítica invernal portuguesa.  Esta concentración hace años que no se realiza y Eskimós fue, durante años, su digna sucesora. Pero para las nevadas aún faltaban muchos meses y muchos calores. Ahora,  lo siguiente, era llenarse de la universalidad de Coimbra. Pero eso es otra historia.