Ancha es Castilla… y larga, añadiría yo.
Salir en invierno con la moto es siempre una aventura en pequeño, una sensación especial. No sé si es por el frío, por lo desiertas de algunas carreteras o por la luz, pero cada vez que me embarco en una salida invernal, además del consabido entumecimiento, voy medio en volandas, como imbuido en una especia de nebulosa que me hace sentirme especial.
El segundo fin de semana de noviembre las heladas ya comenzaban a hacer acto de presencia y en aquella mañana fría yo estaba atravesando los llanos de Esperela, en la provincia de Lugo y cerca ya de la Nacional VI. De camino a Valsaín, en Segovia.
El frío, la niebla y la humedad reinante contribuían a conformar una mañana un tanto desagradable. Yo, siempre que tengo oportunidad, dejo caer el comentario que siempre hace buen tiempo para ir en moto, especialmente cuando alguien intenta hacerme ver lo mal día que está para ir a ninguna parte sobre dos ruedas. Pero hoy, es de esos días que, sin llegar a ser malo para ir en moto, tampoco es de los mejores, vaya. La helada, envuelta en niebla como papel de celofán empañado, impedía subir al termómetro de modo que no se superaban los uno o dos grados de temperatura.
De todos modos rodaba tranquilo porque sé que, en cuanto se levantase la niebla, me iba a sorprender una mañana soleada, fría, pero con un sol radiante y un cielo azul apropiado para dejar volar la imaginación a lomos de la Vstrom.
Efectivamente, a los pocos kilómetros de circular por la autovía, conforme ascendía las primeras rampas que me acercarán a Pedrafita do Cebreiro, la niebla fue dejando paso al paisaje y los árboles, los prados, los montes, se van abriendo paso a duras penas entre el pegajoso manto blanco. Se asoman, al principio tímidamente, las fragas de roble y castaño, bañando con sus colores otoñales todo en derredor. Se asoman los prados, con su verdor ambarino anunciando su ingreso, en pocas semanas, en los rigores invernales. Se asoma, de nuevo, el día alejando la irrealidad de viajar sumido en la oscuridad blanca.
Todo allí se estaba preparando para la llegada del invierno y, no sé por qué, eso me alegraba. Ya sé que es algo que sucede todos os años, no hay ninguna novedad en ello, y tampoco me gusta especialmente el invierno, es una estación peligrosa para la moto y poco propicia grandes viajes, pero ese día, mientras circulaba a ciento veinte por la autovía, rodeado de la calidez otoñal que contrastaba con el frío reinante, me pareció maravilloso ser testigo de esta llegada.
Pronto volví a sumirme en un mar de puré de guisantes frío y húmedo. La niebla se había adueñado del Bierzo y no conseguía vislumbrar mucho más allá de los camiones que iba adelantando. El frío comenzaba ahora a calarme y un ligero tembleque se apoderaba de mis piernas. En los pies ya hacía rato que notaba esa desagradable sensación y movía los dedos dentro de la bota para intentar desentumecerlos. Siempre es lo mismo, después de una o dos horas rodando alrededor de los cero grados los pies comienzan a congelárseme y no soy capaz de entrar en calor. Es en esos momentos cuando pienso, seriamente, en la posibilidad de hacerme con unos calcetines calefactables aunque ennseguida deshecho la idea porque me parece la antítesis del estoicismo que se le supone a un motorista. Además me da miedo ir enchufado a la moto.
La entrada en Castilla siempre la realizo del mismo modo, desde el Alto del Manzanal miro allá, a lo lejos, mucho más allá de Astorga y la Bañeza. Entorno los ojos un poco y lanzo la mirada todo lo lejos que puedo para que me inunde la sensación de lejanía, de grandeza, de “enormismo”. Me gusta sentirme pequeño en el mundo, apreciar el gigantismo de éste y comprobar, de forma empírica, que hay mucho por ver, mucho por descubrir. En esos momentos, me arrebujo en mi mismo, me acurruco en un rincón apartado que solo existe en mi cabeza y, allí, agazapado sobre la moto mi cuerpo se vuelve a llenar de esa sensación de libertad y de poder, justo antes de saltar, como impulsado por un resorte, de nuevo a la realidad con renovadas ansias de carretera, de ruta, de viajes y de no bajarme de la moto nunca más.
Esta vez estaba ocurriendo lo mismo pero, justo antes de que mi cuerpo abandonase esta especie de viaje astral en miniatura, un sexto sentido me zarandeó en el momento en que un radar fijo pasaba a mi lado a toda velocidad. En unos días sabré cómo terminó esa experiencia extracorpórea.
Después de Benavente dejé la autovía y me interné por las solitarias carreteras de la Tierra de Campos. Valderas, Fuentes de Ropel, Villanueva de Campos… van quedando atrás, indiferentes a mi paso y con la misma pátina de aburrimiento que a mi llegada. En las calles que atravieso no se ve un alma, si acaso algún personaje solitarios que cruzan las acera embozado para eludir los rigores castellanos o un tractor que se dirige a los campos.
Al pasar por Barcial de la Loma me llamó la atención una torre medio derruida que había en el centro del pueblo, así como las ruinas de lo que parecía una iglesia. A la salida del pueblo algunos palomares, construidos en adobe, abrían obscenamente sus entrañas, añorando gloriosos tiempos pretéritos, mientras que, azotados por el viento del páramo, desparramaban las, otrora robustas paredes por los suelos. Toda aquella imagen de abandono y decrepitud me resultó, no sé porqué, altamente inspiradora y decidí que a la vuelta repetiría esa parte de la ruta para hacer unas fotos e intentar captar algo del espíritu de aquel pueblo, si es que no se lo había llevado todo el viento del noroeste.
Las carreteras eran muy estrechas, sin vegetación en los bordes, tan solo campos arados a ambos lados que resultaban una monótona compañía. Algunos chopos, esqueléticos se erguían con sus ramas desnudas hacia el cielo como queriendo escapar de la desolación.
Veinticinco kilómetros más adelante abandono las mortecinas carreteras de segundo orden y recalo en Medina de Rioseco para visitar la dársena del Canal de Castilla y el Museo Harinero.
Es curiosa la historia del Canal de Castilla, una obra que tardó más de cien años en construirse y que tan solo estuvo en servicio unos veinte. Fue construido, tras multitud de dificultades, para transportar el trigo de Castilla a los puertos del norte pero el ferrocarril, avanzando rápidamente en toda Europa, desplazó de un plumazo la ingente obra que tanto dinero y esfuerzo había costado. Reflexionando sobre esto me pregunto cuantas veces nos ha pasado en este país eso mismo, destinar cantidades ingentes de recursos a una obra que luego no va a servir para nada. Cientos? Miles?
No puede entrar en el museo de la Fábrica de Harinas porque, a pesar de la información de horarios que ofrece la página oficial del Excelentísimo Ayuntamiento de Medina de Rioseco, estaba cerrado.
Paseé por las callejuelas de Medina, encogido por el frío y maravillándome con los soportales, con las columnas de madera y con el aire medieval que impregna algunos rincones de la villa. Luego me tomé unos vinos por el centro y me fui a comer, no tanto por el hambre como por entrar un poco en calor.
Atravesé Valladolid por el pleno centro, por los lugares donde más tráfico y atascos había en un viernes por la tarde. Volví a blasfemar varias veces contra la chica que vive en el GPS y decidí silenciar su voz para guiarme, única y exclusivamente, por la señalización real.
Segovia, circunvalación, carretera de Navacerada y llegada a Valsaín son novedad.
El domingo, con poco más de un grado de temperatura a las diez y una mañana de sol radiante salí de nuevo en dirección al Norte, para sumergirme durante un par de horas en la persistente niebla castellana. No había olvidado mi promesa de pasar por Barcial de la Loma así que, volví a tomar el desvío hacia Medina con la intención de par a ver las ruinas de los palomares y la iglesia.
Poco después de dejar la autovía me detuve en Tordehumos donde un atractivo castillo dominaba toda la llanura. En mi deambular por el pueblo, medio perdido buscando la subida al castillo, llegué a unos galpones donde un mastín enorme se encaró con la Vstrom mientras que, enseñándome los colmillos, ladraba y escupía. En aquella cuesta, con el perro mirándome a los ojos, el frío
y el susto, deseé teletransportarme a cualquier otro lugar o, por lo menos, no caerme mientras iniciaba la maniobra, diciéndole al perro “ponte pallá mecagoentuputamadre!” con más mala leche que convicción real. Cuando, por fin encontré el castillo, éste no merecía tanto la pena y lo único que había allá arriba, era un colina con murallas desde la que, eso sí, se dominaba toda la Tierra de Campos, con vistas incluso, a los Montes de León.
En Barcial me llevé una desilusión después de recorrer el pueblo porque, en mi loca imaginación, había depositado demasiadas esperanzas en este pueblo situado en mitad de ninguna parte. No había allí más que tedio, despoblamiento y frío. Era como si se hubiesen condensado en poco espacio todos los males de la España rural para mostrarse de forma descarnada ante mis ojos. Saludo a un viejo solitario y le hago notar que no hay mucha gente en el pueblo. Él, con una chispa de brillo en los ojos y la voz marcada por aires nostálgicos me responde que si, pero que en verano hay mucha gente. No me interesa. No me interesa el verano de Barcial. He venido en pos de algo que se ha esfumado y me tengo que contentar con los remedos físicos de una historia no vivida. Saco unas fotos, me doy una vuelta por el pueblo mientras los ojos jubilados me escrutan desde una esquina. Aquí ya no pinto nada.
Mi ultima parada contemplativa se produce a poco kilómetros de allí, en mitad de campos arados en los que nada reseñable destaca del paisaje. Allí, plantado al lado de la Suzuki, en silencio, me quedo mirando largo rato la tierra roja y parda, la llanura, la serenidad casi invernal que lo envuelve todo. Siento que todo aquello es, además de desolación, una destilería de paz en la que la quietud surge a borbotones, en tropel, alborotándolo todo con su silencio.
Arranco y, aún lleno de calma y armonía, mientras aflojo la marcha, saludo a un pastor que va precedido de un rebaño de ovejas. Él me devuelve el saludo y las señala con el palo en un gesto que me indica que son suyas. Ya sé que son suyas. Su perro mueve la cola y emite dos ladridos que interpreto como un hola perruno. Vuelvo a mover la mano, acelero y me voy. Nos hemos deseado un buen día.
Sigo fluyendo…
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