ficción

  Al sonar el timbre Mario levantó la mirada y vio a Déborah asomada en la ventana. Llevaba puesta una camiseta de tirantes ajustada y, por primera vez, reparó en que tenía un cuerpo hermoso. Al darse media vuelta para abrir la puerta, sonreía. No la había visto sonreír hasta entonces. Su cara estaba iluminada como si tras aquella ventana no hubiese una desvencijada calle llena de mierda sino un mirador hacia algún lugar lejano y hermoso. Poco a poco la sonrisa se desvaneció y volvió el gesto frío y adusto que la había acompañado desde que el día anterior le había ofrecido su hospitalidad. […]

Ya llevaba varias semanas sin hablar con nadie. Al menos sin tener una conversación que fuese más allá de un “lleno, por favor” en las gasolineras y Mario tampoco tenía muchas ganas de charlar con aquella prostituta. No era sólo que no se fiase ni un pelo de ella, era que, con el tiempo, su interés por intercambiar pareceres con los demás había ido disminuyendo de forma notable. Estaba muy agradecido de que lo hubiese acogido en su casa cuando no se sentía con ánimos ni para respirar pero no sentía ninguna necesidad de intimar con aquella chica rubia de aspecto eslavo. […]

Los neumáticos del BMW chirriaron al entrar en Los Invernaderos dejando una nube de polvo marrón tras de si y bolsas de plástico que revoloteaban antes de posarse en los matorrales. Luego aminoró la marcha y recorrió varias calles del mar de plástico con pausa.   […]

Merche llevaba mucho tiempo dándole vueltas a lo mismo: allí no pintaba nada. Ahora que Mario se había ido ya no tenía nada que hacer, sólo ocupar sitio. Su vida transcurría entre ansiolíticos, Xanax y Diazepam. Si, a lo largo del día, tenía algún momento de claridad mental era para recordar su yo pasado, ese que ya no volvería jamás. Así que reunió todas las pastillas que tenía, las colocó sobre la mesa de la cocina y las miró durante un rato. Poco a poco, las fue empujando a su garganta y, cuando quiso darse cuenta, se había zampado tres o cuatro cajas. […]

Sintió un chorro de agua fría en la cara. Al abrir los ojos la luz del sol le cegaba la vista y alguien volvió a mojarle la cara. Allí estaba Merche, a su lado, diciéndole que se despertara, que abriese los ojos, que se iba a morir de insolación allí, tirado al sol. Y Mario obedeció y abrió los ojos. Al instante Merche desapareció y quien ocupó su lugar fue una chica que no había visto en la vida. Había llegado la hora de quedar tarumba.   […]