OCURRIÓ EN FRANCIA, SEPTIEMBRE DE 1.982.                                          

 

 

                                             “EL ARTE DE PEDERSE EN MOTO”.

 

 

Nunca antes había podido disponer de una moto capaz de llevarme a lugares lejanos porque, entre otras cosas, ni la edad ni la economía me lo habían permitido. Acababa de pasar la adolescencia. Parecía que por fin, los tiempos del “macarrerismo” de los 16 años zumbando por carreteras y calles en ciclomotores trucados con tubarros (escapes ilegales debidamente legalizados para su venta) y  carburadores que sobresalían por fuera de los chasis de las “49”, habían quedado detrás para siempre. Tenía 19 años y un contrato de seis meses como ayudante administra­tivo. Me encontraba a punto de cobrar mi primer sueldo y, por tanto, de comprarme aquella que debía ser mi gran compañera de aventu­ras; “una moto que fuese infa­tigable en la carretera”.

 

            Por aquellos entonces , a principio de los ochenta, el mercado de motos estaba muy limitado por leyes que impedían la libre importación de las únicas motos en condiciones de la época, que procedían de Japón, Inglaterra o Italia. El mercado de motos capaces de viajar, no siempre sin problemas, estaba desfasado y prácticamente se podría resumir en dos marcas y modelos: las Ducati Road medio fabricadas y montadas en España (Mototrans) y las conocidas Sanglas 400/500 muy populares al ser las utilizadas por la Guardia Civil de tráfico. Aquella época fue triste para varias marcas españolas que tuvieron que cerrar definitivamente o negociar con los nipones para seguir existiendo. Me hubiese gustado comprar la reina de la carrete­ra que, por aquellos tiempos, era sin dudas la recién creada Sanglas 400Y (motor Yamaha), una moto barata y mecánicamente muy fiable. Pero… llegó el primer sueldo y con él la gran desilusión al comprobar que no había dinero para tanta moto por muchos plazos que tuviese que pagar. A pesar de todo, y fuese como fuese, tenía que com­prarme una gran rutera con motor de cuatro tiempos, para no ir cambiando de medidas de pistón cada dos por tres.

 

Ante aquel reducido mercado de motos, no tenía mucho donde elegir, así que opté por la que consideré mejor opción y….  no anduve muy equivocado. Aquella moto resultó ser la mejor inversión que jamas hice en mi vida: El 1 de abril de 1.982, a las dos de la tarde me encontraba frente a mi casa tocando el pito de una hermosa Honda CB 125X (125c.c. de 4 tiempos)…”¡¡Viejooo!! ¡¡Vie­jooo!!” (Forma cariñosa de llamar a mi padre) “¡Mira la moto que me he comprado!!”

 

            Hice creer a mi padre que la época del mencionado “maca­rrerismo” era ya parte del pasado y que, aquella moto que sonaba tan bien, seria el seguro que me permitiría ir a traba­jar a diario a la planta Off-shore de Dragados en Puerto Real y comenzar a ser un hombre de provecho, pero. ¡Pobrecito viejo!!. Que equivocado estaba.

 

            En mi mente tenía otros planes… Durante los siguientes cinco meses de contrato prorrogable que me quedaba, me dedi­qué a pagar la moto y a prepararla para largos viajes que, por supuesto, nada tenían que ver con el paseito de 9 km diarios para ir a trabajar al Bajo de la Cabezuela.

 

            En pocos meses la Hondita se convirtió en una pequeña gran moto rutera equipada con carenado integral, maletas laterales y trasera, bolsa sobre-depósito, amortiguadores  Marzzocchi hidráulicos de última generación, portaequipaje… Al mismo tiempo, me las fui apañando para ir compran­do, poco a poco, una serie de herramientas y recambios que consideré imprescindibles para todo aquel que quiera vagabun­dear por las profundidades de las carreteras con cierta tran­quilidad. No hace falta decir que el rodaje y unos miles de Km más, estaban hechos en menos de un mes. Y así fue como llegué al final de Agosto…

 

            “Viejo, que no renuevo el contrato y me voy a Inglaterra en la moto y…. “

 

            Aquella noche nadie pegó ojo en casa. Aunque parezca sorprendente, lo de no renovar el contrato o lo de irme a Inglaterra en la moto, no fue lo que más le preocupó a mi padre, sino los planes que tenía de no volver para hacer la “mili” en marzo, que era cuando me tocaba por mi quinta y, para colmo, 18 meses por Marina… El principal argu­men­to de aquel viaje no era otro que el de conseguir el título de “prófugo”, al no haber podido obtener anteriormente el de “Objetor de Conciencia” por no pertenecer legalmente a la iglesia de los Testigos de Jehová, que entonces, eran los únicos que podían obtenerlo. Vivía en un país demo­crá­tico y como tal, se me permitía elegir libremente entre hacer la mili, hacerme extranjero o ir a la cárcel. Con mis 19 años encima y con las ganas de vivir de esta edad, opté por la segunda. La Hondita no tendría proble­mas para llevarme a Inglaterra, donde me esperaban unos buenos amigos. De esta forma, tras varias noches de insom­nios, presiones psicológicas y chillidos, mi primera gran aventura empezaba….

 

                                                            CADIZ – LONDRES

 

            Todo había sido minuciosamente estudiado. La noche ante­rior la moto quedó ya cargada y lista en el garaje de mi amigo Andrés, en otros tiempos, escenario de preparaciones clandes­tinas de ciclomotores voladores y de caballadas salvajes (de caballitos; acción de levantar la rueda delantera de una moto o bicicleta con intención de disfrutar de la sensación de ser catapultado hacia delante o, en caso de tener público, para llamar la atención, destacar o presentarse uno solo). Todo estaba ya listo. A la mañana siguiente solo tuve que madrugar, escuchar el último griterío frustrado de la familia, y marchar andando hacia el garaje de Andrés, donde tras un  “Ten cuidao en Francia” y un “¡Hasta luego picha!”  el Cádiz-Londres comenzaba a formar parte de la realidad.

 

            Me imagino que el hecho de haber pagado y equipado la moto entera en seis meses, y de haber salido medio peleado con mi familia, fueron motivos suficiente para que partiera de Cádiz con quince mil pesetas en el bolsillo, y otras veinte mil entre francos y libras. Era todo el capital del que dispo­nía para llevar a buen fin toda la empresa. Ante esta situación, me vi obligado a preparar un plan económico de ahorro que denominé “El Plan Buitre”, y que, en términos resumidos, consistía en comer a base de bocadillos, evitar restaurantes y autopistas, y sobre todo, en pasar por Francia al igual que lo haría Valentino Rossi por la recta del Paúl Ricard, es decir, como un ener­gúme­no. En defi­nitiva, como decía el mismo nombre del plan, tenía que bui­trear lo más posible. Por eso la primera noche llegué a Cartagena, a 650 km. de Cádiz, donde vivía una herma­na.  La segunda noche, la pasé en Tarragona, a otros 600 km. más al Norte y en donde vivía otro hermano. De esta forma conse­guía cenar, dormir y desayunar estupendamente, y, por supues­to, gratis. Además, al despertar, los sobrinos se encargaban de levantarme aún más el ánimo porque siempre me consideraron como “un tío la mar de enrollado” en contra de sus padres que, al igual que los míos, coincidían en calificarme de “macarra” para arriba.

 

            Fuese como fuese, me encontraba ya en Tarragona, casi a las puertas de Francia, que por entonces, e incluso ahora, era y es uno de los países mas caros de Europa, por no decir del mundo. Aquí el “Plan Buitre” seria de vital importancia para sobrevivir con el capital que llevaba. Así que me aprovisioné de mortadela y chorizo Revilla para preparar unos buenos menú a base de bocadillos en plan remolachero en plena campaña de recogida.

 

            A primeras horas de la mañana, salí de Tarragona. Esta vez sin griteríos y con un abundante desayuno calentito en el cuerpo. La jornada fue cayendo tan rápido como los km. Pasé la frontera por la Junquera y por las carreteras nacionales francesas fui subiendo hacia el Norte sin apenas descanso. El frío fue apoderándose del paisaje y de mi cuerpo. Ya de noche, me encontré helado y muy cansado. Había pasado Lyon y llevaba más de 900 km. recorridos desde que dejé Tarragona. La luz del faro de la 125 a 6 voltios no es precisamente un foco halóge­no para las 24 horas de Le Mans. Consideré peligroso continuar en aquellas condiciones de ceguera, frío y cansancio. Me aparté de la carretera para buscar un lugar refugiado donde poder echarme a dormir en el saco, pero cuando abrí este, comprobé que estaba lleno de boquetes y humedad, y lo que era peor… olía a perros muertos. Llevaba guarda­do sin lavar desde el último camping que hice con los amigos, y de eso hacia mucho tiempo. El frío comenzó a apretar y no tuve mas remedio que hacer el primer gasto extra del viaje, marginando el Plan Buitre y sus normas. Pocos km. más al Norte, logré encontrar una posada, como las del juego de la oca. Por unas 2.000 pts daban cama y desa­yuno, nada mal para aquel país y, sobre todo, nada que objetar ante las condi­ciones en que me encontraba.

 

            A la mañana si­guiente, tras un cafelito tamaño dedal y un pequeño, pero delicioso, pan francés con mantequilla, me despe­día de la “madam” de la posada y del saco de dormir, que quedó abandonado y perfumando la habitación que había ocupado.

 

            Para iniciar el día, cometí un terrible error al no revisar el nivel del acei­te, sin tener en cuenta que el cárter de la Honda solo lleva 900 c.c. de lubricante y la jornada anterior había recorrido más de mil kilómetros sin descanso….. Poco des­pués, 100 Km. al Norte de la posada, cuando exprimía la terce­ra velocidad en una pendien­te, el motor gripó. Tuve la fortuna de reac­cionar rápidamente cogiendo el embrague por lo que evité males peo­res. La moto estaba seca de aceite. Con el motor parado y cuesta abajo, pude llegar a un pueblecito de cuyo nombre no logro olvi­darme; Nolay. Ha­ciendo miles de mojigangas logré hacerme entender y conseguí una lata de aceite de 2 lts de la marca Avia, como los antiguos camiones del reparto de bombonas de butano pero, aceite, al fin y al cabo. La gripada del motor parecía no haber sido muy seria, debía de haber dañado algún segmento, porque aunque la moto seguía tirando bien, cada 200 km era necesario rellenar el aceite que perdía a través de la camisa y el pistón. Este, al pasar a la cámara de combus­tión, se iba quemando y produciendo que la moto fuese humeando un poco.

 

            Logré salir del pueblo con casi el dinero justo para llegar a Calais, donde debía embar­car hacia tierras británicas esa misma noche, y eso quedaba aun bastante lejos. Preci­samen­te por eso mismo, me cabreé muchísimo cuando, si­guiendo las indicaciones hacia la si­guiente ciudad, por error, me vi dentro de una autopista de peaje. Para no volver y perder tiempo buscando de nuevo la nacional, decidí conti­nuar y tomar la primera salida. Y así fue como ocurrió la anécdota que lleva el título de este capítulo. Pero antes, me gustaría aclarar algo, para no herir la sensibilidad del lector, sobre todo de aquel que no leyó bien el titular y entendió “PERDER­SE” en vez de “PEDERSE” (Acción de tirarse un pedo uno mismo, del verbo “peder”, en Cádiz,  peo de peerse).

 

           

 

            Y resulta que llevaba ya casi una semana padeciendo de estreñimiento por culpa de los nervios del viaje y, posteriormente, por la dieta del “plan buitre” que llevaba a base de bocadillos de mortadela y chorizo. Para colmo los gases intes­tinales empezaron a jugármela y, más que pedos, aquello pare­cía que estaba cagando en spray por el tufo que soltaba. Por otro lado, nada más natural. No es sino una defensa del cuerpo intentando hacer huecos. ¿Quién no se ha sentado nunca a un ladito del asiento de la moto o del coche para dar salida a un pedo? Probablemente nadie.

 

            Para colmo de males, empezó a llover y no tuve mas reme­dio que parar en el arcén de la autopista para ponerme el mono de lluvia que tenía y que, aparte de ser malo, no transpi­ra­ba, por lo que a partir de ahora conforme iba soltando pedos, estos se iban almacenando dentro mientras seguía ha­ciendo km.

 

            Cuando por fin encuentro una salida de la autopista, tuve que parar en el peaje donde un amable “mecier” me recibió con una gentil sonrisa y un delicado “Bonsuá”. Y así ocurrió lo que tenía que ocurrir…  Al abrir el mono para sacar las pelas, salió un desagradable hedor (mierda concentrada en gas) que nos abofeteó a los dos. El mecier reaccionó con un grito de sor­presa “¡UAAAGHHH! y se encerró dentro de la cabina de un fuerte ventanazo. Por unos segundos pensé que se negaría a coger los Francos que mi temblorosa mano le extendía. La cara de aquel señor parecía que no tenía nada que ver con la que había visto poco antes cuando me recibió sonriendo. Intenté disimular lo indisimulable. El “mecier”, sin abrir la ventani­lla y viendo el billete de 20 Francos que tenía en mi mano, preparó el cambio y con una exagerada rapidez, me quitó el dinero y el ticket de la autopista, dejándome la vuelta sin apenas tiempo para volver a cerrar la ventanilla diciendo… “­¡orguá!¡orguá!”. Aproveché para salir pitando, esta vez, con el mono entrea­bierto y con la cara como un tomate.

 

            Poco después, y ya de noche, embarcaba en el ferry que me llevaría a Dover cruzando el Canal de la Mancha. Había conse­guido llegar a Inglaterra y aún me sobraron unas libras. El tanque de gasolina estaba semi lleno y mis amigos me esperaban. Ya no tenía problemas. Mi única preocupación ahora seria encontrar una farmacia de guardia abierta donde poder comprar un buen laxan­te.

                                                                          

             Texto y fotos: Bernardino Rosendo.

La moto, ya lista para largos viajes...