Frontera Portugal

Son las ocho y media de la mañana y la temperatura ronda los siete grados, inusualmente alta para estar a principios del mes de febrero. Termino de abrocharme la cazadora y me subo a la moto. Un par de inspiraciones y, al cerrar los ojos, la misma sensación tantas veces vivida. Engrano la primera marcha y, suavemente, enfilo calle abajo con dirección a Portugal.

Después de una hora, al bajar O Cebreiro, tengo frío. Me he dejado seducir por la temperatura que había al salir de casa pero aquí la influencia del Páramo Leonés se deja sentir en los huesos. Si, es un frío seco, mucho más sano a decir de los del Norte, pero frío al fin y al cabo.
Con una perfecta sincronía, Juan y yo llegamos a la vez a la gasolinera de Toral de los Vados. Cada vez que paso por el cartel indicador de Las Médulas pienso en la explotación del oro de los romanos. Luego la imaginación divaga, libre e idiota, y me pregunta que haría yo con todo ese oro. ¿Cambiar de moto? Probablemente. Cuando esta se gaste, claro. Aún han de quedarle otros cien mil kilómetros antes de jubilarse.
Tres grados. No es un frío excesivo pero no me he puesto suficiente ropa. Confío en  que la niebla se vaya disipando poco a poco y aparezca el tímido sol de febrero. No calienta pero reconforta el alma. Después de la monotonía de semanas de lluvia y frío el sol de febrero da un respiro a la mente abotargada y nos retrotrae a los días primaverales que, sin duda, han de volver. Resulta enfermizo pasar el invierno añorando la primavera pero no es menos cierto que en esa esperanza se mantiene el ánimo un poco más sosegado. Volverán los días luminosos, los brotes tiernos y el olor del asfalto calentado por los implacables rayos de agosto.

 

Aduana frontera España Portugal

La frontera de Manzalvos/Moimenta es uno de esos lugares anacrónicos que aún conservan la pátina de su anterior uso. Hay muchos lugares así en el mundo. Sitios que otrora fueron importantes por su función y que hoy, desprovistos de su destino, pertenecen a un pasado onírico. Todas las fronteras de la Unión Europea están en este catálogo de lugares inútiles. Búnkers en Albania, viejas fábricas de azúcar en Gijón, puertos carboneros, arqueología industrial… Todos tienen en común la inutilidad de su existencia actual, la incómoda presencia de lo que ya no es. Es el pasado que se niega a fenecer y se empeña en mantenerse erguido. Pero este es un pasado cercano, de apenas unas decenas de años. No tiene la importancia ni el abolengo que da el paso de los siglos. Es un pasado vulgar, demasiado conocido como para albergar misterios ni para evocar la imaginación febril del viajero. Y aún así ejerce sobre mi un poder de atracción enorme. En general todos los edificios abandonados ejercen una influencia poderosa. Penetrar en sus entrañas es abandonar el presente y sumergirse en las vidas de otros es explorar un fantasma. Siempre suelen quedar vestigios de esa vida pasada no tan lejana. Un cuadro desvaído, una taza de porcelana volcada en un rincón, un colchón mugriento. ¿quién usó aquellos objetos? ¿Dónde están ahora esas personas? A veces, si uno se concentra lo suficiente y guarda absoluto silencio, el eco de los sonidos pretéritos vuelve con fuerza y las paredes desconchadas cobran vida. Hay sonidos de platos que entrechocan, de pasos que se alejan, de grifos que gotean… Me gusta pensar que los sonidos nunca se van y quedan reverberando para siempre en los edificios abandonados.

 

La carretera portuguesa en la que nos internamos es también un vial de segundo orden con tráfico nulo. Hace rato que ha salido el sol y también hace rato que negociamos curvas por estos parajes solitarios. Pueblos que se suceden, vacíos. Naturaleza en parón vegetativo, lo mismo que la vida social de la comarca de O Montesinho.
Avanzamos de Norte a Sur, desde A Terra fría Transmontana hacia as terras Quentes Transmontanas.
Soledad.
Voy pensando en el Portugal en crisis, en los aprietos económicos de estas gentes discretas y tranquilas. Y también en lo poco que conozco de los portugueses. Apenas unos retazos mal hilvanados de su historia. En España vivimos de espaldas a nuestros vecinos, con aires de superioridad de nuevo rico, cargados de prejuicios e ignorancia. Sin embargo se nos llena la boca de Europa, de Alemania, de La Unión…
Detrás la BMW de Juan sigue mi estela en perfecta armonía. Me gusta viajar con Juan. Es una persona amable, sincera y cariñosa. Nos conocemos desde hace años por cuestiones de trabajo y hace tiempo que hacemos alguna salida juntos. Acepta mi liderazgo en la ruta dando por hecho que sé a dónde voy. Eso me hace gracia porque “la ruta” en muchas ocasiones no es más que una línea difusa sujeta a múltiples variaciones. Cuando viajaba con Gelucho también ocurría lo mismo. Lo único que había claro era un destino para el día pero el modo de alcanzarlo podía ser de lo más variado. Así sucedía que tan pronto íbamos por una autopista como por una carreterilla a medio asfaltar. O por carreteras de montaña en estado de semiabandono, como nos pasó camino de Niksic, en Montenegro.
Pero a veces me pierdo y no se a dónde voy. Y otras veces el paisaje se torna gris, aburrido, feo. Y es cuando siento remordimientos y sentimientos de culpa por no haber escogido otra ruta más atractiva. Pero yo no conozco la ruta. No conozco todos los caminos ni todos los paisajes. No tendría que sentirme culpable de haber llevado a mis compañeros de viaje a un sitio de mierda porque no sabía que ese sitio era una mierda. Podría, sin embargo, haber estudiado la ruta pero el dirigir una “expedición” es algo que yo no pido, solo surge. El que venga detrás tendría que saber eso. Pero cuando el feismo lo invade todo, a veces, siento una mirada reprobatoria que solo está en mi cabeza.
Circulamos durante un rato con el río Cabeço a nuestra derecha. Y después el Sabor. Y ahora el Duero. No está uno acostumbrado a estos ríos tan grandes y cuando uno de ellos hace acto de presencia siempre impresiona.

Presa de Pocinho

A orillas del Duero, en la presa de Pocinho hacemos la “parada de postas”. Me encanta esto de comer en ruta. Sacamos la empanada, la tortilla, los chorizos, el queso, la bota de vino… Después de comer necesito respirar profundamente varias veces y dar un pequeño paseo para no sucumbir a la tentación de fumar. Ya llevo casi dos meses. Por momentos me siento libre y me alegro de no ser cautivo de la adicción. En otras ocasiones, sobre todo si hay vino de por medio, siento unas irrefrenables ganas de fumar. No se hasta cuándo saldré vencedor de estos desagradables lances.
En mi afán por llegar pronto a la Serra da Estrela creo que nos estamos adelantando sobre el horario previsto. Quedan unos 120 kilómetros y aún son las dos y media de la tarde.

 

En Celorico da Beira ascendemos por calles empedradas hasta el castillo que, erguido en un promontorio granítico, domina toda la comarca. Según la información de los paneles, la fortaleza ha pasado por las manos de la población prerromana, por las de los musulmanes y de los cristianos medievales de la Reconquista hasta convertirse en acuartelamiento de tropas en el siglo XIX. Una historia dilatada la que estamos pisando y que, sin embargo, ni nos afecta ni nos conmueve.

Cerca del castillo, al abrigo de la iglesia, Juan se fuma un cigarrillo a la puerta de un bar tienda de esos que tanto abundan en Portugal. Son lugares tranquilos, dados a la tertulia y a la cháchara relajada delante de una taza de café. No acostumbro a tomar café en los bares pero en Portugal siempre hago una excepción. El café portugués es delicioso.
De las vigas del techo cuelgan objetos que son testigos mudos de otra época. Balanzas romanas, antiguas carlancas que defendieran a los perros de los fieros lobos da Serra o “gamalleiras” de cocina. La mujer que atiende el establecimiento es menuda y discreta. Cuando habla deja entrever una hilera de dientes descolocados que intentan asomarse tras una sonrisa tímida. Declino recoger el ticket de los cafés y se sorprende. Desde hace un par de meses en Portugal es obligatorio, no solo dar el comprobante de compra sino que también lo es el exigirlo, so pena de sanción. El gobierno, en su afán de luchar contra la economía sumergida, exige que todos los consumidores pidan la factura del producto que compran, da igual que sea un café, unos alicates o un barco. Esto ha dado lugar a una curiosa protesta, silenciosa y con mucha sorna.  El vendedor no está obligado a identificar al comprador mediante el nombre, solo la petición de su número de contribuyente y los integrantes del colectivo Revolução Branca han decidido que la mejor forma de protesta es dar el número del presidente del gobierno, Passos Coelho. De este modo el presidente tiene atribuidas la compra de ciclomotores, de comidas en restaurantes o reparaciones del viejo pick-up. El descuento que supone presentar estas facturas en Hacienda es mínimo para el contribuyente pero miles de ellas inundando la declaración de la renta del presidente superan con creces el sueldo de éste. Vaya, que le montan un buen lío.

 

A Serra da Estrela sigue luciendo hermosa a pesar de los repetidos incendios forestales y del crudo invierno. Las laderas orientadas al Norte aún tienen un manto de nieve abundante que esconde el granito descarnado. Ascendemos a buen ritmo los últimos kilómetros de la ruta hasta llegar a los pinheiros de la cumbre, a 1400 metros de altitud. Después de la inscripción y de un rápido vistazo general montamos las tiendas cerca de una de las hogueras. Comienza la Concentraçao Eskimós 2013.

Más fotos

Y el vídeo de Juan:

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