Cuando el invierno ya está avanzado, como es el caso, uno deja de prestar atención a los dimes y diretes meteorológicos y a las insistentes llamadas a la histeria que, en forma de alerta naranja, nos ofrecen desde los servicios de Protección Civil. Es lo que tiene tanta amenaza que, al final, ya no te crees nada. Estamos en invierno, oiga, es normal que haga frío.

Y haciendo, como digo, caso omiso a las amenazas amedrentadoras de la televisión me dispongo a disfrutar, dentro de lo posible, de los tres grados bajo cero de este viernes de febrero.

En los taludes de la carretera se descuelgan carámbanos añejos y el suelo blanquea, como una amenaza silenciosa, en las curvas más umbrías. Voy camino de Serra da Estrela, en Portugal, después de tres años sin aparecer por allí. Esta concentración, a la que acudí en el año 2008 sin saber muy bien de qué se trataba todo aquello, se reveló como uno de los acontecimientos, para mi, más entrañables de cuantos he participado en moto. ¿Podría compararse con Pingüinos? Si, podría. En las dos hace frío y en las dos hay motos. Por lo demás ahí terminan las similitudes.

No encontrarás aquí ni espectáculos, ni conciertos, ni enormes colas. La participación tampoco se parece: trescientos en la una por treinta mil en la otra.

Lo que si encontrarás es la peculiar forma de ver la moto que tienen unos cuantos motoristas portugueses. La convivencia.

La temperatura sigue siendo fría pero a la altura de O Cebreiro pero ya ha subido a unos “agradables” dos grados. Hoy me he decidido por la autopista, de este modo me aseguro que no voy a encontrar placas de hielo subiendo por la N-VI.

No siento ni frío ni calor (cero grados, que dice el chiste). Voy pertrechado como si viajase al Polo Norte. Además estreno los Chaufferettes, esas plantillas de carbón activo de las que hablé en la anterior entrada del blog. Lo cierto es que funcionan bastante bien, mantienen los pies calientes y no molestan. Es verdad que me esperaba un poco más de temperatura pero cumplen su función de forma sobrada.

Atravieso los páramos desolados de la comarca de O Bolo, en Ourense, recordando imágenes de un pasado lejano. Se me vienen a la cabeza, como fragmentos inconexos de mi vida, situaciones banales que dejaron una impronta sin motivo alguno. En esta curva recuerdo que me adelantó un Mercedes hace 18 años, cuando viajaba con la Vulcan en una de mis primeras salidas en solitario. ¿qué tiene de especial? Nada. Me adelantó un Mercedes mientras yo subía por el carril de lentos. Fin de la historia.

En Outar de Pregos, hace tres o cuatro años, adelanté a una furgoneta de transporte escolar. ¿Y? Y nada, adelanté a una furgoneta justo en este punto kilométrico, justo en este lugar del espacio, justo al lado de esta curva. Y nada ocurrió. No hubo nada especial que hiciera ese momento especial. Fin de la historia también. Pero ahí está, acudiendo, vívida, como si se tratase de algo memorable.

La temperatura sube y vuelvo a tomar la autopista para entrar en Portugal. Es de peaje pero no veo ningún control de pago, sólo unas porterías con cámaras que leen la matrícula. Ni siquiera ahora, al abandonar la vía rápida a la altura de Vila Real hay un lugar donde pagar. Y yo que ya estaba planeando colarme por un lado de la barrera…

Tomo una vieja nacional en dirección sureste y las curvas se suceden entre valles y colinas. Algunos bosquetes de castaños intentan, sin conseguirlo, alegrar el frío paisaje invernal, muerto y seco. El campo tiene un color pardo de secarral que, por momentos, parece tornarse grisáceo. Llevo unos quinientos kilómetros y estoy deseando llegar. Hace frío y el sol, acostado perezoso a dos palmos del horizonte, apenas si calienta un poco.

Desde Gouveia comienzo a ascender hacia el Vale do Rossim situado a 1400 metros de altitud. La carretera es retorcida y discurre entre montes quemados, arrasados. Los esqueletos de piornos y pinos dispersos se enseñorean en este paisaje desolado, sobresaliendo por encima de las herbáceas y del nuevo matorral. Enormes rocas graníticas jalonan la carretera y la más famosa de ellas, A Cabeza de Vello, me sorprende después de una curva. No hace falta explicación alguna: un enorme busto humano ha sido tallado por los elementos al pie mismo de la carretera.

Estoy en el Vale do Rossim. Un aire fino, como dicen las viejas de mi pueblo, se mete entre el pelo, en las orejas y en cualquier lugar del cuerpo que tenga al descubierto. Después de la inscripción monto la tienda de campaña y mi arrimo a la hoguera más cercana.

 

 

Ya ha caído la noche y el frío va en aumento. Estoy sentado, en silencio, mirando el fuego al lado de Victor del Ulfilanis Motards cuando llega Paulo “Macaco”. Hace ya tres años que no nos vemos. Nos conocimos en el primer Eskimos, en el año 2008 en Covao d´Ametade y, sin saber muy bien ni cómo ni porqué, nos hemos hecho amigos. Me gusta su compañía.  Paulo viene con Claudia, su mujer. Hoy está desolado porque una avería en la Intruder le ha obligado a venir en coche. Aún así no ha querido perderse la cita anual con el frío.

Y es tarde, calculo que  las tres de la mañana. He tocado la gaita, hemos bebido el vino que traía y ahora estoy… muy afectado. Me arrebujo en la tienda bajo dos sacos de dormir y una manta esperando dormir profundamente. Obviamente, nada de esto sucede.

 

 

Amanece. Un café, unos cuantos carraspeos y vuelta a empezar. Arrastro los pies penosamente con las manos en los bolsos e intento entrar en calor.

Después de visitar en Museo del Pan  en Seia visitamos Sabugueiro, el pueblo más alto de Portugal. Una abuela portuguesa insiste e insiste para que nos compremos un cachorro de can da Serra da Estrela. Es inútil explicarle que no puedo llevarlo en la moto pero a ella parece no importarle demasiado. En lugar de llevarme el perrito, compro un queso. El perro en cuestión es una raza autóctona de la Sierra, un bicho grande, similar a un mastín peludo. Lo cierto es que el perro es bien hermoso.

 

De vuelta en el campamento localizo a Bernardo al que conozco de su blog, Yamajos. En un principio íbamos a hacer le viaje juntos pero él salía el sábado y al final viajamos en solitario. Me deja un par de botellas de aguardiente.

Cuando el sol se oculta la temperatura baja en picado y, después de cenar, ya estamos a cuatro o cinco bajo cero. Hoy va a ser una noche bien fría.

Alrededor de la hoguera escucho historias de motos, de concentraciones, de la federación portuguesa de motociclismo, de viajes… Es nuestro nexo de unión y apenas si nos desviamos de ello.

La mayoría de los motoristas que están alrededor de la hoguera visten a la antigua usanza: cazadora Garibaldi, pantalón de cuero y chaleco vaquero luciendo parches de los motoclubs amigos. Me encanta la estética. Es como volver a mi Intruder de los noventa. Pero no es más que una ilusión. Soy consciente, no solo de que no estoy en los noventa sino de que no quiero volver a ponerme traje de cuero con temperaturas bajo cero. Estoy encantado con mi ropa térmica y mi cazadora de cordura bien forrada.

Suena la gaita un año más. Sones melancólicos se arrastran por encima de la tierra helada mientras esta cruje, quejumbrosa, a cada paso.

Paulo me informa que estamos a ocho bajo cero y lo celebro con otro chupito de licor de hierbas. Este brebaje es, con diferencia, lo mejor que he probado en mi vida en cuestión de aguardientes.

 

La cerveza se congela en los vasos. Nos hace gracia y sacamos algunas fotos. Está una noche realmente fría.

En uno de esos momentos de introspección me imagino que alguna de mis amistades me pregunta qué coño me impulsa a hacer 650 kilómetros por parajes gélidos para venir a sentarme alrededor de una hoguera en el medio de Portugal. Yo se muy bien lo que me impulsa. Conozco de sobra esta sensación. Conozco de sobra lo que siento cuando, a los mandos de la moto respiro hondo y el frío me congela la punta de la nariz. Conozco lo que siento cuando mis posaderas se asientan encima de la piel de oveja negra sobre el sillín. Conozco lo que siento cuando engrano la primera marcha y acelero suavemente. Conozco lo que siento cuando estoy solo, conduciendo la moto en cualquier sitio que no sabía que existía. Pero no sabría explicarlo.

Me despierto con una sensación resacosa. Aún así me alegro al ver que podría haber sido mucho peor. He pasado la noche razonablemente bien. Los dos sacos de dormir y la manta que me prestaron Paulo y Claudia  me han permitido dormir casi a pierna suelta. Me levanto pensando en la moto y en cómo arrancará, si es que lo hace, después de pasar la noche al fresco.

Hielo en los baños

  

La miro, doy el contacto y arranca a la primera, sin una tos, sin una duda. Paso mi mano por el depósito y pienso que es una buena chica. Últimamente me sorprendo a mi mismo pensando en la moto como algo más que un objeto. Y no me gusta. Mi moto no tiene nombre, no tiene alma, no es más que una máquina que me trae y me lleva a donde quiero ir. Y sin embargo a veces la acaricio y la miro con los ojos entornados mientras una sonrisa tonta se me queda dibujada en la cara.

 

Estoy en ruta. Las despedidas, los abrazos y la promesa de volver a vernos en Vila do Conde se han quedado atrás, en Vale do Rossim en mitad de la Serra da Estrela. De nuevo estoy haciendo lo que más me gusta: recorriendo la carretera en moto.

Hace frío, la carretera está desierta y estoy solo con mi moto ¿Hay algún placer en esto? El ruido del viento en el casco es molesto, los pies y las manos se me entumecen, apesto a mugre y a humo, ¿De verdad que esto me produce placer? Vuelvo a sonreír y ni siquiera me molesto en contestar.

La ruta se me está haciendo corta así que decido que la alargaré haciendo en regreso por Oviedo. Allí visitaré a una persona a la que últimamente dedico poco tiempo, menos del que se merece. El lunes volveré a casa tranquilamente y, si se tercia, daré otro pequeño rodeo. Subiré Pajares después de tres años y, en ,menos de una hora, estaré tomándome una sidra en la calle Gascona.

Me adelanta la Guardia Civil sacándome de mi ensoñación. Los acabo de pasar hace un momento y ahora los tengo delante, con los rotativos puestos y haciéndome señas para que los siga. Voy a velocidad legal, con todos los papeles en regla y no llevo drogas a la vista. No estoy bebido y no he cometido ninguna pifia. Veamos.

“Circula usted sin luces, caballero”. Caballero. Me ha llamado caballero. Me parece un anacronismo y la palabra se queda un rato dando vueltas en mi cabeza, como una moneda dando varios tumbos sobre si misma antes de caer de costado. Caballero.

Un rato más tarde estoy sentado, al lado de la moto mientras espero a la grúa de la asistencia. La guardia civil no me ha dejado continuar el viaje sin luces y no he sido capaz de encontrar la avería. Seguro que es una chorrada. El agente que conducía no se fiaba de mi y prefirió esperar a que yo llamase a la asistencia antes de irse. Es el mismo que me ha llamado caballero. Si soy un caballero y digo que llamaré a la asistencia es que voy a llamar. En caso contrario no sería un caballero sino un mentiroso.

Varado en la A-6 

Tengo media pelea con el teleoperador. No quiere dar la orden de llevar la moto a Oviedo porque, según sus instrucciones, para ese tipo de avería me remolcan el vehículo y me pagan el hotel. Le explico que perderé el lunes de trabajo y que prefiero estar en Asturias pero nada de eso hace mella en su determinación obsesiva. Tiene acento sudamericano. Muestro mi cara más amable e intento que se apiade de mi colocándole un rollo lacrimógeno. El me escucha en silencio, empatizando, pero su respuesta sigue siendo la misma. La moto se queda en León. Está bien adiestrado.

Aún me queda la posibilidad de llamar a la asistencia del seguro obligatorio pero desisto. Me quedaré en León y tomaré un vino en el Húmedo.

En la central de la grúa, muerto de frío y no muy animado, intento encontrar la avería en la piña de conmutadores pero no me veo capaz. Todo parece correcto. Después de un rato llega un taxi para llevarme al hotel, cortesía de KmCero.

 

 

Un rioja. Una hamburguesa de tapa. Otro rioja. Un huevo frito de tapa. Creo que me gusta esta ciudad.

 

Amanece, otra vez. Son las once de la mañana y aún sigo esperando que la moto llegue al taller. Las doce. La chica de Legio Motos, el concesionario oficial Suzuki en León es muy agradable. Charlamos un rato sobre viajes y sobre motos. Espantado me doy cuenta de que soy una persona con temas de conversación muy restringidos.

 

Las dos de la tarde, mi objeto de culto y yo salimos en dirección Galicia. Ya no hay tiempo de pasar por Oviedo así que, mientras la nieve chispea en las calles cierro la pantalla del casco, respiro hondo y me pongo en marcha. El frío congela la punta de la nariz