Julio de 2008
A estas alturas mentiría si dijese que me sorprende estar de nuevo sobre la moto. Pienso en ella cuando no la tengo cerca y me siento afortunado cuando estoy sobre ella. Por eso, ahora enfilando, de nuevo, la carretera del Puerto del Palo, con dirección incierta, estoy en mi salsa, donde tengo que estar y con la sensación de que todo está en su sitio, con la certeza de que todo en el cosmos tiene su lugar. Yo ocupo el mío sobre la V-Strom. A la grupa, Elena que, una vez más, forma parte del mototurismo casi sin darse cuenta. Siempre aborreciendo el mundo de las motos, la velocidad, el engorro de los pertrechos, al final, termina, indefectiblemente, a lomos de la moto compartiendo destino conmigo.
La carretera del Palo es una vieja conocida. Cada curva, cada recta, cada repecho y cada bache son conocidos desde hace años pero ello no es óbice para que siga disfrutándola cada vez que la encaro en moto. Sin embargo hay dos curvas, únicamente dos, que, tercas, no se dejan dominar. Esta es mi carretera, la que lleva a mi casa, a mi tierra, a mis dominios y en ella no conduzco la moto sino que ejecuto una danza primorosa. Las curvas no se toman sino que se deslizan suavemente bajo los neumáticos en una perfecta comunión entre los tres elementos: la máquina, el hombre y la carretera. Pero hay dos curvas que me odian, que no se dejan domeñar y que se niegan a bailar conmigo. La primera de ellas la conocí hace años, con mi primera moto, la Kawasaki Vulcan 500, el día en que casi me expulsa contra el guardarrail. Desde entonces, cada vez que me acerco a ella me recibe como un gato callejero, con un bufido y sacando las uñas. Yo, pragmático y celoso de mi integridad, no intento lucirme, ni siquiera ejecutar un paso elegante. Simplemente bajo un par de marchas, toco el freno a la entrada y la dejo ahí, impasible, con una sonrisa amenazante que me reta para el próximo día. Como nos conocemos de hace tiempo, el próximo día volveré a realizar un paso desgarbado o un anodino “ahí te quedas” mientras me alejo en pos del puerto.
La segunda de ellas es otra de esas que tampoco quieren salir nunca a bailar. Te acercas educadamente, saludas, sonríes, adoptas pose sensual y ella siempre dice no, nunca baila. Sus formas te tientan y, aún a sabiendas de que no te conviene, insistes una y otra vez en un vano intento de llevártela al centro de la pista. Cumbias, pasodoble, chachachá, vallenato… nada es suficiente para ella, que está dos metros por encima del resto e, irremisiblemente, baila sola. De vez en cuando, quizá cuando ella tiene el día o cuando, harte de mi insistencia, accede a mis deseos, aprieto los labios y respiro hondo mientras ejecuto la trazada perfecta. En esos días, al salir y enfrentar la recta siento que ambos nos quedamos satisfechos. Entonces esbozo un guiño de complicidad y, con un golpe de acelerador, me alejo como un amante furtivo en busca de mi nuevo destino, de mi nueva conquista que hoy se trata del Puerto de Leitariegos, en Cangas del Narcea.
Llevamos un rato ascendiendo el Valle de Naviego en dirección a la provincia de León. A nuestra derecha en río y más allá imponentes montañas cubiertas de castaños y hayas. De cuando en cuando una nube esconde el sol refrescándonos y haciendo que, en esos momentos, el Cueto de Arbás, la montaña totémica de este valle, destaque como un señor escudriñando sus dominios. Este gigante que se yergue en lo más alto del valle guarda con celo los dominios que el hombre no ha podido ha domesticado. Más abajo, sin embargo, lejos de su influencia, las sierras del este han sido desprovistas de arboleda en beneficio de una ganadería extensiva y abusiva que ha utilizado el fuego como herramienta desde hace decenios. El resultado son las parameras cimeras cubiertas de genistas, piornal y brezos.
Bajo el influjo del Señor del Valle, poco a poco van desapareciendo todos los ingredientes de este viaje. Primero Elena, luego el paisaje que nos circunda, luego el cielo y, por fin, la moto de forma que me encuentro rodando solo. Más que rodando estoy levitado a dos palmos de la carretera, desnudo, sin estímulos de ningún tipo. Estoy en una perfecta comunión con la carretera de tal modo que solo ella y yo existimos en el mundo inmerso en el baile perfecto con la bailarina ideal. Soy consciente de que esto que me pasa no es normal pero, aún así, no quiero salir de mi ensoñación, tan vívida en este instante, y me abandono, placenteramente a este placer onírico que me lleva, como un viaje astral, hacia lo alto de la montaña, purificando mi alma.
Una curva a izquierdas, paella, me saca de mi alterado estado de consc
iencia y regreso al mundo real pero sin dejar del todo atrás el influjo etéreo de esta carretera. Sobre nosotros un águila sobrevuela su área de caza y, de nuevo, me veo navegando el mundo en una realidad alternativa. Ahora ya no circulo a dos palmos del suelo sino a varios metros del altura mientras, allí abajo, la moto se va convirtiendo en un punto cada vez más pequeño.
Llegamos al Puerto de Leitariegos y dejo atrás las experiencias extracorpóreas mientras comenzamos a descender camino de Villablino. El día está radiante y con un tráfico muy escaso, lo normal para un miércoles de julio en una carretera de montaña. Un enorme cartel verde nos anuncia que entramos en Castilla y León y una pintada en el mismo corrige y nos advierte, asimismo, que no estamos en dependencia administrativa de la Junta de Castilla y León sino en la Junta del País Leonés. Se me escapa la risa al imaginarme, tal y como rezan las numerosas pintadas de la zona, a “León solo” dentro de unos años y al problema que tendrán con los secesionistas de las pintadas de “Bierzo Ceive”. Una vez solo, sin España y ”ensin Castiella”, y, por supuesto, con el Bierzo libre de la tiranía leonesa el mundo será más justo, no lo dudo.
Atravesamos fronteras, líneas imaginarias y líneas discontinuas y, poco a poco, casi sin darnos cuenta, el paisaje va cambiando mientras nos adentramos en tierras de Ponferrada, arcillosas y rojizas y, para los ojos de unos profanos como nosotros, más castellanas, pero supongo que será una apreciación muy personal de unos foráneos que no saben apreciar los matices.
En Ponferrada tomamos la N-120 en dirección a la provincia de Ourense, con el calor apretando y pensando ya dónde quedar a dormir. Atravesamos la comarca de Valedoras, tierra de pizarras y vino y en A Rúa abandonamos la 120 en dirección sur, camino de A Gudiña y Portugal, nuestro destino. Constantemente voy recordando mi primer viaje por esta carretera hace ya dieciséis años, (yo creía que eran doce pero Elena se encargó de recordarme que los años pasan para todos). Por aquel entonces la carretera daba cientos de vueltas, era estrecha y daba la impresión de atravesar, literalmente, el culo del mundo. Afortunadamente las impresiones permanecen. (ver Primer Viaje. Rodando Perdido)
Al pasar frente al Santuario de las Hermitas, vislumbrado en el fondo del profundo valle, no me resisto a pasar, una vez más, por allí y no detenerme a contemplar el monasterio barroco. Me había prometido a mi mismo traer a Elena a este lugar de belleza imposible aunque en realidad creo que la promesa era más fruto de mi curiosidad por aquel lugar. Se cierra el círculo, después de 16 años y continuamos viaje.
A pasar por Viana do Bolo, capital de la comarca, reparo en que, en el centro del pueblo, en un promontorio que probablemente acogió a un castro, se yergue la torre del homenaje de un antiguo castillo. De nuevo, me prometo a mi mismo visitar la torre en un viaje posterior y espero no tardar tantos años esta vez.
Decidimos ir a dormir a Verín donde, hace años, un harlero me acogió cuando rodaba perdido procedente de Portugal. Cesteiro, motero de pro ya pro aquel entonces, me recibió en su casa como a alguien de la familia y, tanto él como los colegas retrataron como a un marqués. Desde entonces, conservo el recuerdo de Verín con gran cariño entre mis aventuras de viaje.
Cesteiro está de ruta con la moto por Asturias por lo tanto el círculo no se cierra en esta ocasión y habrá que volver a estas tierras en breve.
Mañana continuamos hacia Portugal
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