Cuando desperté ya era media mañana y el dolor de cabeza aún no me había abandonado. Josu intentaba mover las carnes de Cholapova, o como quiera que se llamase aquella hembra peluda, para extraer sus pantalones vaqueros, prisioneros y agonizantes bajo toda aquella humanidad. Siempre quedo admirado de la capacidad de Josu para tirarse a cualquier ser humano que se le ponga por delante. En Magalluf se lo había montado con un inglés borracho, poco más que un adolescente imberbe lleno de granos y en La Catedral del Techno terminó con una pedorra de sombrero tejano.
-Josu, ¿has visto a Irina?– No se por qué pregunté por Irina en lugar de averiguar el paradero de Vladimir que, a esas horas aún no había dado señales de vida.
Se me quedó mirando con aire ausente. Tenemos que irnos– le dije.
Hacía varias horas que no veía a mi moto y me estaba causando cierta inquietud. Si a eso sumamos que la cabeza me estaba matando, lo único que deseaba era volver a subirme a la vieja BMW y salir a las gélidas calles a rumiar mi desgracia. Cholapova estaba como muerta, totalmente ida. Es probable que la noche anterior se pasara con la coca, el speed o lo que fuera que Vladimir ponía sobre la mesa cada diez minutos. No podía recordarlo bien, las lagunas mentales parecían inundarlo todo. De lo que sí estaba seguro era de tener algún billete en la cartera el día anterior y al abrirla vi que no quedaba ninguno.
Maldita puta Irina y maldita comadreja Vladimira- pensé. Habíamos caído como dos pardillos. A Josu también le habían robado los pocos euros que tenía. Por fortuna, yo había escondido mis reservas en el forro del abrigo de astracán y no tendríamos que volver andando al hotel.
Fue un alivio abandonar la escalera y salir al frescor hiriente de Moscú. El aire helado laceraba las aletillas de mi nariz pero, a cambio, me llenaba de vida y regresaban a mi las ganas de seguir con la búsqueda. Tendríamos que localizar a Vadimir y apretarle las tuercas hasta que nos diera una muestra del brebaje. En aquel momento solo me apetecía sacarle los ojos con un tenedor y colgar a su abuela por los pulgares pero seguro que, llegado el momento, me ablandaría y como mucho, sería sopapeado hasta el mismísimo hastío.
Al final de la calle el Lada negro seguía aparcado en el mismo sitio. Estaba casi seguro de que dentro me encontraría con el tipo de anoche, el que nos miraba obsesivamente en el bar. ¿Cómo se llamaba aquel bar? ¿Makriova?¿Panisova? Joder! Todo termina en «ova» en Rusia. Era importante recordarlo porque esta noche sería nuestra misión estrella. Sin plan B. Sin objetivos que nos despistasen de la ruta principal. había que procurar mantenerse serenos hasta encontrar a Vladimir y arrancarle algo de información.
«Piane Karova». El bar era el Piane Karova, La Vaca Borracha. Recordaba haber brindado varias veces por el «piano karova» con grandes aspavientos mientras Josu reía mis gracias como loco. El Piane Karova estaba situado en un callejón cerca del Río Moskova, en el distrito Yakimanka. la información llegó a mi de sopetón, como se se hubiese abierto alguna trampilla oculta en la parte trasera de mi cerebro. Yakimanka, hay que joderse con esta gente…
Me acerqué al Lada negro y el conductor abrió la ventanilla con cara dubitativa. Sus labios se separaron para decir algo pero le encajé un derechazo en los morros que se acopló muy bien. Se ve que no era la primera vez que le daban un sopapo. Intentó meter su mano derecha en el bolsillo del abrigo pero se quedó medio enganchado en el cinturón de seguridad y aproveché para golpearlo nuevamente. Y otra vez. Y otra. Y seguí dándole hasta que dejé de sentir los nudillos. Josu me apartó de un empujón y abrió la puerta del coche.
Un hombre joven, con la cara ensangrentada se desplomó sobre la nieve sucia. No tendría más de treinta años, aunque es difícil de precisar porque una mezcla de sangre y moco comenzaba a desdibujarle el rostro.
¿Qué cojones quieres?– le grite. ¿Quién te envía? Intentó balbucir algo en ruso así que le di una patada en costado para animarlo a hablar en inglés o en cualquier otro idioma que no incluyense algo terminado en “ova” cada dos por tres.
Cuando le puse el filo de la navaja bien cerca de su oreja se animó a hablar con más claridad pero sin abandonar el ruso. Me pareció entender algo de Karova y Vladimir. Todo indicaba que tendríamos que volver al distrito Yakimanka.
La cabeza parecía estallarme y punzadas de dolor me recorrían la mano de forma insistente. Tendría que haberle dado con una piedra en la cara en lugar de haber usado el puño. Nunca me acostumbraré a este mundo violento.
El taxista, un dicharachero rubicundo, nos contó que su abuelo había luchado con el glorioso ejército rojo en el Frente de Karelia y que era un héroe. Pero ahora ya no hay sitio para los héroes en la Rusia postcomunista. Ahora solo hay sitio para la mafia y la violencia. Ahora impera el poder del dinero y los antiguos valores ya no sirven para vivir. Ni siquiera para reconfortarse en los momentos de flaqueza. había vivido con su mujer en Kazajistán un montón de años pero la fábrica en la que trabajaba había cerrado después de la descomposición de la URRS y había terminado de taxista en Moscú. !Vaya por Dios! Nos había tocado el único ruso dicharachero de este agujero inmundo. Al menos todo lo dicharachero que puede ser un ruso sereno.
Me gustaría visitar España algún día– señaló con aire melancólico.
En España ya tenemos demasiados rusos– contesté.
Se produjo un silencio pastoso que consiguió serenar mi cabeza.
Después de una ducha con agua templada nos dejamos caer en la cama y caímos en una especie de suspensión temporal hasta las cuatro de la tarde. Necesitábamos salir a comer algo. Tan solo esperaba poder encontrar un sitio elegante donde me sirvieran un Martini antes de la ensaladilla.
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