¿Y ahora qué?– Se preguntaba Mario-
Ahora nada.
Ahora la soledad y el destierro, el vagar sin rumbo sobre la moto. Qué paradoja de mierda. Él, que toda la vida había querido hacer un viaje sin fin ahora estaba inmerso en uno. Pero claro, las cosas son de otra forma cuando sólo te limitas a imaginarlas. Cuando se convierten en realidad y pasan a ser algo palpable ya no se parecen tanto a lo que habíamos soñado.
Pues eso, menuda mierda.
Merche lo llamó al móvil para saber porqué había dejado todas las cajas en el garaje. No supo qué contestar. Le pidió que tirase todo a la basura, que lo quemase o que se lo regalase a alguien. Eran cosas que ya no necesitaba. Ella fingió un mohín de preocupación que no convenció a ninguno de los dos así que optó por mantener silencio. Siempre el silencio. Siempre la tristeza descarnada y esa melancolía que se había vuelto tan familiar. Solo un hilo muy fino la mantenía atada a la cordura y los dos sabían que, en el momento en que se rompiese, se quitaría la vida. Era algo asumido. Supongo que lo más normal sería que se apoyasen el uno en el otro, que se arropasen mutuamente en el dolor. Pero el dolor por la muerte de su hijo era demasiado grande como para poder amortiguarlo con la mutua compañía. Ya nada podía hacerse.
Encaró una nueva carretera sin saber hacia dónde se dirigía.
Es duro viajar así, sin rumbo y con tus miserias comiéndote el alma. La vista fija en un horizonte que nunca llega termina por cansar y el viaje no es sino una extensión de tu propio castigo. Mario lo sabía. Lo estaba viviendo en sus carnes. También sabía que podía pedir ayuda a un psicólogo, a su familia… Pero Mario solo quería huir. Largarse bien lejos. Es difícil escapar cuando tú mismo eres el cazador y la presa.
Al atardecer sus pensamientos volaban hacia Merche y hacia Diego. Pero los dos estaban muertos. Su hijo moraba ahora dentro de un féretro blanco en el interior de un nicho de aquel cementerio que tenía vistas al mar. ¿Por qué no se había tirado desde el acantilado el mismo día del entierro? Demasiado jaleo para los deudos y, definitivamente, demasiado espectacular. Podría haber sido una buena forma de dejarlo todo atrás, si, pero no era el momento. Y Merche, la Merche que un día había sido su dueña también moría dentro de un cuerpo ajado de puro sufrimiento, ida. Al principio intentó consolarla, ignorando sus propios sentimientos. Pero aquellos silencios… Todo terminaba siempre en un silencio pastoso que lo inundaba todo.
En esos atardeceres lánguidos Mario lloraba dentro del casco. Lloraba, maldecía, llamaba a Dios a voces, diciéndole que era un hijo de puta y reprochándole que no se lo hubiese llevado a él. Y que luego lo resucitase para volver a matarlo tantas veces como fuera necesario. Pero su hijo… ¿Por qué tenía que haberse llevado a su pequeño Diego? Entonces paraba la moto en el arcén y pensaba en tirarse bajo las ruedas de uno de aquellos enormes camiones que pasaban de vez en cuando.
Mario se estaba volviendo tarumba. Tarumba. Aquella palabra resonaba muchas veces en su cabeza. Merche solía usarla en tono jocoso muy a menudo. De eso hacía mucho tiempo ya. Tanto que parecía que Dios lo había resucitado, después de muerto, para que viviese la vida de otro. “Me vuelves tarumba”. Ahora los dos se estaban volviendo tarumba. Y no había nada jocoso.
Una noche, mientras bebía en la esquina de un pub en Santander, se fijó en dos tipos que había al fondo de la barra. Uno de ellos, cuando se giraba, dejaba ver parte de una esvástica tatuada en el cuello. Sus miradas se cruzaron solo un instante pero fue suficiente para percibir el odio en los ojos de aquel chaval. Pudo oler sus miedos, sus frustraciones y su desprecio por el mundo. Todo esto bullía dentro del chico mezclado con mezquindaz y envidia. A veces una mirada fugaz es suficiente para asomarse a los sentimientos más profundos de una persona.
Mario pagó su cerveza y se puso la cazadora de cuero. Era la primera cazadora que había comprado, una Garibaldi desgastada que, desde hacía muchos años, lucía la pátina de lo auténtico. No era tan eficiente como su “tres cuartos” de goretex pero dentro de ella se sentía especial, protegido e importante. Al darse media vuelta se encontró de nuevo con la mirada del joven nazi pero esta vez mucho más cerca, tanto que sus narices casi se tocaban. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y sus músculos se tensaron.
A la derecha del chico estaba su compañero. Quería aparentar rudeza y dárselas de tipo duro pero no acababa de creerse del todo su papel. Miraba con ojos enamorados todos los movimientos de su amigo.
A su izquierda un tipo enorme que no había visto antes. ¿De dónde había salido aquella masa de músculos con la camiseta ajustada? Le parecía imposible no haberlo visto a pesar de la penumbra de aquel antro.
Por el rabillo del ojo le pareció que el camarero, un gordo con la camiseta grasienta, cogía algún objeto de debajo de la barra.
Mario ni siquiera se molestó en activar su sentido de supervivencia. En lugar de esto se dejó inundar por el odio, por la desesperación que le atenazaba desde hacía tanto tiempo y por lo poco que le importaba morir o vivir. El chico de la esvástica intentó pronunciar un segundo insulto pero se encontró con la palma de la mano de Mario que había roto su tabique nasal de un certero golpe. Primero se quedó como atónito, sin llegar a creerse del todo que un tipo medio enclenque, con una raída chupa de cuero le había roto la nariz. Luego, cuando la sangre comenzó a brotar y a escapársele entre los dedos de ambas manos, se vio asaltado por un miedo atávico que se mezclaba con el dolor que sentía. Nunca nadie le había roto la nariz. Y muy pocas veces le habían pegado. Junto con sus dos amigos formaban un trío perfecto y casi invencible. Al menos así se sentían. Camaradas invencibles. En el fútbol, en el barrio, en los bares. Camaradas invencibles, camaradas a luchar, camaradas a morir. Antes de llegar con sus rodillas al suelo Mario le disparó su puño izquierdo al hígado. Sabía perfectamente el lugar exacto del impacto. Sólo hacía falta un poco de puntería y la suficiente determinación. Justo antes del golpe, cuanto sentías que ibas a soltarle un tremendo zambombazo debajo de las costillas, girabas un poco la muñeca y el puño parecía un taladro. Después de esto el tipo ya estaba listo para un rato. Infalible.
El aprendiz de malo había recibido, sin saber muy bien cómo, una patada en los testículos y se retorcía de dolor entre envoltorios de azucarillos y colillas aplastadas. El dolor le subía por dentro hasta alcanzar la garganta y, por unos momentos, creyó que aquella sensación no se iría nunca y que tendrían que cortarle los huevos. A pesar de lo dramático de la situación le pareció un tanto hilarante. Motorista hijo de puta. A él era a quien había que cortarle los huevos, joder. Y no, no era una situación graciosa. Dios, cómo le dolía. Azúcar blanquilla.
El grande tardó en reaccionar más de la cuenta. ¿Cómo había pasado todo aquello tan deprisa? ¿Quién cojones era aquél tipo raro que se había liado a hostias con sus amigos? Joder, lo iba a machacar. Le iba a dar tantas hostias que no lo iban a conocer ni en su casa. Le iba a arrancar los coj…. Sintió el filo de la navaja de Mario justo en su nuez. Tragó saliva y, al hacerlo, percibió la punta del filo clavándose en su piel. En los ojos de Mario solo pudo ver una profunda indiferencia y sintió miedo. Este hijo de puta estaba loco. Pero loco de remate. Le iba a cortar el cuello como a un cordero. Lo iba a matar.
La orina comenzó a resbalar por sus pantorrillas y a formar un charco a sus pies. Sentía el líquido caliente entrar en sus botas de punta de acero.
Cuando la luz ambarina de la calle inundó el local al abrirse la puerta, Mario abandonó aquel antro bajo la mirada de odio del camarero que aún se afanaba en buscar algo con qué defenderse bajo el mostrador mientras un tipo enorme miraba, ido, un charco en sus pies.
Esa noche recorrió el paseo de la playa saltándose todos los semáforos en rojo.
A amanecer el alba lo sorprendió rodando, de nuevo sin rumbo, hacia el Sur.
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