Merche llevaba mucho tiempo dándole vueltas a lo mismo: allí no pintaba nada. Ahora que Mario se había ido ya no tenía nada que hacer, sólo ocupar sitio. Su vida transcurría entre ansiolíticos, Xanax y Diazepam. Si, a lo largo del día, tenía algún momento de claridad mental era para recordar su yo pasado, ese que ya no volvería jamás. Así que reunió todas las pastillas que tenía, las colocó sobre la mesa de la cocina y las miró durante un rato. Poco a poco, las fue empujando a su garganta y, cuando quiso darse cuenta, se había zampado tres o cuatro cajas.

Se acordó de Mario y de Diego. Su anterior vida, la que ahora parecía tan lejana en el tiempo, regresó a ella con nitidez y escribió lo que sentía en aquél momento. “Mario, te quiero”. (Te quiero y perdóname por no haber podido superar todo esto. Perdóname por estar quitándome de enmedio con cobardía. Perdóname por hacerte esta putada, de verdad. Pero no puedo más. No puedo soportarlo por más tiempo. Estoy tan invadida por el dolor que apenas si me deja pensar. Nada me reconforta y nada me ayuda a salir de esto. Tu presencia también me duele. Perdóname porque mi muerte va a contribuir a matarte un poco más. Pero no veo la salida. Ahora que has conseguido reunir el valor suficiente para salir de aquí conseguirás sobreponerte. A esto también.)

Perdóname

Al rato comenzó a sentirse mal. Era similar a un mareo de borrachera pero más fuerte. Luego la vida comenzó a desdibujarse poco a poco hasta que cayó tendida sobre las baldosas. Eran de color caldera y estaban frías. Qué contrasentido, pensó.

Sólo tenía que esperar y superar las ganas de vomitar.

Odiaba vomitar. Cada vez que lo hacía, y era muy pocas veces, el mundo parecía írsele por la boca. En una ocasión, el día de Fin de Año, había bebido más de la cuenta y vomitó toda la noche. Sudores fríos, dolor de cabeza y asco. La sensación de asco era lo peor. Y el picor en la garganta que subía hasta el paladar abrasando todo a su paso. Todo era muy desagradable y violento.

Ahora todo eso se borraba, desaparecía con ella. Manutuvo la consciencia durante un rato más hasta que se entregó al sueño.

Rápido y limpio, como ella quería.

 

Mario se despertó en el sofá del apartamento de Nastia. Allí, aunque Déborah seguía mandando, Nastia salía más a menudo. Las concesiones a lo delicado y, a veces a lo cursi, eran evidentes. Una matrioska en la estantería repleta de libros, la foto de un río de aguas cristalinas, algunas guías de viaje… Ese era su refugio y Déborah sabía que debía dejar salir a Nastia o corría el riesgo de matarla para siempre. Allí estaba segura, protegida, nadie podría hacerle daño en su pequeño mundo.

Entonces, ¿por qué había llevado a aquel extraño a su casa? ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? La última vez que había metido a un hombre en su vida la engañó y la transformó en puta. Muchas veces intentó perdonar a Vladimir. Hasta lo había disculpado. Pero Vlad era un grandísimo hijo de puta que se merecía lo peor.

¿Y si aquél hombre resultaba ser como su antiguo novio? Definitivamente debía sacarlo de su casa cuanto antes. Ni ella ni Nastia estarían seguras mientras aquel motorista con gesto ausente permaneciese allí.

Los ojos de Mario recorrieron toda la estancia. Era un salón pequeño, comunicado con una cocina, también pequeña, a través de un arco en el tabique. A la derecha una estantería con algunos libros y a la izquierda la puerta por la que había entrado ayer. Había cierta armonía en la casa pero faltaba algo. Era una extraña ausencia o algo que no estaba en su lugar, como un anacronismo muy evidente que no acertaba a desentrañar.

Déborah lo había invitado a su casa para que se repusiera de la lipotimia que le había dado a última hora de la tarde, cuando su padre le comunicó la muerte de Merche. Lo cierto es que ya se esperaba lo de Merche y, aún a sabiendas de que nada podía hacer, había sido un duro golpe. Pero… ¿realmente no podía hacer nada? ¿Acaso no había huido de su lado en un acto de cobardía suprema? No, él nunca habría huído por voluntad propia. Ella se lo pidió de forma insistente durante meses. Lo quería fuera. No deseaba verlo más. Diego estaba presente en él de forma permanente y eso era algo más de lo que ella podía aguantar. Su voz, su cara, sus gestos traían al hijo perdido todos y cada uno de los días. Para Merche resultaba insoportable. Y también para él era difícil de llevar esa carga sobre los hombros. Cargar con más culpas de las que tienes es sólo apto para muy masoquistas. O muy santos. Y Mario no era santo ni masoquista. Al final la dejó sola, tal y como pedía. La dejó sola para que se quitase la vida y dejase de sufrir. Ahora él tendría sufrir por los dos.

Esa puta nota. Merche, joder, yo también te quería. ¿Qué me has hecho, Mercedes, qué me has hecho?

Volvió a hundir su cabeza entre las rodillas y lloró amargamente hasta que el sonido de la puerta al abrirse lo sacó de su pozo particular.

 

 

Déborah entró con las bolsas de la compra y las dejó en la cocina.

Tienes que irte -, dijo con voz queda. Su tono era suave pero firme al mismo tiempo. Tenía un marcado acento ruso que hacía que sus órdenes fuesen tan dulces que no quedaba más remedio que acatarlas de forma inmediata. Arrastraba las eses y marcaba las erres como el villano de una película de espías.

Mario se levantó y  cogió la cazadora. Se acercó a ella para darle las gracias y Nastia dio un paso atrás. Se miraron a los ojos y ella pudo ver la desesperación y el hastío en aquel motorista.

Pero no hace falta que te vayas ahora mismo -, sentenció. Primero tienes que comer algo.
Mario acató la orden sabiendo que no tenía otra opción.

La tele. Lo que echaba en falta era la tele.

En Moto a los Infiernos VI