Al sonar el timbre Mario levantó la mirada y vio a Déborah asomada en la ventana. Llevaba puesta una camiseta de tirantes ajustada y, por primera vez, reparó en que tenía un cuerpo hermoso. Al darse media vuelta para abrir la puerta, sonreía. No la había visto sonreír hasta entonces. Su cara estaba iluminada como si tras aquella ventana no hubiese una desvencijada calle llena de mierda sino un mirador hacia algún lugar lejano y hermoso. Poco a poco la sonrisa se desvaneció y volvió el gesto frío y adusto que la había acompañado desde que el día anterior le había ofrecido su hospitalidad.

Acercó su ojo a la mirilla y quedó petrificada. Allí estaba Vladimir, con la cabeza deformada por el angular de la lente y con su cara picada por la viruela. Antes de poder reaccionar, la puerta se abrió de repente y pudo sentir la bota de Vladdy mientras ella salía disparada hacia atrás, hasta golpearse con violencia contra la estantería.

Hola sssorrrra–  susurró Vladimir, –no me esperabas, ¿verdad?. Ya ves que he podido encontrarte- dijo mientras le dedicaba una mirada que parecía llena de dulzura. –¿Vas a darme lo mío?-

Vlad… yo…

Intentaba pensar rápido, buscar una solución pero estaba paralizada ante la visión de la navaja de Vlad. Tenía un poder hipnótico, rayano con lo obsceno.

Conocía muy bien lo que Vlad hacía con su navaja. Y casi siempre resultaba aterrador.

Vladimir avanzó hacia ella, cruzando el salón con lentitud. Le gustaba su papel de matón y el miedo que infundía en los demás. Cuando se acercaba como ahora, despacio, midiendo cada paso, casi podía oler el pánico en su oponente.

Apretó un poco los dientes y la fina línea de sus labios adoptó un color pálido. Entornó la mirada y fijó la vista en ella. Luego alzó la navaja de forma que Déborah pudiese verla perfectamente.

Otro paso más. Andares estudiados y mueca maligna bien ensayada. Si uno  lo miraba con detenimiento podría parecerle que estaba viendo un gánster de serie B, un parodia de los malos de los bajos fondos. Pero Vladimir Ulianovich no era ninguna parodia. Vladimir Ulianovich era un grandísimo hijo de puta sin más escrúpulo que un saco de cemento. Sin remordimientos y desprovisto de moralidad que le estorbase podía ser letal sin necesidad de matarte.

 

Un alarido inhumano atravesó la habitación mientras la navaja caía al suelo y Vlad se llevaba las manos a la cara.

 

Mario había perdido gran parte de los reflejos felinos que tenía de chaval. Por aquel entonces las horas de gimnasio y el entrenamiento duro ocupaban una parte importante de su vida. Luego vino Diego y fue quedando menos tiempo para repartir entre moto y culto al cuerpo. Se quedó con la moto. Pero todas las horas de cuadrilátero, todos los golpes recibidos en los entrenamientos y todas las patadas en la cara habían hecho mella en su carácter. Aún conservaba, aún sin ser consciente de ello, gran parte del instinto de lucha que tanto había cultivado cuando los tiempos eran buenos. 

Cuando su puño, cerrado con fuerza sobre el tenedor, voló hacia la cara de Vladimir, parecía que era el brazo de otro quien lo impulsaba. Recordó cuando, de críos, jugaban con globos de agua mientras el líquido caliente que salió del ojo de Vladdy se escurrió entre sus dedos. Era como pinchar un globo lleno de agua. Un “chof” sordo y algo que se mueve y cambia de posición. Un trozo de jamón york quedó pegado en la nariz marcada por los hoyuelos de la viruela.

 

Tensión.

 

Quietud.

 

Durante una fracción de segundo el universo quedó paralizado mientras Mario estaba inmóvil, a solas con el mundo, con un tenedor que penetraba en la cavidad ocular de un tipo con flequillo y cara de comadreja. Y así, con el mundo parado, todo parecía encajar a la perfección. La última pieza del puzzle había encontrado su hueco perfecto. Un pie atrás, el puño izquierdo apretado en su costado y preparado para salir disparado, la mano derecha goteando humores vítreos y crispada sobre el tenedor… todo era estéticamente perfecto. Todo envuelto en paz, en silencio y en dulzura. Eran las consecuencias de un golpe perfecto. Cada golpe perfecto va precedido de concentración y en el momento en que se ejecuta sólo existe en el orbe ese golpe. Nada más. No hay bien, no hay mal, no hay más ente que el movimiento perfecto que precede al golpe que se ejecuta con prístina excelencia. Hasta que el grito de dolor irrumpió en el salón como una mancha de aceite que se expande ocupando todo el espacio disponible.

Vlad se llevó las manos a la cara y se arrancó el tenedor del ojo. Con él salió un moco transparente que parecía un puente colgante. Era un puente colgante en la selva. Un puente que se estiraba con lentitud hasta que terminó por partirse con el imperceptible sonido con el que se rompen los mocos. 

 

Sorpresa, dolor.

 

Rabia, miedo.

 

Demasiada confianza en si mismo. Demasiados años amedrentando a putas asustadas que usaban el gemido como única defensa. Pero a él nunca le importaron las súplicas ni los llantos. Se sentía lleno de poder cada vez que alguna de aquellas zorras suplicaba. Sin embargo aquél día todo había sido distinto. Aquella suka de mierda tenía un chulo, un sutener que no había visto al entrar.

Sintió un dolor agudo que atravesó su cabeza de parte a parte.

Había perdido la partida. No quedaba más remedio que admitirlo. El lugar donde hasta la fecha había estado su ojo izquierdo ahora estaba ocupado por una nada idiota, por un vacío húmedo y templado que se escurría por su pómulo. Definitivamente eso era una señal inequívoca de que había perdido la partida. Una absoluta certeza lo invadió: su ojo pasaba a estar en poder de otro tahúr. Mala mano.

 

Nastia se sentía perdida. Sin saber muy bien cómo, había volado desde la puerta de entrada hasta la estantería del salón. Una matrioska la había golpeado en la cabeza y, entre sus piernas tenía un ejemplar de “En Viaje” de Miguel Cané. ¿Y Déborah? ¿Por qué no estaba allí Déborah? Ella sabría qué hacer en esta situación. Sabría si era el momento de correr, el de golpear, o el de sacar las armas de mujer. Allí, con una punzada de dolor en el vientre por la patada de Vladimir y aturdida por el golpe le pareció oír un grito antes de desmayarse.

 

Hijo de puta, volveremos a vernos. Esa “sssorrra” es mía.

 

La mirada de Vlad, aún con un solo ojo, seguía siendo perturbadora. Abandonó el salón y cruzó la puerta caminando hacia atrás mientras Mario lo observaba como quien mira el río que fluye en una sola dirección.