Días de mucho, vísperas de nada. Ahora me da un poco de vergüenza recordar la fiesta de ayer, la sesión «karaoke» con los chicos del grupo y todo aquello pero lo cierto es que lo pasamos muy bien. Para otros la salsa de un viaje quizá resida en conocer lugares emblemáticos, empaparse de cultura, visitar museos, conocer civilizaciones antiguas… No voy a decir que todo eso me de igual, pero no son los motivos principales por lo que viajo. Yo busco conocer gente, obtener otros puntos de vista, tomarle el pulso al mundo viviéndolo de primera mano. Y contar historias. Ir allí, llenarme de anécdotas, de casos curiosos, de emociones y luego volver y contárselas a todo aquel que las quiera escuchar. No soy un gran escritor, lástima, sin embargo el placer de ser un contador de historias está por encima del sentido del pudor. Pero, por encima de todo, lo que busco cuando viajo es diversión, esparcimiento y cambios. Montar en moto, disfrutar de la carretera y aprovechar hasta el último minuto de cada día en hacer lo que me apetece, aunque eso sea nada.
Ayer el objetivo se cumplió con creces, aunque aquello haya traído estos efectos secundarios indeseados. Pero bajo nuestros pies se extiende Estambul y eso, como intuimos ayer, no debe de ser moco de pavo. Salimos a la caza de sensaciones, a la búsqueda del paisaje humano, mirándolo todo con ojos curiosos.
La Basílica Cisterna está llena de agua. Y de turistas. Me hermano con los turistas y, juntos, avanzamos en penosa marcha entre las columnas de mármol. Casi todos, menos unos pocos, somos japoneses. Yo, como me acabo de hermanar con todos también soy un poco japonés y saco mi cámara para fotografiar cada rincón. Cada escondite exclusivo, que sólo yo soy capaz de ver, ya se ha fotografiado hasta la saciedad por la horda que llegamos todos los días pero es inevitable sentirse un fotografo inusual. Soy incapaz de tirar una foto buena al basal más famoso pero no me importa. Si quiero una buena foto de la cabeza de Medusa la puedo buscar en internet, hay miles. Me conformo con verla o con introducir el pulgar, como otros tantos miles de personas, en el encaje de una columna para hacer una giro completo a la mano.
Me gustan los japoneses porque siempre sonríen. Los turcos son más serios. Con ese bigotazo poblado que les da ese aire circunspecto que parece que van a proferir un par de amenazas a la mínima, aunque son gente amable y encantadora. Serviciales, agradables y siempre dispuestos a ayudarte en lo que necesites, incluso si no se lo pides. Los japoneses, por el contrario, siempre sonríen pero son indolentes, como cualquier europeo, pero, por lo menos, sonríen.
En la Mezquita Azul, que tardamos en enterarnos de que era aquella enorme mole elegante y apachorrada que preside la zona, hay una cola tan enorme que nos disuade de hacerlo. Lo cierto es que a mi cualquier cola me disuade. Si todo el mundo tiene tanto interés en visitar algo como para aguantar una hora de cola será porque es tan común y tan manido que se convierte en vulgar. Y por nada del mundo quisiera yo contribuir a convertir en vulgar estos retazos de historia humana. Me conformo con mirar el exterior y, extrapolando, hacerme una idea de lo que puede haber en el interior. Y si no, seguro que en internet hay fotos muy buenas.
Llueve y, por la calle, vendedores ambulantes hacen negocio con los paraguas. Es muy gracioso escucharlos decir, a toda velocidad, «umbrella, umbrella, umbrella…». umbrella es una palabra graciosa de por sí y, dicha a toda velocidad y repetida, se convierte en hilarante. Casi tanto como escuchar a los que intentan venderte un paseo en barco por el Bósforo decir «Bosphor, Bosphor, Bosphor…» Alex y yo repetimos con insistencia infantil cualquiera de las dos palabras en el momento adecuado y terminamos riéndonos.
José Luis se ha ido de compras y nosotros dos quedamos paseando por el Puente Gálata. Y nos lían. Nosotros, idiotas grandes viajeros que hemos recorrido mundos reales e imaginarios, acabamos sentados en uno de los restaurantes del Puente y pagando una buena suma por el pescado. Tenían una curiosa forma de convencer a los clientes mediante el paseo de un carrito con peces de todo tipo para que pudiésemos ver su frescura. Incluso llegaron a pesar una dorada para saber cuánto tendríamos que pagar por comérnosla. Al final se salía de presupuesto y escogimos otra cosa pero la dorada, al igual que todos sus compañeros de vehículo, siguieron exhibiéndose de forma impúdica durante toda la tarde, mostrando sus agallas de color rojo vivo y sus ojos inertes a turistas de ojos rasgados y colombianas de culo prominente.
Al pasar el Puente Gálata se sale del Cuerno de Oro y se entra en otro de los barrios europeos de Estambul. Al entrar, uno tiene la impresión de haber traspasado las puertas que conducen a otra dimensión. Los comercios, agrupados por gremios, se reparten por las calles de forma tal que parece que los habitantes de esta ciudad no tengan otra cosa que hacer que comprar. Entramos, por curiosidad más que por azar, en el primero de ellos, el de las ferreterías especializadas. Los talleres de fabricación de arandelas, de muelles y de chismes variados que no sabría calificar se apiñan en edificios de dos plantas que dan a un patio central. Aquí no hay turistas. Por no haber no hay ni clientes, sólo perros callejeros y gatos, la fauna omnipresente de Estambul.
Paseando entre los talleres, mirando a los ojos de los operarios, aspirando el olor de la soldadura eléctrica y de hierro esmerilado me transporto al taller de mi padre en los ochenta. El mismo aroma, el mismo color opaco en las paredes, el mismo polvo de metal esparcido por doquier… Aquí una curvadora de tubos, allí un taladro de columna que bien podría tener capiteles jónicos por su avejentado aspecto, a lo lejos un esmeril que no deja de cantar su grimoso gemido… un maremagnum caótico que esconde el orden perfecto. Como el taller de mi padre.
La tarde languidece y nuestros pies se arrastran por la ciudad ya sin ganas de seguir viendo y conociendo. Cenamos en un kebab y dimos por finalizado un día que, junto con el de ayer, hizo que me enamorase de esta ciudad.
Me embelesas Roberto
Y yo aquí, menos mal que tenemos tu «pésimo» relato. Otra vez GRACIAS !!!
Por Spain también podemos saborear algunas cosas interesantes. Ayer hice 1000 y pico fotos de la única almadraba que queda en el Mediterráneo. En Mazarrón. 3.000 kilos de albacoretas, lechas y bonitos. Un espectáculo. Un abrazo para esos tres mosqueteros.
Luis
Disfruto enormemente tus narraciones. Gracias