Atmósfera límpida y brisa heladora. Y cielo azul. Tan azul que uno se pregunta si es el mismo cielo el que comparte el azul blanquecino, allá en el fondo, y el cobalto de azul impenetrable que hay sobre la cabeza. Me resulta imposible no pensar en el azul puro, ese que solo ves cuando viajas en avión cuando, poco a poco, vas ascendiendo por encima de la capa de nubes. Azul casi negro. Y más arriba el negro puro de azul mismo que no es, sino, una vana ilusión de color entre tanta negrura.
El mantra recurrente del azul ilusorio regresa a mi cabeza.
“Porque ese cielo azul que todos vemos, ni es cielo ni es azul. Lástima grande que no sea verdad tanta belleza”. Creo que ordenaré que lo escriban en mi epitafio con letras azules y pequeñas, a modo de enseñanza íntima.
Yo no sé pronunciarlo como Carlos Montero, con esa voz de profunda tristeza que parece que se le asoman a uno las lágrimas al escucharlo. Todo es azul y todo es mentira. Lástima grande no tener la voz grave y verdadera de Carlos Montero.
Regreso a la tangible realidad de la carretera y de la moto, de los verdes enmarcados en pardo invernal y del frío azul y blanco. La moto rueda fina pero cada vez me da menos confianza. Es una sensación sin fundamento que no está basada en ningún dato objetivo porque no tiene ningún síntoma que me haga desconfiar pero, en ocasiones, la noto cansada. Conmigo ha tenido la suerte de conocer países, de rodar por paisajes lejanos pero siempre con la premura que imprime la improvisación, con el mantenimiento tardío, con los mimos justos. Es un objeto. No debería hablar de ella como si fuese un ser vivo ni otorgarle cualidades de las que carece como ser inanimado. Ni siente ni padece, todo le da igual. Le da igual… ya estoy de nuevo dándole más de lo que es.
Hay poca nieve en el Puerto de Ancares. Lo veo allí, muy al fondo, tanto que parece lejanísimo. Y sin embargo podría alcanzarlo solo con estirar la mano. Tengo el mundo entero al alcance de mi mano. Lo único que necesito es una carretera fría y solitaria como esta.
Me mantengo ausente, aislado del mundo que me rodea hasta el Puerto del Manzanal. Aquí el mundo se abre y se hace enorme. León se desparrama a mis pies como preámbulo de la Castilla ampulosa de terruño marrón y horizontes lejanos. Cómo envidio a los castellanos. Ellos pueden levantarse cada mañana y ser conscientes de la enormidad de la Tierra, comprobar en cada amanecer que el mundo es un lugar gigantesco. Un horizonte enorme los rodea y les recuerda cada día la pequeñez del ser humano. Creo sinceramente que los que vivimos entre montañas tenemos la visión constreñida a fuerza de mirar cada día la ladera de enfrente. Nos falta visión global, visión de conjunto. Pero en la llanura de Castilla eso no pasa. Tienes un horizonte grande como referencia vital y trescientos sesenta grados de elección. Si un día, por la noche, descubres que necesitas saber lo que hay detrás del horizonte, por la mañana gozarás de la certeza de que más allá hay otro horizonte igual de enorme. Y quizá otro más. Y otro. Y tantos que sabrás que en el horizonte está tu mismo origen y que, cuando los completes todos, llegarás al punto de partida donde, por fuerza, volverás a encontrarte contigo mismo.
En estas cuestiones horizontales voy pensando al rebasar el azul de La Bañeza y el blanco de Benavente.
Todo está tal y como lo dejé la última vez que pasé por aquí. El desguace de maquinaria pesada sigue lleno de máquinas herrumbrosas y su poderosa presencia me sigue atrayendo como un imán. Me resisto pero sé que un día tendré que parar y pasearme entre estas moles oxidadas. Han cerrado, hace años, el puticlub de la Nacional VI, aquel que decían, era el más grande de Europa. El edificio está en venta. Se ve que todos los placeres tienen un límite de tiempo. O que los placeres cambian con el tiempo.
Me asalta un subidón de adrenalina de tanto mirar el horizonte y grito dentro del casco hasta quedar afónico. En un par de horizontes llegaré a Motauros, volveré a la realidad cotidiana al posar el pié en tierra y bajarme de la moto. Mientras tanto, seguiré gritándole al horizonte de Castilla.
Para Martín Varela, que me pidió que escribiera algo.
Recuerdo esas reflexiones… «en grandas mi horizonte tiene 4 kilometros. Es llegar a la Bañeza, donde el horizonte se estiende kilometros y kilometros y… siento eso dentro de mi….» gran noche de motauros, excelente crónica
Muy buen relato, bien escrito y entretenido, y como yo sabes que te aprecio, te voy a decir algo: veo que desde las montañas en las que vives, añoras los horizontes castellanos, piensa que estos de poco sirven (los horizontes), ya que cuando los recorres, en su extremo mas alejado, y al final del camino, llegas a las montañas, y ahí es dónde empieza todo, fatín.