Al igual que le ocurría a Paco Martínez Soria, me pierdo en las grandes urbes. Y en las pequeñas también, para qué nos vamos a engañar. Soy un pueblerino irredento que, por momentos, se muestra orgulloso de ello, de la paletez supina y de la existencia pacífica alejada del mundanal ruido.
Aunque en ocasiones salgo del retiro monacal por ver qué tiene el mundo que ofrecerme y qué grandes avances ha hecho la humanidad sin la concurrencia de mi humilde presencia. Hace unos meses nos fuimos, Elena y yo, a un sarao magnífico en Pamplona. Es una ciudad cara y, en palabras de alguno de sus habitantes «el lugar donde follar es un milagro», pero si no tomas vino aborigen puedes hacer unas jornadas de agradable chateo y obviar sus otras carencias. Ah, si… y los toros y tal, pero eso es harina de otro costal.
De Pamplona nos fuimos a Madrid a la presentación de la nueva tienda de Royal Enfield en España. Fuimos por Alfaro y Almenar, que también son pueblos y no sirven para acotar la ruta, pero su extravagante mención la traigo a modo de homenaje a lo aldeano. No hay muchas montañas por allí, ni grandes arboledas que mitiguen el efecto del viento así que la moto fue culebreando hasta la Capital del Reino con grandísimo pánico por parte de Elena. A decir verdad yo también iba acongojado pero mi condición de conductor me impedía mostrar ese tipo de emociones.
Una vez en Madrid, guiados por el navegador del teléfono móvil, llegamos al hostel que habíamos reservado a un paso de la Gran Vía. Era el centro de la ciudad, el meollo, el culmen de la vida metropolitana. Y allí estábamos, como cualquier ciudadano anónimo, sin saludar a la gente que pasaba y sin que nadie reparase en nuestra discreta presencia. Estas cosas en el pueblo no pasan, ya se sabe.
Mientras posaba el casco, con temeraria despreocupación, sobre el asiento de la moto, vi a Pipo sentado en una terraza. Pipo se fue de nuestro pueblo a Madrid hace un montón de años para escribir el guión de su vida y cada año lo sorprenden nuevos giros de la trama. El caso es que no habíamos quedado, ni siquiera tenía previsto hacerlo porque nos habíamos visto, en el pueblo, la semana anterior en el transcurso de varios saraos de índole alcohólica. Lo saludé con indiferencia impostada, igual que si nos cruzáramos todos los días en la calle. Él, se mostró muy sorprendido por el encuentro, como si fuese algo extraño en toparse con «uno de Grandas» en el centro de Madrid. Estaba trabajando de ayudante de producción en una película que rodaban en el hostal de al lado.
Antes de eso, cuando estábamos con la moto aparcada encima de la acera, intentando ubicarnos en Google Maps, vimos pasar a una sobrina de nuestros amigos de Pamplona, a los que acabábamos de dejar hacía unas horas.
Y después del encuentro con Pipo, al irnos de Madrid un par de días más tarde, me encontré en la calle con José María García, que en aquellos días estaba preparándose para ir a Argentina a correr el Dakar y andaba medio tarumba con los preparativos.
En fin, que para una vez que voy a Madrid, me encuentro con que tengo que saludar por la calle y no dar demasiado la nota porque, al igual que en el pueblo, está lleno de conocidos.
Seguro que se pusieron todos de acuerdo para darte que hablar.
Y tú ignorante y feliz por ello ;-)
Eso solo te pasa a ti,saludos
Espero porque, en caso contrario… menudo coñazo .-)