Un año más, casi sin darme cuenta, estoy inmerso en el frío y la lluvia camino de Pingüinos. Mientras asciendo el Puerto del Acebo para adentrarme en Galicia, reflexiono sobre la paradoja que está sucediendo; sin gustarme mucho el evento-merienda de negros que acontece todos los años en Valladolid, aquí estoy otra vez, de camino a la Concentración Invernal más grande de Europa. Qué oscuros designios me empujan, cada año en enero, a coger el petate, (he dicho coger?) y encaminarme a la gélida meseta? El primer año fué una decepción, (verPingüinos, Crónica de una decepción). El segundo estuvo mejor, pero sin grandes aspavientos y este último, aquí estoy, transitando entre la nieve a poco más de mil metros de altitud. 
El estado de la carretera va empeorando según gano altitud y el vial se va estrechando a causa de la nieve acumulada en los arcenes. De vez en cuando me cruzo con aglún coche y los ocupantes se quedan mirando con cara extrañada. 
– ¿Qué pasa,- pienso yo – , nunca habéis visto una moto de nieve?
Dejo atrás el Acebo, Fonsagrada y la zona de nevadas para entrar en el valle de Baleira y Esperela, escenario de grandes batallas pretéritas y de mi batalla contra la lluvia en el día de hoy. Me he puesto el pantalón de agua y las polainas, aún a sabiendas de que, aplicando la Ley de Murphy, dejará de llover en unos 15 km. Efectivamente doy en el clavo. La lluvia deja paso a un dia soleado y, aunque frío, agradable para rodar. 
Ya estoy, hace rato, en la A6, con el sol de costado y disfrutando de la ruta. De vez en cuando me acoplo con algún grupo de motos, lugo voy solo otro rato y, poco a poco, llego a Simancas donde me sorprende el enorme montaje de este año. caravana de coches y motos a la entrada como nunca había visto, carpas, chiringuitos y, en general, un montaje digno de exposición universal. 


Pronto me encuentro con Alejandro, (www.porelmundoenmoto.com) y planto mi tienda de campaña de 30 € del Eroski al lado de su campamento. Me proporcionan un boletín de inscripción de un vallisoletano que no hizo uso del mismo y ya tengo todos los tikets para carajillo, caldo, cena y demás. Por el mismo, (o similar), procedimiento consigo las pegatinas del evento y me quedo con ganas de la medallita, pero con los 20 euros de la inscripción en el bolso… con la edad me vuelvo mas rácano, (o más selectivo), en mis gastos superfluos.
En un primer paseo por el recinto ya me doy cuenta de que es enorme y que está completamente lleno de barro. Se trata de las instalaciones deportivas municipales, el aparcamiento del campo de fútbol y espacios aledaños. Todo está bastante bien dispuesto, incluso con váteres portátiles en abundancia y, lo que más me sorprende, con un nivel de limpieza más que adecuado, al menos a esa hora de la tarde. (por la noche la cosa cambió bastante)



En los alrededores del escenario, los chiringuitos de todos los años y alguno nuevo: Motorrad, la Boutique del Motorista, O Porco no Espeto, la disco móvil… Me da la impresión de estar, más que en una concentración, en un salón de la moto o algo así. No me desagrada porque ya sé a donde vengo y no espero encontrarme  una concentración íntima. 


Al caer la tarde comienzan a aparecer los primeros «personajes peculiares». La pareja de rusos vestidos con el traje típico, moteros con vestimenta de lo más curioso, El Sevillano, al que hace años, al principios de los noventa, conocí mientras recaudaba fondos para su vuelta al mundo en 500 días. No había vuelto a verlo desde el año 94 y nunca llegué a saber si consiguió dar la vuelta al mundo  en moto o no. 


El «tipycal penguin» se estaba dando cita en la plaza que ya comenzaba a bullir de actividad. El procedimiento es siempre ver y dejarse ver, un ritual que se repite cada año en los cientos de concentraciones moteras que se celebran y que varía muy poco de una a otra. Claro que en Pingüinos la variedad es enorme y hay ejemplares de variado pelaje.
A la hora de la cena Alejandro y yo nos ponemos a la cola, resignados a esperar un buen rato nuestro turno. Cual es nuestra sorpresa al comprobar que la cola avanza a muy buen ritmo y, en menos de cinco minutos, estamos saliendo con el caldo pinguinero y demás viandas. Mi única queja en este sentido fué lo escaso del vino. Yo que soy persona de litro tuve que conformarme con dos exiguos vasitos que me supieron a poco. Una suerte que Facundo, argentino recopado donde los haya, venía provisto de dos botellas de rioja que supieron a gloria. Cierto es que duraron un suspiro.


Descubrí esa noche que mi dominio del francés resulta rallano con la perfección, al menos eso parecía por la soltura con la que departía con nuestro vecinos de tienda y amigos Philippe y Patrick.
Y hablando de francés, no estuvo mal el strep-teasse de las chicas, al menos la cara de pirula de los que estábamos ante el escenario denotaba cierta fruicción con el espectáculo. Por supuesto no se puede decir lo mismo del Show Brasil, abominable esperpento con que, año tras año, la organización se empeña en martirizar a la concurrencia. Creo que será mejor no reproducir los comentarios de los argentinos cabrones respecto del conductor del show y el travestido bailarín que no tenían desperdicio. 


Para esa hora yo ya había recibido mi ración de sativa y de wisky así que, poco a poco, todos nos fuimos retirando a tomar posiciones en derredor de la hoguera a contar y escuchar batallitas moteras y terminar la jornada del mejor modo posible. Hubo un rato de gaita, otro rato de armónica, (muy buen blues de otro colgao) y un poco más de ingesta alcohólica.
Al día siguiente, domingo, me levanté con el cable cruzado y en lugar de quedarme a pasar el día con Ale y Guada, tal y como habíamos quedado el día anterior, decidí volver a casa, «cagando cerillas». No sé si fue el ver a todo el mundo desmontando, la resaquilla incipiente o la añoranza de mi camita de viscoelástica con edredón nórdico, pero sentí la necesidad de poner tierra de por medio.
Cuando me subí en la moto, un sexto sentido motero me indicaba que, en menos de cien km se pondría a llover hasta llegar a casa. Bueno, un sexto sentido y la predicción meteorológica que había visto el el Instituto Nacional de Meteorología. Así fue. En Benavente ya diluviaba y, al igual que hace dos
años, en el Puerto del Manzanal, el páramo leonés me recibió con nieve y frío desagradable. Aún así, caturreaba dentro del casco la Marcha Bretona.

La cortina de agua no cesaba y baje la velocidad a unos confortables 120 km/h., rodando con una sensación de seguridad que me dejó pasmado. La Vstrom se está revelando como mi moto con mayúsculas, en las duras y en las maduras. Bueno, en realidad solo en las duras porque aún no la he probado con buen tiempo ya que solo llevo con ella desde noviembre. En los adelantamientos dispongo de margen suficiente, siempre queda algo de potencia en el motor para aplicar en caso necesario. En carreteras reviradas se mete en las curvas con extraordinaria facilidad y al negociar lentas paellas va equilibrada como si rodase en un pista de Scalexric. Ella estrenaba nueva pantalla en viaje largo y, si bien cumplía a la perfección con su cometido al quitarme la mayor cantidad de aire posible, me dificultaba la visión al ser tan alta y desalojar el agua de forma pésima, por no decir nula. Mi 1,70 m. de estatura de españolito medio, resulta muy práctico para ciertos menesteres, el sexo por ejemplo, pero para usar con la pantalla Givi se queda un poco corta, (la estuatura), y tengo que estirarme un poco para ir mirando por encima. Este verano la volveré a cambiar por la pantalla original con un Madstat que, según dicen, es mucho más efectivo que cualquier otro invento.
En estas estaba, circulando felizmente cuando, al comenzar la subida a Pedrafita do Cebreiro, la Guardia Civil de Tráfico me dió el alto desviandome a un hostal. El paso para motocicletas está prohibido hasta nueva orden. Allí, en el hostal, había no menos de cincuenta moteros de modo que disfrutamos de una segunda concentración improvisada. Algunos con sus platos combinados, otros, como yo, con el bocata y la mayoría, intentando llamar por telefono a la familia para avisar de la contingencia. Los cascos encima de las mesas, el suelo empapado de enormes charcos, barullo por doquier y los camareros, que no sabían nada de la prohibición, no daban crédito.
En menos de media hora un guardia amarillo limón irrumpió en el local y nos indicó que los moteros que lo desearan podían seguir la ruta.
El alto de Pedrafita estaba bastante pasable, pero aún quedaba nieve en la carretera. Nuevamente se aprieta el culo y se agarra con firmeza el manillar esperando algún susto. No hubo nada de eso. Bajé el puerto como un centella y en menos de media hora estaba de nuevo entre la nieve del Alto de Cerredo, cerca de A Fonsagrada. Para ese momento, ya sentía frío verdadero en la cara y los pies. Se me ocurrió que no era necesario ponerme los cubrebotas, es un engorro, confiando en que el gore-tex de mis Bestard funcionara a la perfección, pero todo lo que empieza acaba y mis botas ya están al final de su vida útil. En mi pie derecho sonaba el «chof-chof» desagradable de zapato inundado.


Veinte km. más allá el Puerto del Acebo, con algo de nieve también y con la quitanieves ausente. Circulo por las rodadas con el culo en su famosa posición de prevenidos hasta que, en el descenso, la nieve va desapareciendo.
Al llegar a casa, ni me molesto en deshacer el equipaje, enciendo la cocina de leña y me acurruco bajo una manta mientras Tobey Maguire, con su cara de idiota, hace su insoportable papel de buen chico americano en Spiderman III. 

En resumen, lo peor, el tiempo que fue una pena