Doblar una esquina en las calles de Delhi es la antesala de cualquier sorpresa, es la puerta a un universo distinto al conocido, un mundo que solo resulta irreal a los ojos de los que vivimos en occidente. Es una realidad palpable y pesada en la que viven millones de seres humanos, tantos que son mayoría.
Una vaca, un perro dormitando, un vendedor de cualquier cosa, un sikj de turbante impecable, un buscavidas… No resulta sencillo buscarse la vida en esta ciudad enorme cuando los recursos de que dispones son escasos y miles de personas se los disputan. Clasificar la basura separando la comida entre un olor nauseabundo o intentar sacarle unas rupias a un turista incauto puede ser una opción tan buena como otra cualquiera cuando todo tu capital es menos que nada.
Cuando, al doblar una esquina entre un río de gente, me encontré con el vendedor ambulante, me fundí contra una de las columnas del soportal para franquearle el paso. Era un hombre pequeño y sudoroso, empapado en una pátina pegajosa con más solera que la mía. Llevaba sobre la cabeza una bandeja enorme con algún tipo de chuchería que no logré identificar, sobre hojas de periódico. Colgando del brazo, un taburete metálico que, supongo, sería el soporte de su precario tenderete. Caminaba con prisa y con la mirada ida que confiere la premura por vivir. Josín, que abría la marcha de nuestro pequeño grupo de turistas desenfadados, consiguió esquivarlo a duras penas y yo, que marchaba tras él, confié en que el estar pegado a la columna sería suficiente para no desequilibrar al pequeño empresario. Me resultó sorprendente que el hombre se abalanzase sobre mi. Así, si más, como quien se tira, en su desesperación, a las vías del tren. El taburete metálico rozó mi brazo con fuerza y la bandeja salió disparada de su cabeza para caer con estrépito en el mugriento suelo de Delhi. Vi como las hojas de periódico tapizaban la calle mezclándose con la basura y los lapos rojos del paan, un preparado psicoactivo muy popular a base de betel, nuez de areca y tabaco.
Después del tropezón, que no tenía nada de fortuíto, el hombrecillo intentó pararnos pero a un español no se le puede enseñar picaresca así que continuamos nuestro paseo.
«No, no, no» decía con cara de enfado. Luego balbució algo en un inglés macarrónico que no conseguí entender pero capté el mensaje: «me has tirado la bandeja y me la tienes que pagar». De pronto la discusión comenzó a subir de tono mientras los viandantes observaban, curiosos, las evoluciones de un pequeño vendedor y varios turistas de considerable tamaño y cara de mala leche. A decir verdad el pequeño vendedor le echó arredros al asunto porque, exceptuando mi estatura contenida, tanto Ricard, como Daniel o Miguel, son personajes de envergadura. Josín no es que sea muy grande pero su espalda y sus brazos aconsejan no buscarse problemas con él.
En un momento dado me agarró el brazo con la intención de impedirme avanzar y, en mi inglés más perfecto, me salió un «don´t touch me, me cago en tu puta madre!» Mientras me zafaba de su débil presa.
Nuestras amenazas de llamar a la policía no parecían surtir efecto así que, seguimos caminando mientras yo iba rezongando imprecaciones y Josín imponía la calma. Nos metimos en un kebap, seguidos de cerca por nuestro perseguidor y los camareros lo sacaron con modos expeditivos. Aún volvió a entrar una vez más en busca de su compensación económica al cabo de un rato pero, supongo que sopesó sus posibilidades y al final, desistió de una empresa que al único sitio que lo iba a llevar era a obtener un par de sopapos.
Suelo ser bastante respetuoso con todo el mundo perdiendo incluso mis derechos aunque la razón me asista, pero que me intenten estafar de una manera tan burda es superior a mis fuerzas. Comprendo que sacarle los cuartos al turista forma parte de la picaresca en cualquier parte del mundo, que la vida es muy dura para mucha gente y que puede hasta resultar lícito quitarle al que tiene más. Hasta disculpo su comportamiento pero pocas veces he sentido unas ganas tan grandes de soltar un par de hostias.
Que se joda!