Cuando salimos de Dubrovnik tengo un poco de resaca y voy pensando en que hubiera sido mejor seguir con los chicos de Erasmus de excursión a las islas. Otra vez será.
El calor ya aprieta a las once de la mañana y hay poco tráfico en la E-65 hacia Montenegro. Es una carretera amplia, con piso aceptable y buenas vistas hacia el Adriático, a nuestra derecha. A la izquierda las estribaciones de los Alpes Dináricos que mueren en la costa de forma abrupta, dejando escaso margen para el asentamiento humano. Es una paisaje marcadamente mediterráneo, con vegetación de bajo porte y esos bosquetes de cipreses que tanto me llaman la atención.
Enseguida nos desviamos hacia el norte para entrar en Bosnia y de ahí pasar a Montenegro por carreteras secundarias. La carretera asciende ahora de forma suave por un valle arrasado por el fuego. Estamos muy cerca de la frontera y cada vez vemos más cruces y placas funerarias en los márgenes. Es como un recordatorio constante de lo que aquí ocurrió, como si se quisiera dejar constancia fehaciente de aquella guerra brutal que descarnó los Balcanes.
A media ascensión, el puesto fronterizo bosniaco consiste en dos casetas de obra amarillas habitadas por cuatro policías con cara de pocos amigos. Dos de ellos salen a recibirnos y con una, más que evidente desgana, nos piden los pasaportes. No hay preguntas, no hay amigable charleta, no hay colegueo. Después de un rato al sol nos sellan los papeles y entramos sin problemas en Bosna i Herzegovina. A partir de aquí las señales de la guerra son aún más evidentes que en Croacia: viviendas acribilladas, edificios inconclusos con marcas de mortero, parapetos.
Vamos derivando ligeramente hacia el este, siguiendo las indicaciones del GPS y disfrutando de los solitarios paisajes por planicies donde los únicos vestigios de vida superior son algunos zorros atropellados en la carretera. Cerca de la fontera con Montenegro la carretera desaparece del GPS y vuelvo a tirar del mapa en papel. Aún a pesar de reconocer las ventajas de la navegación por satélite ésta nunca tendrá el encanto de lo “artesano”, el enorme placer de mirar el mapa, trazar rutas, viajar con la imaginación, antes que con los pies al punto de destino. El vial se va estrechando y el piso es cada vez más irregular, llegando, por momentos, a ser una auténtica mierda.
La frontera con Montenegro, ubicada, como muchas de las que hemos cruzado, en mitad de la nada, se encuentra en medio de una cuesta y tiene poca actividad. Dos camiones, cargados de carbón hasta rebosar, (en sentido literal), esperan pacientemente que los aduaneros les sellen los papeles.
Un tractor pasa, lacónico, por el puesto fronterizo
La fronteriza, (dicho con acritud), policía montenegrina tiene, como casi toda por estos lares, una actitud poco amigable: caras largas y modales toscos. He dicho todos? No, uno de ellos, que se distingue de los demás por llevar camisa blanca en lugar de azul, se queda mirando las motos mientras come un helado de cucurucho de forma distraida.
– Great machine – dice mientras le da otra lametada al helado
– Oh, yes, is good -, respondo con mi flamante inglés de calle.
– Not bring you a girl?- ,(No traes a una mujer contigo), mientras señalaba el asiento de la moto.
Yo, extrañado, creí no haber entendido bien la pregunta pero el policía me saca de dudas escenificando, con grandes aspavientos, el gesto del folleteo: brazos adelante y atrás y balanceo de cadera.
– Coño, pienso-, nos ha tocado el “puntabrava” de la frontera.
Le río la gracia y le pregunto si no hay mujeres hermosas en Montenegro para esos menesteres a lo que me responde, con gesto hosco, que no, que son todas muy feas.
Allí lo dejamos con su helado y sus parcos compañeros y nos encaminamos a lo que va a ser el punto de retorno de nuestro viaje, la inflexión, la ciudad de Niksic. ¿Porqué este punto? Pues porque en algún sitio hay que dar la vuelta y volver a casa.
Aquí la carretera es, con mucho, la peor que hayamos pisado en todo el viaje. No solo es estrecha, tanto que no se cruzarían dos coches, sino que está bacheada hasta lo irreal y, en las curvas, los bordes de desmoronan dejando aflorar las piedras del relleno. Palabras como banda de rodadura pierden aquí todo su sentido. Aflojamos la marcha y nos adaptamos, como podemos, a esta infecta vía mientras se suceden curvas y más curvas entre matorrales y bosques de roble melojo, de no más de tres metros de altura.
No hay nadie.
Pasamos kilómetros y kilómetros sin un solo pueblo hasta que, en la zona donde la carretera está más destrozada vemos al camión de “obras públicas”. Por la ventanilla del conductor asoman unos pies en clara indicación de la hora de la siesta. Como es de suponer las obras avanzan despacio.
Poco a poco vamos confluyendo en carreteras de más entidad, como si navegásemos por arroyos tributarios de desembocan un gran río principal al que aún no hemos llegado. Ahora la carretera es ancha y con buen piso y podemos circular a velocidades elevadas en algunos tramos. En una curva me encuentro con un rebaño de vacas, pero como en mi tierra eso es habitual no le doy mayor importancia. Gelucho, que venía más retrasado, se pega el gran susto porque las cornudas en su ramoneo por la cuneta, ya habían invadido casi toda la calzada. Luego comentaríamos lo desagradable que podía haber sido tener un accidente con una
vaca en Montenegro, culo del mundo conocido.
Desde un alto ya vislumbramos Niksic al pie del lago Slansko Jezero, una ciudad de la que nada sabemos y en la que solo pararemos a comer.
Niksic es una ciudad sucia, fea, sin gracia, en la que no vimos naa que nos llamara la atención. A primera vista parece la capital de una zona minera donde los márgenes de la carretera delatan su actividad extractiva por lonegros. Entre los coches pequeños y baja cilindrada, de vez en cuando destacaba, como un diamante en un lodazal un Hammer o un Porche, algo tan fuera de lugar que no pasa desapercibido. Luego, buscando información en internet comprobé que esta ciudad es el refugio de la toda mafia montenegrina.
En el centro, antes siquiera de poner un pié en el suelo un policía ya me había llamado la atención, con silbato y todo, al creer que me iba a meter en zona peatonal. Yo, que solo quebranto la ley cuando es necesario.
Compramos viandas en un super de barrio que nos costaron menos de tres euros y nos dimos un banquete de mortadela, queso y yogurt al lado de un salón de juegos. La chica de las tragaperras, la única que me sonrió en este extraño país, se desvivía por entenderme cuando le decía que quería comprar una pegatina de Montenegro para la maleta de la moto. Creo que si pasáramos allí la tarde acabaría enseñándonos la zona de marcha. Y eso que marcha, lo que se dice marcha, no había mucha, pero los bares proliferaban por doquier. En la enorme plaza del centro, presidida por una estatua ecuestre, había un más que aceptable censo de hosteleros, cosa que, como muchos sabéis, me agrada sobremanera.
En esta ciudad tan poco acogedora nos encontramos con una pareja de valencianos que viajaban en furgoneta y que, al igual que nosotros, estaban un poco descolocados en esta ciudad medio fantasma. Charlamos un rato de aficiones comunes, (naturaleza, submarinismo, viajes), y nos despedimos.
Fiándones de nuevo del GPS salimos de la ciudad dando algunos tumbos y, como no, preguntando a los parroquianos, dirigiéndonos por la E762 hacia el norte para volver a entrar a Bosnia por la región de Pluzine donde se encuentra el cañón del río Tara, que atraviesa el Parque Nacional de Durmitor. Este cañon creo recordar que es uno de los mayores de Europa y ofrece imágenes realmente sobrecogedoras.
Nada más pasar el puente sobre el pantano que ha anegado gran parte del cañón, yo que como siempre voy abriendo la marcha, me introduzco en el primero de los muchos túneles de esta carretera. Es como entrar en una bocamina oscura, con mal piso, con goteras y piedras en le medio de la vía donde la negrura absorbe todo el haz de luz de la moto y me veo ciego, circulando casi a tientas en un medio hostil.
Salgo del túnel aliviado y antes de que pueda reponerme de la experiencia desagradable estoy inmerso en otro aún más largo. Y otro. Y otro. Y muchos más hasta que el valle en U se va abriendo y dejando paso zonas menos escarpadas con laderas cubiertas de robles. Otro vertiginoso descenso y nos topamos, de golpe, con la frontera bosnia.
Estamos sobre un puente militar con suelo de madera y nos detenemos antes de pasar al otro lado. Hemos dejado el puesto de los montenegrinos un kilómetro más arriba y ahora, al otro lado del río, está la frontera de los bosnios. A nuestra derecha un puente de piedra bombardeado, es el que suple ahora esta construcción de los militares de la Unión Europea. De nuevo pasaportes, de nuevo caras de culo por doquier y de nuevo carreteras infectas de tres metros de ancho donde l arecta más larga es de diez metros. A cambio el paisaje hace que de un respingo de felicidad y se me erice el vello de la nuca.
Recuerdo el tango de Carlos Montero que ponía música al soneto de Argensola:
Por que ese cielo que todos vemos ni es cuelo, ni es azul
¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!
Pero la belleza aquí sí es real, palpable y te rodea por doquier. Tal y como diría Amanda, la hija de mi amigo Josean “es tan verdad que parece mentira”. Con cierto desprecio me acuerdo del eslogan turístico en mi tierra natal: “Asturias, Paraíso natural” y en la soledad acogedora del interior de mi casco grito ¡ja!. Este país, devastado por una guerra de variados intereses, (como todas), con el ochenta por ciento de su territorio cubierto de bosques es el paraíso natural que no encontraremos, ni de lejos, en ningún lugar de España ni de la europa occidental. Ya veremos lo que tardamos en joderlo.
Bosques, valles, ríos, lagos, bosques, valles, bosques se suceden sin solución de continuidad. En una fuente hablo con unos lugareños que me dicen que vienen a coger agua siempre allí porque es la mejor de la comarca. Bebo con fruicción intentando que mi cuerpo y mi espíritu se impregnen hasta lo indecible de la esencia de esta tierra. Quiero, vanamente, entrar en comunión con estos lugares indómitos y empaparme de ellos aún a sabiendas de que soy ave de paso y que tan solo conseguiré, como mucho, aplacar mi sed física.
Cada kilómetro recorrido forma parte de un rosario de afirmaciones mentales. Volveré. Estoy totalmente seguro de que volveré a Bosnia, A Dubrovnik a Split. No sé ni cuando ni como, pero volveré.
En un alto, a unos cuarenta o cincuenta kilómetros de Sarajevo, volvemos a encontrar señales de peligro por minas. Esta vez están en un bosque intrincado, cerca del collado donde nos hemos detenido. Ante nosotros una casa acribillada a balazos y con agujeros de mortero. En silencio nos acercamos y observamos sobrecogidos supongo que por la cabeza de Gelu pasarían las mismas cosas que pro la mía pero no decimos nada. El desfile de atrocidad
es que acontecieron aquí te asalta constantemente.
Al llegar a Sarajevo entramos por la zona del aeropuerto, escenario mítico del conflicto bélico y único puente de la ciudad sitiada con el exterior. Los edificios conservan aún todas la smarcas de la guerra y, aunque vive gente dentro, las fachadas parece que han sido tiroteadas hace poco. Siento una sensación extraña. Hasta ahora, cuando leía sobre conflictos armados o cuando mi abuelo me contaba cosas de la guerra, (pocas, no le gustaba hablar de ello), era como algo muy lejano, como una historia legendaria. Sin embargo esta guerra la he visto en la tele, la he leído en la prensa y ahora estoy aquí, en el escenario imaginándome como fue y siento miedo. Pueblos como el mío, ciudades como las que conozco paisajes que me son familiares enzarzados en una cruzada de muerte y destrucción es… aterrador.
El interior de la ciudad está muy reconstruido pero aún quedan vestigios en muchos lugares. Perdemos más de una hora buscando la oficina de turismo que nos indique dónde está el albergue, todo ello para descubrir que está cerrada. Perdemos otra hora buscando un cibercafé y otra más intentando porner laas ideas en orden. Enviamos varios sms a modo de sos y Elena, mi mujer, con su eficiencia acostumbrada, nos envía la dirección del hostal más barato de Sarajevo, tal y como le hemos pedido.
En el Youth Hostel disponemos de acceso a internet por menos de un euro y estmos en pleno centro histórico, al lado mismo de las mezquitas, de la zona musulmana y de la zona más turística y comercial.
Nos paseamos por la zona y enseguida nos acostamos. Mañana más.
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