Hace unos días bromeaba jugando con la posibilidad de tener un accidente en moto. No era más que una boutade en la que reflexionaba sobre la vergüenza, el orgullo y las apariencias. Lo que no sabía mientras escribía aquello era lo cerca que estaba de acariciar una experiencia similar a lo que contaba.

Y resulta chocante porque, al igual que una premonición, mi accidente real sucedió a escasos 500 metros del lugar que yo había imaginado para la entrada Un asunto de mierda.

Venía muerto de sueño, quizá por haber dormido poco la noche anterior, por acumular más de 3500 km en los últimos días o, quien sabe, si por la copa de un vino malísimo que había tomado en Arriondas. Sin embargo antes de dar con mis huesos en la Tierra venía embebido en omnipotencia. Era como si los estertores de mi última juventud se resistieran a abandonar mi cuerpo. Muy “pro” que dicen ahora los modernos posturistas. A decir verdad venía haciéndome el chulo, para qué vamos a disfrazar de modernez lo que no son más que reminiscencias infantiloides. Cualquiera que me viese pasar apenas notaría diferencia alguna entre la chulería de ese día o la actitud humilde de cualquier otra fecha pero si el espectador pudiese atisbar entre mis estanterías cerebrales las vería brillantes, llenas de luz y purpurina. Pasillos enteros malgastando energía y al fondo, una bola brillante emanando purísimo blanco, de ese tan cegador que lo intuyes pero no lo miras directamente. Brillo interior de los que están pagados de sí mismos.

Y claro, tanta luz y tanta actividad intracraneal me ponen, a veces, al borde de lo fantasma.

Así venía yo, adelantando coches con alma de piloto, perdonando vidas al resto de la humanidad y con la mirada torva de los curtidos vaqueros de más allá del Río Grande. Creo que incluso podría enzarzarme en una alocada competición por la N-634 con cualquier sujeto de mediana edad, de pelo ondulado y engominado, de gintonic con pepino y profesión liberal.

Al salir de la autovía, más allá de Grao, todas esas ínfulas de triunfador magnánimo se habían ido diluyendo y tan solo quedaba el poso de un vino malo, la esencia de un viaje largo y, por encima de todo, un sueño que me consumía. Y ganas de hacer pis.
Al salir a la carretera nacional, después de la rotonda, ya navegaba medio ingrávido en la nebulosa de mi propio sopor y no quedaba nada de la actitud chulesca de los kilómetros anteriores. Más bien sentía una enorme compasión por mí mismo, por mi estado de agotamiento físico y mental. Cuando vi el apartadero bajé un par de marchas y encaré el arcén para detenerme a aliviar cuerpo y mente. Pero cuando cuerpo y mente no andan muy finos falla la sincronización así que la rueda delantera quedó clavada, resbaló sobre la gravilla y de pronto, me vi en el suelo mientras en el interior del casco seguía sonando una estridente música balcánica.

De pronto la nube de humo que me hacía ver el mundo a través de un cristal esmerilado se disipó de golpe y los aires de perdonavidas que me inundaban apenas una hora antes, acudieron a mi en tropel. Me levanté, me rasqué la rodilla con ademán despreocupado y miré alrededor para ver si alguien me había visto caer. No había nadie. Ni un coche, ni un espectador, ni una vaca. Después de apagar la música y quitarme el casco, levanté la moto con un pesado esfuerzo y con cara de resignación abnegada, comprobé los daños. En el fondo sabía que no le había pasado nada a la moto pero cuando vi el carenado rayado, la maleta que había vuelto a dejar a la luz un agujero de otra caída en Noruega y la defensa erosionada, me inundó una sensación certera que daba cuenta de mi idiotez. Tomé una amplia bocanada de aire e intenté arrancar. No hubo respuesta del motor. A cambio un silencio solo roto por la corriente del río se expandió como una mancha de aceite.

Lié un cigarrillo, hice pis en los arbustos y me quedé mirando la moto mientras me rascaba la cabeza con aire ausente. No me había visto nadie pero esto no dejaba de ser un Asunto de Mierda.

Derrape de la vStrom

La Ruta