Pushkar es una ciudad eminentemente espiritual. Su nacimiento es bastante sorprendente. Resulta que los dioses, tan faltos ellos de entretenimientos mundanos, se reunieron un día, hace muchos años, y soltaron un cisne con una flor de loto en el pico. Allí donde el cisne dejara caer la flor, vendría el dios Brahma y construiría un lugar de oblación, es decir, un lugar sagrado para hacer ofrendas. Es curioso esta querencia que tienen los dioses en general por las ofrendas, los sacrificios y esa necesidad atávica de que todos les rindan pleitesía y devoción. Yo, si fuera dios, aunque fuese uno de los pequeño, sería totalmente indiferente a ofrendas y rezos. Oídos sordos. ¿Sería, acaso, un dios tan poco perfecto que tuviese que reforzar mi ego con los halagos de los mortales? ¿Para qué necesitaría una cabra muerta, un coco con una cuerda o cualquiera de las ofrendas absurdas de los humanos? Más les valiera temerme y dejarse de fruslerías porque, en un ramalazo de mala leche, sería capaz de borrarlos a todos de un plumazo.
El caso es que el cisne, cansado de volar con una flor en el pico como un absurdo émulo de la paloma de la paz, soltó el loto en mitad del Rajastán, en India. Tuvieron suerte los dioses con su jueguecito porque podría haber caído la dichosa flor en medio del Mar Arábigo o en el Golfo de Bengala y no habría lugar óptimo para sus ofrendas. Pero sigamos con la historia, tal y como pasó. El loto tomó tierra y Brahma hizo un gran iagñá. Un iagñá, que ya se hacían hace 4000 años por aquellas tierras, es un ritual de ofrenda que se hace a las devas, las deidades benévolas del panteón hinduista. Al lugar lo llamó Pushkar, que significa «flor de loto azul». No fue demasiado original.
Claro que de todo esto me enteré después. Para mi Pushkar solo era otra ciudad atestada de gente en medio de un Rajastán ardiente que me mantenía sudoroso y fatigado la mayor parte del día. Paseaba en solitario por su calle principal, admirando santones de vida austera y pillos con cara de santón. De vez en cuando me detenía en cualquier puesto, dejándome asaltar por vendedores ávidos que creían que de verdad volvería por su tienda cuando les decía que «más tarde». Espantaba chiquillos petitorios y esquivaba vacas y terneros como en un encierro a cámara superlenta.
Me asomé a ver el lago y sus 52 gaths, los lugares donde los hinduistas se sumergen para purificarse en sus aguas sagradas. Allí al fondo, justo en el centro del lago, fue donde el cisne dejó caer la flor de loto. Los gaths, con sus peldaños enormes, no recibían mucha afluencia de fieles aquella mañana. Mientras miraba la vida pasar se me acercó un adolescente con cara de no haber roto un plato en su vida. Era un chico delgado, con la mirada limpia y la apariencia de un seminarista fumado. Irradiaba cierto halo de tranquilidad aquel muchacho así que, cuando me ofreció bajar al gath para hacer unas ofrendas a los dioses, me pareció lo más natural del mundo aceptar su invitación.
Me precedió durante unos metros y me dejó en manos de un sacerdote bramán, vestido de blanco y de aspecto inmaculado. Tendría unos 30 años como mucho. Nos saludamos uniendo las manos ante el pecho e hicimos una reverencia que, según mi modo de ver, me salió perfecta. A esas alturas del viaje ya andaba yo perfectamente imbuido de los asuntos locales así que, a nada que me esforzara, dejaría de ser un turista más y pasaría a formar parte de cualquier casta, adoraría a Ganesh con enfervorecida devoción o me soltaría a hablar inglés con la perfección como un sahib cualquiera. Pero no. Creerme indio no me convertía en indio y creerme otra cosa que un turista no me convertía en otra cosa que un turista. Por lo menos en Pushkar.
El bramán de manos suaves y andares delicados, me guió hasta el agua. Venía provisto de los pertrechos necesarios para una adoración como dios manda, si se me permite el chascarrillo; unos cocos, un cordón rojo y amarillo que me recordó la bandera catalana, una bolsa con unas piedrecillas blancas y unas flores de algún arbusto local. Me explicó que íbamos a proceder a un ritual sagrado mediante el cual tendría a la mitad de la población de Pushkar rezando por mí, por mi mujer, por mi hijo, por mis abuelos y por todo el santo elenco familiar durante un montón de tiempo. Una oferta así no se puede rechazar, por muy agnóstico que uno sea. Una cosa es no creer en dios y otra muy distinta tener a cincuenta o sesenta mil personas rezando a sus dioses por ti. No hay color.
Recen pues, pensé. El sacerdote, muy serio él, comenzó a recitar y a invocar, a Brahma, por lo que puede entender. Miraba al cielo con aires de súplica y compungido, humillaba la cabeza de forma alternativa. Luego nos agachamos y le rogamos a Brahma que le fuera bien a mi familia: a mí, a mi mujer, a mi hijo, a los abuelos… diciendo el nombre de cada uno de ellos. A todo esto yo me esforzaba por poner mi cara circunspecta de fervor religioso que, a base de años de no practicarla, se me había olvidado y solo me salía una mueca de entierro que no pegaba mucho con mi interior vacacional.
Así, fueron desfilando abuelos y abuelas, tíos, primos, sobrinos y demás familia para que Brahma tomase buena nota de toda la caterva parentelar y los colmase de bendiciones y virtudes. Después de unos veinte minutos, o más, todo aquello estaba empezando a cansarme pero me mantenía muy atento a las evoluciones del sacerdote porque lo veía sinceramente interesado en que mi alma tuviese un trato especial tanto en vida como en la muerte. Quizá todo aquello me reconfortase espiritualmente y, quien sabe, igual hasta encontraba una religión adecuada a mi espíritu libre.
Después de haber mojado las flores en el agua sagrada y habérmelas puesto en la cabeza, después de atar la cuerda al coco y hacer círculos con él sobre el agua, después de volver a implorar la benevolencia del Creador y de varios de sus adláteres, llegó el momento del cobro. Debí de poner una cara muy distinta a mi gesto de efusividad religiosa [su_pullquote]»Mil rupias son unos trece euros así que sentí como mis ojos saltones pugnaban por salir de las cuencas»[/su_pullquote]cuando el inmaculado sacerdote de piel bronceada (qué guapo era el muy ladrón), me dijo que la limosna para el templo ascendía a mil rupias por cada familiar. Mil rupias son unos trece euros así que sentí como mis ojos saltones pugnaban por salir de las cuencas y cómo la luz del Rajastán llegaba a mis pupilas con todo su esplendor. Bajo ningún concepto, le dije. Si Brahma me quiere salvar, bendecir e iluminar que lo haga de forma altruista pero no estoy dispuesto a pagar por ello. El apuesto sacerdote me dijo en tono conciliador que el dinero era para el templo, para ayudar a los pobres y para conservar el culto e, imponiendo con firmeza suave su mano morena en mi hombro se mostró dispuesto ha hacer una pequeña rebaja en nombre de Brahma.
Sin darme cuenta me había visto envuelto en una trama económico-religiosa y mi rostro de buen seguidor adoctrinado había mudado al de incauto turista. La situación comenzaba a tornarse un tanto embarazosa y yo sentía una vergüenza enorme por haberme dejado envolver en semejante patraña así que, con los labios apretados, saqué unos billetes de la cartera y se los di a aquel representante de la casta superior con aire resignado. Cuando ya me disponía a levantarme y hacer mutis por el foro con la firme promesa de no contar jamás semejante trance, el joven bramán me pidió más dinero. Esta nueva cantidad tenía como destino a su familia, a la que tenía que mantener. Dos mil rupias serían suficientes.
En aquel momento me invadió cierto acceso de ira que, de nuevo, me avergonzó porque no es eso lo que se supone que tenga que provocarte un ritual de este tipo. Entonces volvió a hacer entrada en escena el ayudante, que hasta el momento se había mantenido en un discreto segundo plano, y me entregó unas bolitas de azúcar que debía mantener en el bolso para hacer luego no sé qué. Desde luego, si era usarlas como ofrenda a un ser superior en alguno de los miles de templos de la India, iba listo porque no tenía intención de mantener relaciones afectivas con ningún dios en lo que me restaba de vida. Quizá con Ganesh, que con su desproporcionada cabeza de elefante me parecía muy simpático. Además había visto unas postales de este dios en actitudes pornográficas que me resultaban de lo más atractivo. Con esa trompa no es de extrañar.
Apocado y superado por el rubor, aflojé quinientas rupias más y subí las escaleras del gath sintiéndome bendecido, con la satisfacción de haber puesto a rezar a un montón de gente por el bien de mi familia y sabiéndome muy idiota. Me zaherí con insultos durante un rato y volví a sumergirme en las calles de Pushkar haciendo la nota mental de lo que me había costado aquella tontería.
¿Qué conclusión extraje de todo aquello? Que soy idiota. Un absoluto incauto que se las da de precavido y que, a las primeras de cambio, los dioses le recuerdan quien es.
Don Roberto Naveiras , un nuevo dios en el panteón : Ganesha pero con cara de tonto
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:D :D :D :D :D :D :D … Roberto, eres un crack!
quien este libre de pecado…..
Pues sí. El que no haya caído como un guiri alguna vez es que ha viajado poco :-D