La ruta discurre tranquila, como casi siempre. Una curva en la umbría, un arroyuelo que se precipita estrepitoso a mi derecha, un puente bacheado… y ellos, los árboles, observándolo todo en silencio.
Los castaños son los más alegres. Me saludan al pasar y me preguntan de dónde vengo y a dónde voy. Se parten de risa. Todo les hace gracia. La vida para ellos es una sucesión de acontecimientos singulares y jocosos. Aún no he llegado a comprender el porqué y ellos tampoco han sabido explicármelo. Hablan raro y no entiendo todo lo que dicen.
También están los abedules. Siempre jóvenes, siempre con su mirada curiosa, preguntándolo todo y deseándome buen viaje. Los castaños nunca te desean buen viaje, les da igual. Pero los abedules si. Se preocupan por ti. Cuando son viejos siguen pareciendo jóvenes y curiosos. Sólo entonces dejan caer el extremo de sus ramas en dirección al suelo, oscilando suaves con cada soplo de brisa. De todos los habitantes del borde de la carretera, los abedules son mis mejores amigos.
Luego están los ejércitos arbóreos: los pinos y los eucaliptos. Los pinos son altivos, serios y pragmáticos. Se creen más importantes que el resto de los árboles porque crecen en líneas bien rectas. Da igual que tengan sus ramas más bajas rotas o que, entre sus filas, haya hermanos muertos que muestran su esqueleto reseco y blanquecino; ellos siguen mostrándose marciales, ascendiendo por las laderas pensando que cumplen una importante función. A veces, desde la moto, les pregunto qué función es esa tan importante pero no contestan. Se limitan a ignorarme con su mirada puesta en en la ladera de enfrente. Da igual que, por abandono, formen un ejército de muertos vivientes; su orgullo de raza superior no les abandona nunca. Ni siquiera algún ejemplar egregio que, apartado de sus congéneres vegeta al lado de la carretera se muestra más sociable. Más bien al contrario, son como generales que controlan al resto de la tropa.
Y lo mismo sirve para los eucaliptos, solo que estos son como un ejército de segunda categoría. Se saben inmigrantes no bienvenidos pero necesarios. Recios, creciendo a pesar de que las plagas los pelan un día si y otro también. Tampoco me hablan. Se limitan a maldecir su inmundicia y a desear que llueva para poder limpiarse las ramas de gorgojos y larvas. Nunca suelo dirigirles la palabra.
Desciendo con la moto por esta carretera serpenteante, escuchando el murmullo quedo de la arboleda y observando el paisaje cambiante. Y el paisanaje.
Aquí abajo, cerca del río, me encuentro con un grupo de chopos. Discuten entre ellos y apenas si reparan en mi presencia. El tema de hoy es la sequía de hace cinco años, temen que se repita. Al llegar junto a ellos una ligera brisa levanta algunas hojas del suelo y todos se ponen a temblar. Sus hojas titilan y, al momento, todos callan. Son muy miedosos. Cualquier cosa, por nimia que sea, es motivo de pánico.
Junto al puente hay un roble. Los robles siempre dan consejos y suelen estar preocupados por el viajero. Los más jóvenes parecen viejos y los viejos parecen eternos. Su copa, redonda y globosa, representa lo majestuoso del bosque. Pero son humildes. Son buenos. Todos los robles tienen la sabiduría intrínseca de la Naturaleza y por eso me gusta pararme a escucharlos. Detengo la moto y, en silencio escucho todo lo que tiene que decirme. Son buenos consejos, íntimos. Los guardo en un rincón recoleto de la mente para que afloren cuando más los necesite.
Hoy a la moto también le ha dado por hablar. No entiende esta relación enfermiza con los árboles, me quiere sólo para ella pero, a la vez, sabe que eso no es posible. Ella es cosa y los árboles son seres.
Aquí abajo, deseando lamer la corriente del río, hay unos fresnos. Los conozco bien. No son fresnos comunes, son fresnos de hoja estrecha, una reliquia del pasado, una población relicta fuera de lugar. Saben que lo sé y les alegra que lo sepa. Son un poco reservados pero les gusta charlar de nimiedades cuanto tienen un poco de confianza. A veces me da la impresión de que son un tanto lerdos. Quizá sea porque se sienten desplazados, porque saben que, en el fondo, este no es su lugar. Les pasa un poco como a los eucaliptos solo que los fresnos llevan más tiempo aquí. Se sienten muy halagados cuando me fijo en sus yemas marrones. Son su marchamo de identidad.
La moto se muestra cada vez más suave. Está celosa, lo sé. Ronronea mimosa, me saca de cada curva con empuje firme, trazando por el lugar exacto. Ahora acelera, loca, brincando un poco en cada bache y frenando con precisión japonesa a la entrada de cada curva. Tantos mimos me ablandan y le dedico una sonrisa sincera. Que zalamera eres!
He dejado atrás el río encajonado, el valle sinuoso y fresco, y asciendo a media ladera. Este es el reino del brezo. Todos lucen su manto de flores color púrpura y todos se afanan por hablar a la vez. Los brezos son como viejos cotillas. Apenas si dicen nada importante pero todos creen que lo que dicen sienta cátedra. Se empujan, se pelean y solo se ponen de acuerdo cuando llega el fuego. En ese momento saben que se termina un ciclo que que tardarán unos años en volver a ser lo que hoy son. No hay forma de hablar con ellos.
Pasamos una zona umbría y vuelven a aparecer los castaños. Se afanan en cruzar la carretera en pos de sus compañeros de la otra orilla. Poco a poco lo han conseguido. Forman un túnel en el que penetro aspirando el aire fresco. Huele a primavera, a musgo y a humedad. Ellos están felices. Se ríen, cantan. Han sido varios años de crecimiento pausado hasta formar esta cueva llena de magia y ahora lo celebrarán hasta que se mueran. Me contagian su risa. La moto tose. Está celosa.
Al lado de una casa hay un sauce llorón. Sus ramas casi llegan hasta el suelo como la melena de un jipi. Al pasar mueve su cabellera en pos de nuestra estela, parece querer viajar con nosotros. Lo ha hecho sin decir nada y he podido sentir su hálito en la nuca. Creo que me ha dado un poco de miedo. Acelero y miro por el espejo. Puedo sentir su ira y ver como mueve, histérico, sus ramas. Está lleno de odio y de complejos. La siguiente curva me lo aparta de la vista y me siento aliviado.
Aún no se me ha pasado el desasosiego cuando me topo con algunos frutales. Nada les importa. Ven la vida pasar sin plantearse ninguna cuestión filosófica. Son simples. Tampoco me hablan.
Estoy llegando a mi destino y, en la subida, un enorme pino gime al lado del arcén. Una cicatriz enorme recorre su tronco de arriba a abajo. O de abajo arriba, con estas cosas nunca se sabe. Ha sido un rayo. Su carácter, recio y castrense, le impide mostrar queja alguna pero su gesto le delata. Intenta decirme algo pero solo unas palabras ininteligibles salen al aire. Es un viejo general herido de muerte.
Aparco la moto, toco con suavidad el depósito y da un respingo. Ha sido una buena ruta, verdad?
Deja tu comentario