estambul

Escuchar canciones tristes despierta emociones positivas”, según acabo de leer en el blog de la psicóloga Ana Muñoz. Ahora me explico por qué, hace cuatro días, regresando de Turquía por una aburridísima autopista me dio por cantar canciones tristes.

La mañana, pegajosa y anodina, avanzaba con la misma lentitud que mi recuperación anímica. Después de una noche de vino y sicotropía, las mañanas siempre avanzan de forma penosa y queda, así que rodaba armado de paciencia y resignación, con el sabor del ibuprofeno como un recuerdo en mi garganta. Son esos días en los que la pereza que da manejar la moto te hace pensar si no te habrás equivocado al escoger vehículo.

Sin embargo, a pesar de que mi juventud ya no es lo que era, aún me jacto de recuperarme con cierta facilidad de estos lances festivos, sobre todo desde que dejé de fumar. En cuestión de una hora ya se había apoderado de mi ese otro sentimiento tan tonto que te asalta cuando vas en moto y que hace que vayas con una sonrisa bobalicona en el rostro. Repantingado, sonriente y feliz, aún me quedaba energía suficiente para encarar los más de mil kilómetros que tenía por delante antes de dar por finalizado el viaje. Y me puse a cantar.

Después de nanas dulces y empalagosas vinieron a mí los tangos más tristes que conozco. Las letras llegaron sólidas, con nitidez, incluso las de aquéllos que ya daba por olvidados. Canté a voz en grito, con el alma desnuda, sintiendo como mía cada una de aquellas tragedias lunfardas, sintiendo muy dentro los amores atormentados, las traiciones pasionales y las confesiones sentidas. A conciencia pura, con una mueca de desprecio o cerrando el puño fuerte sobre el acelerador, acompañaba la letra mientras cantaba. Si el tango requería un lance de chulería bonaerense sacaba pecho, alzaba la cabeza y cantaba con más deje porteño. Si los requiebros de un amor herido hundían sus garras en lo más hondo de un corazón maltrecho, bajaba la voz y cantaba a media luz, en un puro susurro. Cuando llegó la traición tan conocida que nos brinda un mal amor se dibujó en mi rostro la mueca de la amargura y secretamente solo, en mitad de un páramo desarbolado, me inundó la rabia.

Y disfrutaba. No sabía por qué pero estaba disfrutando de mi soledad y de mis canciones tristes, de mis tangos melancólicos y deprimentes, de la voz quebrada que, como una estela, quedaba desparramada por la carretera. Los ojos se me inundaron de lágrimas. Sentía cada una de aquellas emociones tan dentro de mí que era como si yo mismo las hubiese escrito. Me vi sentado en un bar, esperando a que la orquesta tocara “La que se fue”, hundiendo mi puñal en las carnes de mi amada en “De puro guapo” o mirando un espejo empañado con “Mi noche triste”. Canté lo más triste que conocía, lo más sombrío, y mientras lo hacía me sentía dichoso y feliz.

Hasta hoy no sabía a qué se debía esa dicotomía. ¿Cómo es posible sentirse contento mientras cantas canciones tristes? Esta ambivalencia de sentimientos nos la explica Ana Muñoz: son emociones vicarias. No las sentimos directamente a través de una vivencia sino a través de la música y por ese motivo no resultan amenazantes. Estas emociones nos ayudan a conocernos y al experimentarlas un entorno inofensivo resulta agradable sumergirse en ellas.

Déjame susurrarte al oído aquello de” fue a consiensia pura que perdí tu amor…”

Como remate, os dejo una pequeña playlist con alguna de las canciones que se comentan en esta entrada.