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En el año 1994 ya tenía la Suzuki Intruder 1400, una auténtica bestia de cuatro marchas, con bajos de camión y con la que necesitabas decenas de metros para realizar la frenada en caso de apuro.
Por aquel entonces mis salidas en manada estaban divididas entre dos grupos, los “formales” y los bestias. Los bestias no realizaban salidas de gran kilometraje a menos que la ocasión fuese muy, muy importante y eso sucedía una vez cada cuatro años, más menos. Por el contrario, los formales, salían durante casi todo el año y sin importar la distancia, lo cual, viviendo en Asturias no deja de tener su mérito.
En aquella ocasión la cita era en marzo, en Marbella, 1100 km para ellos y 1350 para mi.
A las 6:30 de la mañana 12 motoristas estábamos en un bar de Avilés tomando café, (Moya estaba de doblete y tomaba güisqui, iba de paquete) y, en mi caso, maldiciendo por la situación meteorológica, lluvia torrencial y constante en los valles y nieve en los puertos. Discutimos un rato sobre la conveniencia o no de subir Pajares con la que estaba cayendo o, por el contrario, ir por la autopista del Huerna y evitar el puerto.
Mi opción era la segunda porque, por aquel entonces la lluvia me repateaba demasiado. Parecía que se había impuesto la cordura de modo que rodábamos tranquilamente en dirección al Huerna para no subir a ver la nieve en Pajares. Pero al llegar al desvío veo que los compañeros que llevo delante salen de la autopista y se dirigen al puerto.
Resignado, (qué remedio), los sigo y comenzamos la ascensión bajo los primeros copos de nieve del día. Conforme ascendemos voy apretando el culo, acongojado porque veo como la nieve va cuajando en la carretera y para mi esa situación era totalmente novedosa. Además, mis dedos comenzaban a perder sensibilidad debido al frío y la enorme pantalla de la Intruder no desalojaba el agua helada. La situación se comenzaba a complicar y aún no habíamos llegado a la provincia de León.
A media ascensión tuve que hacer una parada para calentar las manos en el motor, pero el frío era tanto que cuando las manos comenzaron a entrar en calor, se me había quemado un dedo del guante izquierdo. Maldiciendo y acordándome de las madres de los inconscientes que abrían la marcha, seguí subiendo deseando alcanzarlos pronto para decirles cuatro cosas. Mientras subía me crucé con la quitanieves que bajaba e inmediatamente detrás la Guardia Civil que se quedaron mirando extrañados a aquellos locos en viaje a, seguramnete, ninguna parte. La capa de nieve por aquel entonces ya alcanzaba los dos o tres centímetros, suficientes para hacer la carretera peligrosa y para que mi sufrimiento fuera en aumento.
Cuando por fin llegué al parador de la cima lo primero que pregunté es que si estaban tontos o qué. Risas.
A partir de aquí, la nieve fue dejando paso a la lluvia y el granizo, lo cual, después de lo pasado, era para mi un alivio.
Los kilómetros se sucedían a un ritmo exasperadamente lento, con continuas paradas para que las diferentes custom pudiéramos repostar, de modo que adelantábamos a los mismos camiones una y otra vez. A mi esto ya me estaba dando un poco de vergüenza, se supone que éramos unos rudos moteros que viajan sin descanso, a los que ningún ser vivo puede adelantar.
La pantalla de la moto seguía dándome la lata. A través de ella no conseguía ver bien la carretera de modo que casi todo el tiempo iba con el cuello estirado mirando por encima, alternado esta postura con otra no menos ridícula, sentado en el escalón del asiento y la puntera de las botas en la estribera. Un suplicio.
A la salida de un túnel, en León, pasé por encima de algo blando y comencé a obsesionarme con la posibilidad de que alguien hubiese atropellado a una persona y yo hubiera pasado por encima. La sensación de haber pasado por encima de un cadáver era muy fuerte y la obsesión fue en aumento hasta que propicié una parada técnica para comentar el caso, que no consegia quitarme de la cabeza. Afortunadamente uno de los compañeros se había fijado en que había pasado por encima de un perro. Un buen salto.
En la provincia de Segovia, sin haber abandonado nunca la lluvia, ésta dio paso al granizo y luego a la niebla. El viaje se estaba convirtiendo en algo realmente difícil de soportar.
El puerto de Los Leones, estaba imposible y aquí por fin sí se impuso la cordura porque era obligatorio el uso de cadenas para subir, de modo que nos metimos a la autopista de peaje, pasando el túnel de Guadarrama. Sorpresa. Al salir del túnel dejó de llover y cruzamos Madrid por la M30 en seco. Se me hizo raro rodar con buenas condiciones meteorológicas después de horas de suplicio. Nada más abandonar el área metropolitana de la capital decidimos parar a comer en una estación de servicio. Eran las dos de la tarde. Llevábamos casi 7 horas rodando y solo habíamos cubierto la mitad del trayecto. Deprimente.
Después de comer seguimos ruta y de nuevo la lluvia hizo acto de presencia. Toledo, Ciudad Real, y Córdoba, donde volvió a sorprendernos la nieve y las gélidas temperaturas. Para esas horas el grupo ya se había disgregado, rodando cada uno a su ritmo sin saber nada de los demás. Durante unos kilómetros apreté el ritmo, creyendo que los demás iban delante. Después de un rato decidí esperar una media hora, por si venían detrás. Nada. Ni rastro de nadie.
Cuando entré en la provincia de Málaga, a unos 80 km de la capital, decidí parar a repostar y a tomar una decisión porque mi cuerpo no podía más. Estaba derrotado, tanto moral como físicamente. La tensión del viaje en esas condiciones, la postura incómoda a causa de la pantalla, el frío, la lluvia y la humedad en todo mi cuerpo me decían que debía parar.
Mientras descansaba sentado debajo de un teléfono hablando con mi chica, intentando animarme, apareció uno de los integrantes del grupo, Salva del Scratch, que por aquellas fechas tenía una Intruder de 600. Le comuniqué mi intención de abandonar en aquel punto, me quedaría a dormir en la gasolinera, que no cerraba por la noche. Me montó una bronca del copón porque el hotel estaba pagado y, para él, eso era motivo suficiente como para llegar a Marruecos si fuera necesario. Afortunadamente había dejado de llover y después de secarme y entrar en calor con el secamanos del baño decidí sacar fuerzas de flaqueza y continuar con él. Al menos haría el resto del viaje acompañado puesto que llevaba solo toda la tarde y eso también me estaba quemando. Ya había anochecido
A partir de aquí, sintiendo la cercanía de nuestro destino y sin lluvia el viaje se hizo un poco más llevadero, aunque ahora uno de los focos supletorios de largo alcance, (ilegales, off course),
comenzó a aflojarse para deslumbrar a los conductores de la otra calzada de la autovía, para alumbrar a las estrellas o para señalarme las líneas discontínuas, dependiendo de la fuerza con que le diera la patada para ponerlo en su lugar.
Al llegar a Marbella comprobamos que habíamos sido los primeros en llegar. Y yo dándole caña por Toledo para alcanzarlos…
Eran las 11 de la noche del jueves y aún nos quedaron fuerzas para salir a cenar y tomar un café después de una ducha reparadora.
Lo que la concentración dio de sí, es harina de otro costal pero os recuerdo que ésta, junto con la de Santiago y la de Pingüinos eran, or aquen entonces, las tres grandes, las estrellas..
El viaje fue, con mucho, el peor que he realizado nunca, pero como reza el título de este blog, “el destino es lo de menos” y después de doce años guardo un grato recuerdo del mismo.