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El título de la crónica es un poco brusco y quizá se aleje un poco de la realidad que he vivido o quizá no…. no sé. El caso es que llevo muchos años en moto, haciéndo km. y acudiendo a concentraciones de todo pelaje. Hace años que he ido abandonando lo de las concentraciones, ya que para mi no es lo mismo. O quizá es más de lo mismo. El caso es que desde hace unos años les he ido perdiendo el gusto a este tipo de eventos.
Pero son muchos años oyendo hablar de ello, que si Pingüinos esto, que si lo otro, que si la hermandad que se vive, el buen ambiente, la «movida». Muchos años pero, hasta la fecha, no me había picado el gusanillo de ir. Y no era por el frío, no. Ni por la distancia, ni por.. simplemente que ni me lo planteaba. Hasta este año que, aprovechando el 25 aniversario, me dije a mi mismo… – «Y qué le vas a contar a los nietos si no vas a los Pingüinos? Esto ya es un hito histórico en el mundo de la moto,»-
Dicho y hecho, el sábado 14 cargué la moto con la tienda y el saco y con toneladas de ilusión y me dispuse para acudir al evento. Ilusión he dicho? Si, demasiada.
A los 500 metros de casa ya se me habían empañado las gafas y la pantalla del casco a causa de la niebla que impedía ver más de cuatro metros delante de la rueda. Y también me impidió ver dos coches que, parados cada uno en su carril, charlaban distendidamente, (los conductores, no los coches), supongo que de lo espesa que estaba la niebla esa mañana. Con el culo apretado y visualizando el golpe que le iba a endiñar por detrás a uno de ellos, apreté la maneta y pisé el pedal del freno con la esperanza de que la moto se detuviese. Vana esperanza porque la distancia que me separaba del coche era muy poca y la moto ya empezaba a dar muestras de que se iba al suelo si no soltaba los frenos. En un último ramalazo de lucidez, o de sangre fría, solté todo e intenté el paso entre los dos vehículos, eso sí, sin dejar de tener el culo apretado e imaginándome como iban a quedar las puertas de los coches, porque era imposible que pudiera pasar por aquel espacio reducido.
Pasé.
Arranqué un retrovisor de uno de los coches con la maleta de aluminio pero pasé. Inmediatamente tuve que parar porque el subidón de adrenalina se hizo patente y, como se suele decir, ya no me llegaba la camisa al cuello.
Primer susto superado «cum laude».
Comencé la ascensión al Puerto do Acebo, que separa las provincias de Asturias y Lugo, dejándo atrás la niebla y disfrutando de una fría, pero soleada mañana de invierno, ideal para rodar en moto hasta el fin del mundo. Además me dirigía a los Pingus, se podía pedir algo más? Pues si, se podía.
Al negociar las primeras curvas la moto parecía como si se me fuese de atrás. Primero pensé que era el viento, pero enseguida vi que no se movía ni una hoja. Luego se lo achaqué a las maletas de Touratech, que estaban de estrena para ese día. Quizá sea una cuestón de aerodinámica, de proporciones, de centro de gravedad… en esas estaba cuando al entrar en una curva de derechas, de esas umbrías tan bonitas en verano y tan traicioneras en invierno, la moto se me fue de delante y me fui al suelo.
Mientras me arrastraba con ella, con la bota aprisionada entre el asfalto y la defensa de la Teneré, pensaba que el viaje a Boecillo había durado 15 km, todo un record para mis primeros Pingüinos. Cuando la moto y yo nos detuvimos y pude liberar el pie comprobé que yo no tenía daños. Ni susto, ni los nervios típicos de después de un accidente, ni nada. El motor dejó de sonar y el silencio sustituyó la banda sonora que debía de acompañerme en mi viaje.
Silencio. Silencio y perplejidad. Me encontraba solo, en mitad de la carretera mirando a una moto que estaba tirada en medio de una curva totalmente helada y en la que a duras penas me mantenía en pie. Y silencio roto cuando me quité el casco y maldije en voz alta con palabras que no me atrevo a reproducir aquí. De dónde coño había salido ese hielo tan, tan.. transparente?
Con grandes dificultades puse la moto en pie y comprobé su estado. Afortunadamente el parte de daños se reducía a un tornillo de sujección de la maleta perdido y el soporte de éstas doblado. También una de las maletas presentaba una considerable abrasión en una esquina. En cuanto a mi ropa, la capa de hielo era tan espesa debido a la acumulación de agua, que ni siquiera se me salió un hilo. Simplemente me desplacé por la superficie helada como un patinador ruso, solo que debajo de una moto.
El siguiente kilómetro lo hice en segunda, con las piernas abiertas y los pies cerca del suelo, preparado para la siguiente pista de patinaje que, afortunadamente, no llegó.
A los 16 km parada técnica en A Fonsagrada, en el taller para reponer el tornillo y enderezar un poco las maletas y una hora más tarde ascendía Pedrafita do Cebreiro, con la nieve jalonando los márgenes de la autovía y haciendo que mi culo volviese a la posición de «prevenidos».
Los kilómetros se sucedían y mis dedos, a pesar de estar metidos en unos guantes de goretex, thinsulate y a su vez protegidos por una especie de cubremanetas comenzaban a entumecerse y a perder tacto. Por cierto, los cubremanetas o manoplas, o como se llamen, las compré en una ferretería del pueblo y son de los años 60 o 70. Forraditas de borreguillo por dentro parecía que iban a ofrecer un confort fuera de toda duda. El tiempo me demostró que , si bien no eran inútiles, tampoco aquello era jauja porque las había tenido que cortar para poder instalarlas en la Teneré y su efecto se había disipado un poco.
Las paradas, escasas, como cada vez que viajo en moto. El tiempo imprescindible para repostar y otra vez a la carretera. El caso es que nunca tengo prisa, ruedo a 120 o 140 km/h, pero no me gustan las paradas, creo que hecho de menos la moto en cuanto me bajo de ella. Repostar y a la ruta de nuevo, ni café, ni caldo, ni nada que me haga perder ni un minuto de carretera. Como disfruto esa sensación del viaje. Ese rodar solo, sin paradas y sin prisas pero, sobre todo, sin pausas. No voy a decir que sea una experiencia extracorpórea, ni que me sienta sublimar, ni nada de eso, pero.. como disfruto. Por el contrario, cuando voy sin rumbo suelo parar bastante, disfrutando de cada recoveco. Una foto aquí, un café allá.
Desde el páramo leonés, donde, por cierto, había una temperatura inmedible por lo baja, me acompañó la lluvia hasta una anodina y aburrida gasolinera de un anodino y aburrido poblacho vallisoletano del que, por supuesto, no recuerdo el nombre. Seguro que era «Algo de Don Fulano», al más puro estilo de los nombres castellanos.
Al llegar a Tordesillas me extrañó no ver ni una sola referencia a las concentraciones de motos que se celebraban. Qué menos que un cartelillo en un puente peatonal, o una indicación en un desvío… nada. Ni siquier
a en dirección Valladolid ví nada que me indicase hacia dónde tenía que ir. Así las cosas llegué a la capital vallisoletana después de haberme pasado el desvío. Le pregunté al primer motero que vi parado en un semáforo, un aburrido propietario de una R que me contestó con tono lacónico y que no dudó en dejarnos atrás, a mi y a los otros tres o cuatro que le seguíamos, en cuanto olisqueó via libre después de tres rotondas. Mal que bien fuimos acercándonos a Boecillo, y yo seguía sin ver indicaciones de la concentra. Sabía que estaba sobre la pista buena porque aquello estaba plagado de motos, pero ni una sola indicación hasta llegar a la entrada del campamento pingüinero.

 

Una vez allí entré en el recinto como Pedro por su casa, sin que nadie me pidiera ningún tipo de identificación, cosa que fué así durante los dos días. La cosa era rara. Parecía un poco extraño que no fuese necesario inscribirse para entrar. En otros eventos en los que había estado, por ejemplo Faro, el férreo control del equipo de seguridad impedía la entrada de «espontáneos» al interior del recinto. En fin, después de preguntar por el chiringuito de las inscripciones, lo encontré a la entrada, poco señalizado como descubrí que sería la tónica general.
Me inscribí, por aquello de llevarme la medalla para enseñar a los nietos que no por ser un trámite necesario y planté la tienda en la peor de todas las posibles ubicaciones. Por estar al lado de un asturiano que conocí por internet, me instalé en su campamento, justo entre la carretera general y las carpas de los discobares. Y mira que había espacio en «El Pinarón».
El resto de la tarde la dediqué a vagar por el pinar, a conocer gente y a escuchar los halagos que se hicieron de mi moto. Que si la estética impresionante, que si vaya maletonas, que si qué marca es, que si venía de Dakar…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una vez el ego se hubo hinchado covenientemente, me fuí a comer un bocata, que se me había pasado la hora de comer y no me acordaba!!
Me sorprendió, de forma muy desagradable, comprobar como algunos de los asistentes quitaban los escapes a sus monturas para dedicarse luego a hacer cortes de encendido. Supongo que les parecerá muy rítmico y armonioso, pero no pude dejar de desear, al menos por un instante, que se produjeran algunas gripadas. Tampoco me hicieron gracia los niñatos de los ciclomotores, a toda leche por entre las tiendas de campaña y, en general, tocando los cataplines a los que, como yo, vamos a disfrutar de la moto y del ambiente desde un plano más… discreto. Eso sí, en las normas decía bien clarito que no se iban a tolerar comportamientos incívicos…
Ya después de cenar me fuí a la plaza, para ver a Barón Rojo, mis ídolos de cuando estaba en la escuela y en el insti. Antes tocó un grupo que no conocía y después de estos soporté pacientemente la actuación de unas brasileñas que estaban muy buenas.

 

 

La cosa no daría para más que un comentario si no fuera porque las brasileñas en cuestión eran un auténtico tostón cuyo único mérito era lo buenísimas que estaban, sobre todo la más joven. Eso sí, la estúpida y forzada sonrisa que lucieron durante la hora larga que duró su actuación les restaba mucho atractivo. Luego, uno de los miembros de la organización, con una más que evidente carencia de sentido del ridículo, animó a subir al palco a toda la parentela de las brasileras que estaba entre el público y, por si eran pocos, a un señor de Murcia que se parecía a Leonardo Dantés y otro de Valladolid que parecía el propietario de una Goldwing, seguramente de esas que llevan neones, lucecitas tipo nave Enterprise y sirena de policía. Fué, con mucho, lo peor de lo peor que he visto en concentración alguna, todo ello aderezado con los comentarios insustanciales y bobos de uno de los, me imagino, popes del motoclub. Visto lo visto, me dediqué al drinking con unos simpáticos muchachotes de Algeciras, a los que mando desde aquí un saludo. Después de eso, alguien me dió unas caladas de unos porros y ya no recuerdo más.
En la tienda, conseguí dormir gracias a los tapones de los oídos, me desperté a las 8 de la mañana, desmonté todo y me fuí porque mi mujer me envió un mensaje avisándome de nieve en frente de casa, (900 m.s.n.)
En la ruta de vuelta me acompaño la nieve desde Benavente hasta Pedrafita, especialmente profusa en el Puerto del Manzanal, (León), donde la niebla y la nieve se aliaron para joderme, empañándome la pantalla y las gafas. A causa de esto tuve que circular mucho tiempo con la pantalla entreabierta y la cara en estado de semicongelación, con el moco en el portal de la nariz asomando continuamente a ver que tiempo hacía.
El resto es historia.
A modo de resumen diré que la concentración está bien, pero que no es para tanto. Faro, tal y como comenté antes, le da mil vueltas a nivel organizativo y detalles como el que el recinto esté abierto a no inscritos o al público en general no me parecen ni medio normales. Podría incluso perdonar el patético espectáculo de las brasileñas en tanga bajo las gélidas temperaturas que, aunque totalmente fuera de lugar daba color, pero el que me conviertan en un espectáculo a mi sin avisarme ya no me gusta ni un pelo.
Supongo que deposité demasiada ilusión en un evento que se ha convertido en una búsqueda de récords, en una feria. Si, seguro que la culpa es mia.