Ayer vino Juan y nos fuimos de ruta. Conozco a varios Juanes muy entrañables, de esos que querrías tener siempre cerca. Es como si, en lugar de hablar contigo, te entregasen sus palabras. Como si las dejasen libres en el aire para que se posen en ti como una pluma. Sin peso y sin pesar.
Cuando iba a buscar a uno de estos Juanes, no demasiado lejos del culo del mundo, pasé por las mismas carreteras que transito una y otra vez; callejuelas de segundo orden que parecen no llevar a ninguna parte. Pero sí que te llevan a algún sito. Te llevan a pensar, a veces a reflexionar sobre la existencia misma. Y son hermosas. Sobre todo ahora, vestidas con el manto del otoño y oliendo a humedad y a hongos.
Ayer me sentí doblemente afortunado. Primero por poder salir con la moto. Era una dicha simple, más o menos como alegrarse por tener dos brazos y dos piernas para no caerse del vehículo. Ya se que no tiene mucho sentido alegrarse de tener dos brazos y dos piernas pero, si no los tuviera, seguro que desearía tenerlos. Creo que me estoy liando.
La una, una dicha simple, básica y primigenia, alegrarse de estar vivo. La otra era una alegría más circunstancial, más ligada al hecho de estar bajo los castaños o de ver, al otro lado del río, los jirones de niebla que se desgajaban de entre la arboleda reconfortados y libres. Parecían salir purificados. Casi como yo cada vez que emergía de la umbría para volver a fijar mi vista en el fondo del valle.
O quizá por el aire frío de la tarde.
O por todo, quién sabe. Cuando uno se sube a la moto, sin saber muy bien cómo ni porqué, le sobreviene un estado mental que lo predispone al goce. Y todo parece tomar una nueva dimensión. Y lo que antes era sencillo ahora lo es aún más. Y captas la esencia misma de las cosas. Y comprendes los porqués, los comos y los cuandos.
Y, como digo, me sentía muy afortunado reflexionando, tomando curvas y pensando en mis cosas. Y caí en la cuenta de que, esa idea recurrente y obsesiva que a veces me atenaza, quizá también tenga su lado positivo. Me refiero a eso de lo que hablo tantas veces, el despoblamiento rural y el abandono. Siento mucha tristeza al comprobar que los pueblos quedan abandonados, lo explicaba, con más o menos acierto, en “Y me hice un Regalo Triste”. Asistir al declive de tu tierra, de la muerte de un sistema de vida y de una forma de entender las relaciones sociales no es agradable. Los últimos moradores nos convertimos en viejos prematuros, habitantes de la nostalgia con la vista puesta en un pasado que no ha de volver. Añoranza. Melancolía acentuada por las tardes de otoño en las que los jirones de niebla se desgajan, perezosos, de entre la arboleda.
Sin embargo ayer, encima de la moto, todo tomaba otro cariz. La despoblación me permitía disfrutar, sin ambages, de este medio rural tan mío. De estos montes de castaños y de robles dorados. De la niebla, que también es mía. Y del olor humedad y a frío, porque el frío también huele y también es mío. Y al sentirlo todo tan mío y tan dentro acertaba a comprender la esencia misma del valle sin humanos que lo habiten. Y aún sentía más apego por él.
Y en esos momentos de soledad dentro del casco, me tengo envidia a mi mismo por formar parte del paisaje y del paisanaje y me importa un carajo si la zona queda desprovista de seres humanos o si la palma el último anciano de la última casa del último valle. Aquí estoy yo, plantado con mi moto en medio de toda esta belleza como si fuera el único ser humano que puebla la tierra.
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