Salir de Delhi fue relativamente sencillo, sobre todo si tenemos en cuenta de que uno de los mecánicos del taller donde habíamos alquilado las motos nos guiaba como parte del servicio contratado. No es que sea muy complicado dejar la ciudad pero se agradece llevar a un nativo que te guíe. Además venía incluido en el trato, como la bendición religiosa o las decenas de papeles que tuvimos que firmar.
Lo de la bendición es cosa del señor alquilador, que es muy de protocolos y parafernalias. El día que acordamos el alquiler nos emplazó para el día siguiente temprano, con el objeto de cumplimentar todos los documentos necesarios, revisar las motos y comprobar los repuestos. Por cierto, la ley obliga a las empresas de alquileres de motos a dotarlas de una serie de repuestos que van desde las bujías a los cables freno, pasando por filtros, piñones, discos de embrague, cámaras y todo lo que pueda ser necesario en caso de avería. Lo cierto es que no sabría decir si todo aquel material me daba seguridad o me proporcionaba una intranquilidad nerviosa, al fin y al cabo tanta previsión me inducía a pensar en que la moto se podía romper en cualquier momento.
No escogimos la empresa más barata, ni siquiera la que nos había recomendado Raúl con toda su buena fe; después de haber perdido varias horas desamparados, dando vueltas en el metro, la tarde se nos echó encima y no hubo tiempo para mirar más opciones. Así las cosas no fuimos a otro taller que era el más caro de todos pero que nos ofreció bastante confianza. El dueño es un sij de barba larga y poblada y usa un turbante de esos que parece que comprimen la cabeza hasta constreñir todas las ideas. Habla en un inglés correcto y pausado y desde el primer momento me recordó a mi padre con lo que me ofrecía una confianza extra. Nos explicó, paso a paso y con paciencia infinita, los trámites necesarios y, a pesar de que veníamos de recorrer los Himalayas en moto, nos enumeró los intríngulis del tráfico y la peculiar conducción del país.
Además celebró la bendición de la motos y nos encomendó a algunas deidades del panteón hunduista. Ganesha, el hijo de Shivá y Parvatí, nos proporcionaría buena suerte y eliminaría cualquier obstáculo de nuestro camino y Saraswati nos daría la sabiduría necesaria para llegar a buen puerto. Del resto de invocaciones no conseguí desvelar nada más porque el señor Singh emitía su diatriba en hindi y me resultaba totalmente incomprensible.
Las cinco Royal Enfield sonaban redondas y perfectas y pronto nos vimos saliendo del populoso estado de Haryana para entrar en el Rajastán. El calor sofocante no nos abandonaba pero haber dejado atrás la highway atestada de tráfico e internarnos en la zona rural supuso reencontrarnos con la India más auténtica. El colorido de los saris entre campos de colza y tabaco era para mí un contraste enorme comparado con el luto acostumbrado en las zonas rurales del Norte de España. Siluetas púrpuras, amarillas, naranja chillón, rojo vivo… todo un festival de color en aquellas llanuras cultivadas.
De vez en cuando veíamos un dromedario tirando del carro y yo me maravillaba con sus andares. Los dromedarios indios no son como los del Norte de Africa, desgarbados y famélicos. Aquí tienen un porte y una majestuosidad que les hace destacar como los reyes de los campos. Y los andares. Esos andares elegantes, cargados de importancia y con una marcada indiferencia por todo lo que les rodea, les dan un aire señorial como no tiene ningún otro tipo de ganado. Se saben imponentes y no necesitan más que su rotunda y pausada presencia para enseñorearse de carreteras y caminos. Rajastán significa tierra de reyes y en esta tierra regia no podía haber animales más hermosos y más imponentes que los dromedarios. Así, entre té en las dhabas y frecuentes paradas para refrescarnos o tomar fotos, llegamos a Mandawa al atardecer.
Madawa es una ciudad señorial venida a menos, como toda la comarca. La ciudad de las havelis, los palacios de los comerciantes que se hicieron ricos a mediados del siglo XVIII en plena ruta de la seda. Muchos de estos palacios están en estado de abandono y sus paredes policromadas van perdiendo lustre año tras año. Otros, los más lujosos, se han convertido en hoteles y aún gozan del esplendor de antaño.
«del esplendor de antaño» y ya. Joder esto es un relatus interruptus del copón. Pareces Pérez Reverte con sus novelas
Qué quieres que le haga? Voy publicando según voy escribiendo…