A pesar de que el día amaneció despejado la temperatura oscila entre los 10 y los doce grados. Me he puesto el pantalón de cuero y ahora tengo frío en las piernas. Circulamos con lentitud por la carretera, tantas veces recorrida, que nos interna en la provincia de Lugo. A los mandos de la Vstrom dejo volar mi imaginación y los pensamientos circulan, a su aire, por los más variopintos paisajes de la memoria. Es curioso como, al pasar por una lugar concreto recuerdo lo que pensé o lo que ocurrió cuando pasé por allí hace unos meses o, incluso, unos años. Curiosa forma de desperdiciar espacio en la cabeza el tener presente que cinco años atrás, en esta curva, me crucé con un coche negro, en aquella de más allá, con un camión o en este tramo recto había un anciano que paseaba con su cayado. No es que tenga memoria fotográfica, ni recuerdo todos y cada uno de los acontecimientos de mi vida pero este hecho inútil de recordar detalles insignificantes tiene su punto divertido. Es como un “dejà vu” que se queda instalado, residente en algún espacio intersticial del cerebro. No tarda en aparecer mi curva, la que me acoge en su seno como a un hijo. Allí está, esperando a que pasemos con la moto realizando la trazada impoluta. Inclino la máquina con suavidad y tras los primeros metros, nada. Ni una sensación, ni una presencia, ni un ápice de magia se produce hoy en la trazada. Ella nos recibió totalmente indiferente a nuestro paso. No hay ni rastro del tacto aterciopelado de otras veces ni ese sentirse arropado en la salida cuando la moto comienza a recuperar su posición vertical. Hoy todo eso no está presente. Un tanto desilusionado la dejo atrás pensando que, quizá, la magia aparece cuando menos te lo esperas, cuando no estás buscando sensaciones concretas. Ya habrá más curvas. La primavera, entretanto, continúa creciendo imparable, cubriendo de un verde insultante todo lo que alcanza la vista. Los robles y castaños del borde de esta carretera secundaria, ya muy cerca de Sarria, parecen rendir pleitesía a todos los viajeros mostrando sus brotes tiernos que, de cuando en cuando, se dejan mecer por una brisa suave. Rosales silvestres, serbales, saúcos… todos están confabulados para, bajo este límpido cielo azul eléctrico, mostrarse en todo su esplendor. Cuando pasan estas cosas, es decir, cuando el microcosmos que forman la carretera, el paisaje y mi estado mental se combinan ajustando a la perfección, es cuando me siento realmente afortunado. Son apenas unos instantes en cada viaje, unos momentos intensos en los que suena como un “clac” y siento que todo se detiene rodeado de un halo de prístina perfección. Aspiro, entonces, y lleno mis pulmones del aire frío de la mañana mientras un escalofrío de emoción me recorre el cuerpo. ¿hay algo más grande que sentir, al menos de vez en cuando, que todo encaja en su lugar y que el mundo no es otra cosa que tu mismo? Comprendo que la cosa puede resultar difícil de entender, aún más disponiendo de una prosa limitada en estos menesteres pero me consuela saber que puedo volver a tener esa sensación y, de nuevo, puedo volver a intentar explicarla. Supongo que a todo el mundo le pasará lo mismo, si no conduciendo una motocicleta, quizá escalando una montaña o simplemente buceando en la mirada limpia de un niño. Cuando suena ese “clac” y la última pieza encaja todos sabemos identificar el momento aunque no sepamos explicarlo con palabras. Nos detenemos en un bar en un solitario cruce de carreteras de este “bocage” lucense en el que los árboles han vuelto a recuperar las tierras de labor. Se entremezclan pequeñas plantaciones de pino con las fragas lujuriosas que ocupan cada rincón. Las casas, otrora despejadas de vegetación, emergen entre ésta como entes fantasmales en un oleaje de verdor. Las políticas agrarias que emanan de la Unión Europea nos dejaron un paisaje cambiado, con la población agrícola envejecida o, directamente, desaparecida y las tierras de labor, llanas como la palma de la mano, ocupadas ahora por arboleda hasta la misma antojana de las viviendas. Casas destinadas a ser segunda residencia de nietos que vegetan en alguna ciudad. Entre Sarria y Monforte hay una llanura que, la última vez que pasé por aquí, hace dos años en enero o febrero, me pareció fría, esteparia y desolada. Hoy el paisaje ha cambiado drásticamente y lo que era desolación y frío se ha convertido, por arte primaveral, en colinas de poca entidad alfombradas de verde intenso, perladas aquí y allá de bosquetes frescos que se instalan en el fondo de la retina. En Monforte de Lemos intentamos subir al castillo pero una falta de señalización clara nos hizo volver a la carretera general y, visto que se iba haciendo tarde, desistimos de una segunda intentona. Hace tiempo que tengo ganas de subir al castillo, un edificio del siglo XIII que protagonizó la Revuelta de os Irmandiños, la última gran revolución del pueblo gallego acaecida en el Siglo XV. En aquel entonces la nobleza local era despiadada y atroz: desde el patrocicio del bandolerismo hasta el sangrado de las clases bajas con impuestos cada vez más elevados. Y claro, pasó lo que tenía que pasar y lo que sigue pasando en nuestros días, que el campesinado se rebeló contra los señoritos. Ochenta mil gallegos en armas contra la opresión feudal de los nobles laicos y del clero. Pero los malos siempre ganan y lo bueno, al igual que mis instantes fugaces de conexión cósmica, solo duran un suspiro. Los Irmandiños fueron brutalmente aplastados por la maquinaria de guerra del arzobispo de Santiago apoyado por nobles portugueses. Podría hacer aquí juicios de valor sobre el arzobispado santiaguino, sobre el Apóstol y sobre toda la curia romana pero mejor lo dejo para otra entrada que tenga más tintes históricos y menos tintes histéricos. Noventa por hora. Noventa deliciosos kilómetros se deslizan bajo las ruedas de la Suzuki con pausa mientras nos dejamos seducir por la belleza antropizada de la Ribeira Sacra. Descendemos lentamente hacia el Cañón del Sil, alma de este Robledal Sagrado (Rovoira Sacra) de la tradición celta que separa la provincia de Lugo de la de Ourense. Las viñas se extienden aquí por empinadas laderas aterrazadas de modo que, lo primero que pensamos es en el duro trabajo que los viticultores han de soportar para arrancarle a la tierra lo que los romanos denominaban como “el Oro Líquido del Sil”.
Un aroma a azufre, a sulfato, lo inunda todo y el color azulado del caldo bordelés tiñe algunas vides. Éste es el modo de evitar ataques fúngicos de tan preciada posesión.Nos detenemos en el mirador de Doade. Hay un hombre sulfatando viñas. Me gustaría charlar un poco con él, hablar de vino, de la Ribeira Sacra, del trabajo… Pero nada de eso ocurre y el hombre se sume entre una cascada de vides que se desparraman por la ladera.
Ascendemos ahora por la margen derecha del Sil, en la provincia de Ourense, entre poderosas curvas de radio escaso, entre un espeso bosque de castaños y robles. De cuando en cuando asoman saúcos y me acuerdo de haber comido sus flores rebozadas en huevo. Extraños manjares pero no más extraños que los saltamontes “salteados”, la flor del calabacín, la tortilla de ortigas y otras suculentas e innombrables pitanzas que, de vez en cuando, nos metemos entre pecho y espalda.
Después de comer en Castro Caldelas seguimos ruta, dejando atrás A Pobra de Trives e internándonos en paisajes adehesados donde las jaras y los alcornoques le dan a todo un aire mediterráneo. El amarillo de la retama tiñe gran parte de las laderas y los piornales en flor aportan un nuevo matiz, blanco esta vez, sobre el verde oscuro y viejo del brezo. Ya he pasado por aquí varias veces. En esta ocasión he vuelto para enseñarle a Elena estos paisajes cambiantes, las maravillas del Sil, el puente romano de Bibei. Nada es nuevo para mi. Y sin embargo, detrás de cada curva, en cada roca, en cada formación vegetal, me descubro a mi mismo mirado con ojos nuevos. Agarrado al manillar me siento como si fuera la primera vez que atravieso estos parajes en moto. Todo es familiar y, a la vez, todo está de estrena.
Llegamos al Puente Bibei, un ingenio romano construido en el año 120 d.C. El calor ahora ya comienza a ser un tanto molesto y tengo que insistir para que Elena se baje de la moto. En realidad no es necesario bajarse para admirar el puente y sacar un par de fotos pero siento la necesidad de hacerlo. Necesito tocar las piedras y admirar esta obra por la que, después de tantos siglos, aún sigue circulando el tráfico. He visto monumentos romanos que aún siguen en pie y que aún se usan pero éste, no sé por qué, tiene algo especial. Ignoro si es la altura, sus arcos de medio punto o en hecho de que esté en este paraje solitario pero lo cierto es que me atrae. Llegamos a A Rúa y nos internamos en la N-120 con lo que, definitivamente, quedan atrás los parajes solitarios y el paisaje cercano.
Antes de comenzar el ascenso a Pedafrita do Cebreiro nos para la guardia Civil en un control. El agente me pregunta si tengo la documentación a mano, si no la tengo da igual, ya comprueba él los datos. Me pregunta por la pegatina que autoriza a circular por las autopistas de Austria y, con una sonrisa, dice que nos gusta viajar. En su mirada veo un puntito de sana envidia. Todo está correcto y seguimos ruta. Ahora la N-VI vuelve a ser una solitaria carretera semiabandonada. Ya nadie utiliza otro vial que no sea la autovía y nosotros estamos encantados con ello. Desde lo alto de un promontorio a media ladera otro castillo nos observa. En esta ocasión son las ruinas del Castillo de Sarracín en Vega de Valcarce, otra fortificación ligada a los templarios, arrasada por Muza y atacada por nuestros admirados Irmandiños. Una pieza clave en el control de Galicia por lo que supuso de paso estratégico y, posteriormente, por los portazgos que se cobraban a los peregrinos. Con verdadera delectación subimos y bajamos el puerto en completa soledad y terminamos esta jornada de lunes con la sensación de otra hermosa ruta completada.
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