No me gusta viajar después de comer.Suele entrarme ese sopor digestivo que le impide a uno concentrarse en lo que está haciendo y el único deseo que subyace es el de echarse una siesta. Sin embargo hoy no nos queda otro remedio. Hasta ayer estuvimos dudando sobre la fecha de salida a causa de compromisos adquiridos a última hora.
Son las tres de la tarde de un día cualquiera de junio, el sol brilla sobre nuestras cabezas y nos disponemos a emprender la marcha camino de Francia y algún otro lugar más. La hoja de ruta es un tanto difusa, como impregnada de una nebulosa que nos impide ver bien el destino último. No tenemos preferencias ni objetivos claros, exceptuando las playas del Desembarco de Normandía, un capricho de mi compañero Gelucho, que vamos a hacer realidad. A partir de este punto todo son incógnitas: Ámsterdam, Hamburgo, los Alpes… poco importa el destino viajando en buena compañía y con la tranquilidad que impone el no saber a dónde vas.
Tomamos la carretera de Oviedo, mil veces transitada, mil veces estudiada cada curva, cada recodo, cada falso llano subiendo el puerto, y mil veces divertida para recorrerla en moto.
A tan sólo dos kilómetros de casa sobreviene la primera parada: Gelu ha olvidado el dinero en casa. Pacientemente me quito los guantes y el casco y me sitúo a la sombra a esperar a que vuelva. En otras circunstancias seguramente este primer contratiempo me hubiera soliviantado, deseoso como estaba de emprender la marcha y salir de España cuanto antes, pero hoy no. Hoy estoy tan feliz de emprender esta ruta incierta que no hay nada que pueda quebrar mi ánimo, ni siquiera una lumbalgia sobrevenida esta mañana a causa un esfuerzo realizado ayer.
Según van pasando los kilómetros noto algo raro, no voy cómodo. La postura es la de siempre, el manillar a la misma altura, el asiento en su sitio… sin embargo, algo no marcha. Se me va cargando el cuello poco a poco y estoy incómodo. Normalmente suelo pasar varias horas conduciendo en la misma posición pero hoy la cosa no cuaja. Cambio la postura de forma constante y no consigo acomodarme a la máquina. A partir de Oviedo, a tan sólo ciento cincuenta kilómetros de la salida ya estoy cansado y cuando llegamos a Bilbao, a pesar de haber realizado el último tramo por autopista la lumbalgia y el cuello me molestan de forma ostensible.
Al llegar a Irún ya está anocheciendo y decidimos meternos en una área de servicio que encontramos, la primera. Es una de esas áreas enormes, con restaurante, autoservicio, aparcamiento para cientos de camiones y unos precios que me parecen desorbitados. Montamos la tienda de campaña lejos de miradas indiscretas, detrás de una construcción que se nos antoja perfecta.
Gelucho viene cargando con un lacón cocido, una hogaza de pan casero y doce litros de vino, además de otras viandas de menos empaque así que, con cuatro palets de obra, monto un mesa improvisada y con un tronco seco, un banco perfecto para sentarse y proceder a la opípara cena.
El lugar elegido parece no ser tan perfecto como creíamos puesto que la construcción que tan estratégicamente nos ocultaba ,resultó ser la depuradora de aguas residuales del complejo que, de vez en cuando, emanaba algunos efluvios. Aún así ya es tarde para desmontar nuestro hogar transitorio así que confiamos en que la meteorología no varíe la dirección del viento para situarnos a sotavento.
Después de cenar, con la barriga llena de vino y lacón nos vamos a la cama ente risas, con la ilusión del primer día de viaje ya agotada pero con la certeza de que mañana será otro día grande de moto y carretera.
Mientras me duermo confío en que ladureza del suelo sea un bálsamo para mi maltrecha espalda.
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