A las nueve de la mañana ya es hora de ponerse en marcha. Hoy nos dirigimos al monasterio del Patriarcado de Pec , cuartel general de los obispos ortodoxos en el Siglo XI.
Este sitio está considerado como la cuna de la cultura serbia y siempre tuvieron este lugar como el origen de su civilización. Aquí estaba el máximo dirigente del patriarcado ortodoxo hasta el año mil setecientos y pico. Y aquí está toda la historia del pueblo serbio. Por este motivo, cuando Kosovo declaró su independencia de forma unilateral, en Serbia consideraron que era una afrenta, no solo a su integridad nacional, sino también a su identidad como pueblo. Les arrancaban el núcleo de su génesis.
Para entrar al recinto los soldados de la KFOR nos proveen de un pase. Me gustaría sacar una foto a los solados, posar con ellos y hacerles mil preguntas pero son más cuadriculados que cualquier policía que haya conocido, incluida la croata. No hay manera de sacarles conversación, más allá del nombre de las armas que portan y de la advertencia, muy seria, de que está prohibido sacar fotos al material o personal militar. Como aún conservo parte de mi espíritu rebelde les saco unas cuantas cuando no están mirando, simulando preparar la cámara. Las fotos son tan malas que no me merece arriesgarme a una bronca de estos brutos. Los dos qu están hoy de "puertas" son checos y su presencia impone tanto como la de los dos italianos de ayer.
En el interior del templo la monja que lo custodia nos advierte de la prohibición de sacar fotos. Que manía, oiga! Ya veo que el motivo no es otro que vender las postales que ellos tienen en una mesa dentro de la iglesia. Ya me resulta bastante familiar esto de los mercaderes en el interior de los templos, es una imagen que se repite entre los cristianos con bastante asiduidad.
La monja es una mujer alta, espigada, totalmente vestida de negro y con el aire adusto , producto, sin duda, de una vida dedicada al rezo y al ascetismo. Su facciones duras le dan un aire de "madame" del sado. Bajo el hábito se le adivinan una caderas suntuosas y unas piernas firmes que soportan el conjunto. Tiene un no sé qué sexy que me hace pensar en cosas que seguramente sean pecado a sus ojos y a los de Dios.
José Luis, haciendo caso omiso de las advertencias de la monja, dispara varias veces. Con flash. Yo también disparo una vez pero sin flash. Justo cuando el eco del obturador ya no resuena en el silencio del edificio aparece tras de mi la monja afeándome el comportamiento. Me disculpo y la visita continúa. José Luis, en la sala contigua, vuelve a disparar con flash. Entonces la monja comienza a soltar improperios, con una voz firme pero suave, en un idioma que no comprendo. No me hace falta conocer su idioma, entiendo lo que dice perfectamente. Acto seguido apaga todas las luces y nos deja a oscuras para terminar la visita. Nos ha estado bien empleado. Recorremos el resto del edificio en penumbra, casi intuyendo las paredes policromadas mientras un Cristo pantócrator nos observa desde lo alto con dos dedos levantados, a modo de advertencia.
Cuando nos vamos me deshago en disculpas con la dura monja y, al final, consigo arrancarle una sonrisa. No creo que llegara a haber nada nunca entre nosotros pero, al menos, no me voy con la horrible sensación de ser un turista gilipollas. Aunque lo sea.
Salimos de Pec hacia la capital de Kosovo, Pristina. A unos veinte kilómetros, o treinta, quién sabe, entramos en la autopista. Lo cierto es que es un poco subreal todo esto. La autopista está en obras y no es raro encontrarse con una tapa de alcantarilla abierta a medio señalizar o un rebaño de vacas. Están paciendo tranquilamente en la mediana, ignorantes de nuestro paso y de todo lo que no sea pacer y mugir. Algunas cruzan despreocupadamente los dos carriles. Al lado mismo de la vía rápida, que lo será un día cuando terminen las obras, están construyendo algunas casas. Ignoro si esto es o no legal pero no me gustaría vivir al lado de una autopista, y menos sin tener un carril de deceleración para llegar a casa. Están justo en el borde, retiradas apenas diez metros. Como quien hace su casa al lado de un camino o en un solar en el medio de la ciudad.
Pristina es una ciudad grande y, a causa de las obras, desastrosa. La entrada es un atasco continuo en el que apenas si queda un sitio para colarse entre los coches. Voy abriendo la marcha y aprovechando arcenes de grava y piedras. Huele a calor, a polvo y a tubo de escape. Humos negros y desagradables. Sorteamos vehículos, cada uno como puede y por el lugar que le parece más adecuado.
No sé muy bien cómo pero hemos llegado a la parte alta de la ciudad. Aquí ya no hay atasco pero no es la zona que estamos buscando. A decir verdad no buscamos ninguna zona en concreto, queremos ir al centro de la ciudad. Tampoco sabemos muy bien para qué.
Por alguno de estos ramalazos tontos que me dan de vez en cuando acabamos bien en el centro, justo en el mercado. Avanzamos con dificultad entre puestos de verduras, tenderetes de ropa y ferreterías ambulantes mientras la masa humana nos rodea. Esto, además de ser como un laberinto, está lleno de gente. José Luis ha quedado rezagado y no sé si habrá entrado en este maremagno. Por su bien espero que no. Supongo que no estará permitido el tráfico por las calles del mercado pero ahora no le dedico mucho tiempo a pensar en eso ocupado, como estoy, buscando una salida.
Consigo salir por uno de los pasillos hacia una calle lateral y, de aquí, a una de las plazas centrales atestadas de coches. Detengo la moto bajo unos árboles y, tras de mi, la BMW de José Manuel. Ha decidido que nos abandona y se va a Bulgaria. Es algo que ya habíamos hablado varias veces y ya sabía que en algún punto nos íbamos a separar pero deseaba que fuese más tarde. Se viaja bien con él. Jose es un tipo tranquilo, discreto, un poco tímido. A pesar de ser tan distintos nos complementamos bien a la hora de viajar.
Comienzo a preocuparme un poco por la tardanza de José Luis. En momentos como este pienso en lo útil que sería llevar un walkie-talkie. Sobre todo porque el teléfono de José Luis lleva varios días sin funcionar.
Por fin aparece, como salido de la nada.
Les pregunto a dos policías dónde puedo comprar una pegatina de Kosovo para mi moto. Uno de ellos, el más joven, es un tipo rubio y alto. Se empeña en acompañarme a la tienda para hacer la compra del souvenir a pesar de las objeciones de su compañero que no está por la labor.Recorremos todo el barrio preguntando en varias tiendas. Volvemos al mercado atestado de gente. Entramos en ferreterías. Pero la pegatina no aparece.
Charlamos sobre su trabajo. Antes de los tiempos de la frontera, es decir, antes de la independencia de Kosovo, el trabajo era más duro. Ahora todo es más llevadero. No hay mucha delincuecia y es, en general, un país tranquilo. El policía me dice que no puede seguir acompañándome porque entra a trabajar a las dos de la tarde y ya son menos cinco. Cuando llegamos junto a su compañero éste ya está señalándole el reloj y reprochándole su tardanza.
Un hombre mira nuestras motos y a nosotros con aire curioso. Es un señor mayor tocado con un fez de color blanco isabelino que ya conoció jornadas más brillantes. Supongo que el día que estaba en la estantería de la tienda esperando a que alguien lo comprara. Le sonrío y se acerca. No dice nada. No habla. Solo mira las motos y nuestro atuendo con aire curioso. Por señas le pido permiso para sacarle una foto y, orgulloso, posa al lado de la Vstrom.
Un estruendo de bocinas y acelerones aparece por nuestra derecha. Decenas de ciclomotores con banderas enormes ocupan toda la calle y se paran delante de nosotros interrumpiendo el tráfico. Los bocinazos de los conductores indignados se unen a los de la chavalería. Necesito saber que está pasando aquí así que cruzo la calle y me meto entre los ciclomotores a preguntar a qué se debe esta barahunda. Partido. De fútbol, pregunto. No, de basket. Hoy es la final.
Nos despedimos de José Manuel que vuelve a Macedonia para entrar en Bulgaria por el sur. A él aún le quedan otras dos o tres semanas de viaje. No puedo reprimir cierta envidia. Desearía acompañarle pero hay que ir pensando en el regreso. Estamos en Kosovo y aún nos queda una visita a Serbia, Rumanía… Acompañar a Jose supondría alargar demasiado el viaje.
Conozco a una chica rumana. trabajó de camarera en mi pueblo unos seis meses. Cuando estaba en España le prometí que, si algún día, pasaba cerca de su ciudad iría a visitarla. Es una de esas promesas que se hacen sin mucha intención de cumplirse, casi por quedar bien. Pero lo cierto es que ahora estoy cerca de los Cárpatos Meriodional
es. Le envío un mensaje vía Facebook.
Es media tarde y el calor sigue apretando. Acabamos de llegar a Nis, una ciudad otrora importante en la ruta desde Europa a Turquía. En la entrada del McDonals, en la plaza principal, me conecto a la wifi con el teléfono y busco un albergue. Después de varias vueltas, ya cerca del albergue, nos aborda un chico joven con cara redonda que, desde el interior de su Renaul 5 nos ofrece su hostel. Está muy cerca y tiene sitio para guardar las motos. Hostel Plaza, justo al lado de la zona amurallada, del mercado y nada más pasar el puente.
Marion nos dice que, cuando decidamos irnos a la cama nos ayudará a meter las motos en la recepción y me ofrece su notebook para conectarme a internet. Tengo que cerrar su sesión de correo. Ha dejado todas las contraseñas a mi disposición.
En la tele el ejército serbio muestra su poderío militar en un documental. Esto me sirve de excusa para charlar un rato con el padre de Marion. Cuando le cuento que venimos de Kosovo no le gusta nada. "Kosovo grossen mafia", dice a la par que dispara con su dedo índice. "Mafia, droga". Yo no he visto nada de eso, solo gente amable y solícita que siempre estaba pendiente de lo que podíamos necesitar, siempre dispuestos a echar una mano. Quizá nos hayamos encontrado con los habitantes ejemplares, quién sabe.
Después de una ducha preguntamos por una tienda donde comprar las pastillas de freno. Tanto la Varadero como la Vstrom están necesitando el cambio. Marion nos lleva en su destartalado R5, a las diez de la noche, al taller de un amigo. Está cerrado. luego hace un par de llamadas y, por arte de magia, nos abren el concesionario de Yamaha en Nis. Hay pastillas para la Vstrom pero no para la Varadero. José Luis se compra un traje de agua.
De regreso en el albergue tomamos las motos y nos vamos a cenar. Una terraza a media luz y música en directo. Una camarera hermosa y jarras de cerveza de un litro.
Me acuerdo de Gelu porque están tocando "Stand by me", unos de sus temas favoritos. Cómo me gustaría que ahora mismo estuviese aquí, disfrutando de esta jarra de cerveza, de la camarera pasando por delante de nuestra mesa con su figura recortada por la luz de la farola, del grupo que, más que verse, se adivina al fondo del local. Las mesas están llenas de clientes de charlan distendidos en esta noche de sábado.
Pero Gelu se ha quedado en casa, lamiéndose la heridas que el año pasado le produjo un italiano filogermánico del Sudtirol. Edmundo, qué hijo de puta resultaste ser a pesar de tu compungida pose.
Después de varias cervezas, un plato de sardinas fritas y otras menudencias, volvemos al hostel y guardamos las motos en la recepción. Mañana, cuando nos levantemos, cambiaremos las pastillas de freno y nos dedicaremos toda la mañana al mantenimiento de nuestros vehículos.
[…] llegan a Viajo en Moto. Lo único que han encontrado con cierta “relevancia” ha sido La monja Sexy, una de las historias acontecidas en Kosovo y que nada tiene que ver con el […]