Una vez que me vi en el tren supe que el viaje había comenzado. Aún no tenía muy claro que era lo que estaba haciendo y todo este proyecto me parecía un puro despropósito. Los últimos días no hice otra cosa que darle vueltas al asunto y cuanto más maduraba la idea, más idiota me parecía.

¿Camino de Santiago en Vespino? ¿porqué? ¿para qué? La respuesta siempre era la misma: por nada y para nada.
Aún así decidí seguir adelante, casi por pura inercia, aunque el viaje ya no me seducía como al principio. A mi alrededor había gente más ilusionada con el proyecto que yo mismo.
Y ahora estaba en el tren con destino a Pamplona, cociéndome de calor y con una señora gorda a mi lado que se pronto cejó en su empeño de entablar conversación. Recordaba mis anteriores viajes en tren como algo muy lejano pero aún perduraba en mi la sensación agradable que suponía viajar sobre las vías. Ese deslizarse grácilmente, esos paseos por el pasillo cotilleando los compartimentos, el sentarse en la cafetería a leer la prensa… Sin embargo en estos años el tren ha cambiado mucho. Ya no se pueden abrir las ventanillas y todo tiene un aire aséptico que alejaba el romanticismo que tenía en mente. La cafetería ya no tiene mesas y los compartimentos ya no existen. Solo veía mi cara reflejada en el cristal interpuesta ante un paisaje que se tornaba plomizo, tamizado por el tintado oscuro de los cristales. El decadente estado de los huertos y los edificios que flanqueaban las vías me hacían sentir cada vez más melancólico arrebujado en la confortable butaca del vagón. No acertaba a comprender cómo este viaje, tan ilusionante en un principio, había devenido en algo tan mundano, tan poco apetecible.
De repente me di cuenta que era lo que marchaba mal. El planteamiento había cambiado y me había olvidado de algo básico: es destino no importa. Ahí radicaba el quid de la cuestión. Sin saber cómo había, como dicen el Top Gun, extendido cheques que mi cuerpo no podía pagar. Me había marcado un destino, lo había publicitado y ahora me sentía obligado a llegar. Ahí estaba el fallo. Tanto detalle, tanto hablar del asunto en los foros de internet, tanto egocentrismo había creado expectativas y el miedo al fracaso se había instalado en mi subconsciente. Tenía que olvidarme de todo eso y hacer mi viaje sin estar mediatizado por los resultados.
Así que, poco a poco, volví a tomar confianza en mi mismo y me replanteé la travesía como al principio, algo personal e íntimo. Aunque fuese dando detalles de forma diaria el viaje volvía a ser mío, volvía a tomar las riendas de mi propio destino. Sonreí y volví a mirar por la insulsa ventanilla del tren. Bajo el cielo plomizo un rayo de sol iluminaba las majestuosas cumbres del valle del Huerna creando un agradable contraste. Allá vamos, pensé.
El resto del viaje hasta Pamplona discurrió sin sobresaltos ni novedades dignas de mención. Los postes pasaban a toda velocidad a mi derecha en vertiginosa procesión hasta que la hora de la siesta me sumió en un sueño profundo.
 
 
Cuando, por fin, recogí el Vespino y atravesé la ciudad para guardarlo en el garaje de unos amigos, parecí empequeñecerme entre el tráfico del viernes por la tarde. Cada calle empinada me parecía todo un reto y circulaba pegado a la derecha, tímido, como pidiendo perdón al resto de usuarios de la vía por entorpecer su alocada marcha. En las paradas de los semáforos y en las rotondas me daba un poco de impulso con los pedales para facilitar a la máquina la precaria arrancada. Al principio me daba un poco de vergüenza, lo confieso, pero luego, realizaba la maniobra con orgullo heroico incluso cuando no era necesario mostrándome altivo sobre tan humilde montura. El viaje volvía a comenzar!
La noche pamplonesa se alargó más de lo debido y la pequeña ruta iniciática con el Vespino precedió a cinco horas de ruta de bares que, a tenor de mi estado al día siguiente fueron excesivas. Después de los primeros vinos los buenos propósitos iniciales quedaron en el arcén y ya no hubo prisa.
 
 
 
El sábado por la mañana hube de retrasar la partida, prevista en un principio para las ocho de la mañana, hasta pasadas las once y eliminar del repertorio la foto de rigor en la Plaza del Ayuntamiento. La gloria, por lo que se ve, está reservada para los fuertes y vetada a los de voluntad voluble.
 
 
 
 
Llegué, guiado por Josean a las primera rampas del Puerto del Perdón, ascendiendo con pasmosa lentitud a la vertiginosa velocidad de veinte por hora. Unos kilómetros antes la correa había patinado un par de veces provocando un desagradable sonido de acelerón en vacío. Al coronar, después de un ascenso desprovisto de elegancia, sentí un ligero alivio y enfilé la bajada con decisión. Pero poco dura la alegría en casa del pobre y enseguida tuve que aflojar porque las vibraciones de la máquina parecían no presagiar un futuro muy prometedor. Opte, por tanto, por una conducción menos alegre en aras de una mejor conservación de la mecánica. Conducción menos alegre, por dios! Si había subido a veinte por hora!
La primera rotonda, para resarcirme de la bajada contenida, la tomé a una velocidad, por lo que se ve, excesiva porque el caballete comenzó a rozar contra el asfalto produciendo un rugido muy desagradable que, además de asustarme, me hizo modificar la trazada. Tampoco las tumbadas estaban permitidas en el Pájaro Vespino.
Una vez descubiertas todas las limitaciones a las que, por voluntad propia, estaba sometido, me armé de paciencia y, otra vez, volví a hacer un mapa mental de lo que iba a ser este viaje.
Josean había quedado atrás, no porque yo lo hubiese superado sino porque había regresado a Pamplona y mi andadura en solitario comenzaba en Puente La Reina.
Algún pequeño puerto y muchas cuestas fueron sucediéndose constantemente sin nada destacable a excepción de mi aburrimiento que, por arte de magia, desapareció cuando, para salir de logroño, me vi metido de lleno en la autovía de circunvalación con el pequeño ciclomotor. Los coches pasaban zumbando a mi lado mientras la moto se empeñaba en seguir con su misma obsesiva velocidad. Cada vez que rebasaba la salida de un polígono industrial o un cambio de sentido apretaba el culo mientras intentaba vislumbrar la silueta de algún vehículo reflejada en el tembloroso espejo retrovisor, adminículo casi inservible, por cierto.
A la altura de Navarrete abandoné esta odiosa vía de locos a velocidad supersónica y volví a la vida relajada en la Nacional 120, en estado de semiabandono en algunos puntos y totalmente desértica en otros. Es una sensación agradable circular por las nacionales abandonadas. Cuando todo el mundo opta por la autovía, desplazarse en solitario por ellas, aunque sea por el arcén, es un verdadero placer. En algunos momentos parecía que la pandemia había cobrado dimensiones épicas y que yo era el único humano vivo en el planeta.
El cansancio ya iba haciendo mella en mi, tanto por los kilómetros recorridos como por mi penoso estado físico así que decidí detenerme en Belorado, ya en la provincia de Burgos. Estaba exultante porque me daba la impresión de haber recorrido cientos de kilómetros. Eran las cinco de la tarde y la etapa había concluido. La realidad, tozuda ella, resultó ser bien otra: solo había cubierto 152 kilómetros desde que saliera de Pamplona, seis horas antes.