Ayer fue un día largo de moto. Antes de ponernos en marcha dimos una vuelta por la ciudad de Targu-Jiu. El móvil de José Luis llevaba unos días sin funcionar y, mientras él controlaba las motos me fui de peregrinaje por las tiendas de telefonía. Terminé en un garito especializado en piratear terminales. Una tienda pequeña, instalada en un callejón anodino y feo en la que un joven callado se dedicaba a trastear móviles de marcas variadas. No hubo manera. José Luis seguiría sin móvil.
Después de un rato de moto cruzamos los Cárpatos Meridionales sin hacer demasiadas paradas. Rumania quizá merezca un viaje monográfico en un futuro a medio plazo pero ayer no era más que una etapa de transición antes de entrar de nuevo en Serbia. Aún se me llena la boca de Serbia cada vez que digo Serbia. Aún conservo la amabilidad de Sasha, la de Rade, la de Miki en mi memoria. Serbios. Suena a guerra, a gente dura y sin escrúpulos, a mafia y a peligro. Y sin embargo la Serbia que yo me encontré fue la de gente amable, la de rostros agradables que van y vienen intentando olvidar un pasado reciente de ira y sinrazón. No hay nada como salir de casa y ver las cosas con tus propios u ojos. Quizá no te de tiempo a tomarle el pulso a una sociedad, seguro, ni a conocer un país en cuatro pinceladas pero, al menos, tendrás tu propia visión antes de hacer un juicio de valor y no te guiarás, únicamente, por las informaciones sesgadas de forma intencionada desde la prensa.
Atravesamos poblachos medio fantasmas, sin apenas movimiento, esquivando, una y otra vez las tormentas que amenazaban con dejar caer el cielo sobre nuestras cabezas. A partir de Deva el tráfico de camiones y autobuses con dirección a Alemania era cada vez más intenso. A cambio la carretera dejó de ser un vial infecto para convertirse en una lengua oscura que serpenteaba entre amplios valles de verde intenso. Desde las butacas de los autobuses los emigrantes rumanos nos miran con cara de aburrimiento. Aún les quedan muchas horas de viaje antes de volver a su destierro en Occidente. Dinero duro.
Atrás quedaron los tramos de obras.
Me acuerdo de Deva, una niña inteligente y vivaracha que, en mi cabeza, me acompaña durante esta parte del viaje.
En una gasolinera solitaria, cerca de la frontera con Hungría, el cielo decidió abrirse dejándose vaciar de contenido. Al fondo de la llanura veíamos caer los rayos y en el suelo un agua espumosa y marronuzca lo iba empapando todo. Después de toda la tarde esquivando las tormentas, por fin una nos había cazado, afortunadamente, a techo.
Había oído hablar de las rodadas de los camiones marcadas en el asfalto pero no las había visto nunca. Y ayer, justo antes de llegar a Hungría pude comprobar lo desagradables que resultan. Es una sensación extraña. Procuras circular por el centro, justo entre las dos roderas pero, al final, terminas metiéndote en una de ellas y, con la moto tan cargada, da la sensación de que te vas a caer. Acabas por acostumbrarte.
En la aduana otra enorme cola de camiones estaba esperando para formalizar los trámites de paso. Le pregunté a uno de los guardias cuánto tiempo tardaban en pasar la frontera aquellos hombres, (un año?). El guardia, sonriendo, se encogió de hombro e hizo un gesto que denotaba lo poco que le importaban aquellos nimios detalles de su trabajo.
A pocos kilómetros de la frontera paramos en un pueblo muy turístico, ya en el interior de Serbia. Es temporada baja y no se veía mucho movimiento. El autocamp está cerrado y parecía fenecer bajo una fina lluvia al lado del lago. Al fondo algunos veleros daban la misma impresión de aburrimiento.
En una de las casitas cercanas al lago oí risas y decidí preguntar por un buen lugar para montar la tienda. Me atendió Nicoleta, una mujer rubia de formas rotundas. Nicoleta adora todo lo que tenga motor. Su hermano fue campeón de motocross en Rumanía y su marido se dedica a restaurar Renault 4L, un vehículo por el que toda la familia siente una gran afectividad.
Con su ciclomotor nos guía hasta la casa de un vecino que alquilaba su jardín para instalar tiendas y caravanas. Es un lugar hermoso. A nuestra derecha emergen, por encima de la tapia del vecino, dos cerezos imponentes teñidos de rojo por los frutos. Un poco más allá, el huerto. Y aquí, a nuestro lado, un árbol de ramas generosas bajo las que instalar la tienda de campaña. El día finalizaba y habíamos encontrado un remedo de hogar. Sencillo y acogedor.
Dos vecinos aparecen trayendo del brazo a un tercero. No hay saludo ni sonrisas. El prisionero tiene la mirada perdida y un punto de arrepentimiento en sus ojos. De vergüenza, quizá. Se trata, según nos informa Nicoleta, del hermano de nuestro anfitrión que trae una borrachera de dimensiones épicas. Bajo la mirada reprobatoria de su hermano es llevado al interior de la casa. No hay ni una palabra más alta que ot
ra, se ve que no es la primera vez que ocurre. Pero aquella mirada… Se me habrían helado los huesos si este veterano de la guerra de los Balcanes me mira de aquel modo.
Aún no habíamos terminado de montar las tiendas cuando el cielo decidió que era hora de volver a vaciar todo su contenido líquido sobre los seres humanos. Y esta vez quiso hacerlo con toda su furia. En cuestión de minutos todo estaba empapado.
Un rayo cayó a menos de cincuenta metros de la tienda y decidimos dejarlo todo y guarecernos en el trastero de la casa.
Al llegar la calma el olor a humedad y a limpieza pura lo inundó todo. Nos cepillamos una botella de vino rumano y la paz llegó, un día más, a mi cabeza.
Hoy el día amanece despejado, con un cielo límpido y claro. Como un cuervo me dedico a engullir cerezas furtivamente mirando hacia todos lados por miedo a que el veterano de la Guerra de los Balcanes me vea. No sería capaz de sostenerle la mirada. Acerco una rama y tomo un puñado. Luego otra. Y otra. Le estoy dejando pelada de frutos la zona baja de árbol. Cuando aparece el enjuto propietario a cobrar los cinco euros que pactamos ayer me pregunta si he probado las cerezas. Le digo que si, que he comido algunas. Se ríe y contesta que coma las que quiera, que están muy buenas.
Salimos en dirección a Osijek por la nacional. Hay poblaciones hermosas, con casitas de planta baja, alineadas a cinco metros a cada lado de la carretera. Parecen lugares idílicos en los que todo el mundo vive feliz. Todo destila sencillez y tranquilidad. En Subotica es día de mercado y se ve mucha actividad, ordenada y tranquila, en las calles principales. Frutas, verduras, carros de cuatro ruedas tirados por un caballo… Mi fantasía de estar en un lugar idílico se va acrecentando por momentos y solo veo lo que mi mente febril me permite. Todo está tan… en su sitio. Da la impresión de que sólo nosotros somos la nota discordante en esta comarca de Hobbits hacendosos. El verde de la campiña, los árboles que bordean la carretera, las casas y granjas de planta baja, la mayúscula tranquilidad de esta mañana de junio… Qué lejos está todo lo que me preocupa.
José Luis tiene que cambiar las pastillas de freno de su Varadero así que en Osijek buscaremos un taller de Honda para comprarlas.
El calor va en aumento, presagiando otra tormenta para esta tarde.
En el taller, después de varias gestiones telefónicas en mi inglés surrealista, nos atiende el dueño en persona. No tiene ni idea de lo que hace. Cuando llegamos, después de una cerveza, ha metido la moto dentro y tiene la rueda trasera desarmada. Nosotros sólo queríamos comprar las pastillas y largarnos pero las barreras idiomáticas nos han jugado una mala pasada. Dice que él no es mecánico, que es piloto. Ha corrido en Daytona y ha sido varias veces campeón en Croacia. Lo que quieras chico, pero para instalar las pastillas traseras no es necesario desmontar la rueda. A cambio le regala a José Luis una maleta idéntica a la suya, una Givi que puede desarmar para extraer la cerradura que estropeó contra un bolardo en el puerto de Barcelona.
El experimento con los frenos se salda con una factura de setenta y cinco euros, un precio a todas luces exagerado, incluso para el tratamiento de "urgente" que el dueño del taller le dio a nuestro caso. Me prometo escribir a mis colegas del motoclub de Osijek, a quienes conocí hace unos años en una concentración de motos a pocos kilómetros de aquí, para contarles el caso.
Entramos en la autopista y los kilómetros se suceden, aburridos, hasta Eslovenia. Hemos bordeado Zagreb y ahora estoy plantado delante de otro aduanero que me mira con indiferencia. Le resulta chocante que la moto, siendo tan nueva, tenga 77.000 kilómetros. Cosas de la carretera, le digo.
Hay algunos carteles que indican algo de un ticket. Supongo que será el peaje pero no veo caseta alguna. Lo que sí veo son cámaras que leen la matrícula. Supongo que a la salida harán el cálculo.
No han transcurrido muchos kilómetros desde que entramos en Eslovenia y la temperatura baja de forma drástica. El atardecer trae nubes oscuras y el paisaje se va tornando cada vez más grisáceo.
Pasamos otro peaje y tampoco se recoge ticket en ninguna parte. Otra cámara vuelve a leer la matrícula.
Ya solo faltan cincuenta kilómetros para llegar a Ljubljana, la capital de Eslovenia. Comienza a llover. Cuatro gotas bien gordas seguidas de un diluvio universal. La pantalla del casco se empaña y reduzco la velocidad. Sigo con visibilidad nula, al
igual que hace unos días en Kosovo. Comienzo a desesperarme y a entrar en pánico. Los coches y camiones me adelantan sin piedad dejando una estela de agua sucia que me cubre por completo. Abro totalmente la pantalla del caso y siento como las gotas de lluvia golpean con violencia mi cara. Ahora tengo las gafas cubiertas de agua y tampoco veo nada. Me quito las gafas y las guardo en el bolso de la cazadora. Ahora las gotas me golpean directamente los ojos y mi desesperación va en aumento. Joder, estoy a punto de entrar en histerismo. Con los ojos entrecerrados acierto a ver una salida iluminada. Pongo el intermitente y me detengo en la gasolinera. Estoy de mala leche, mojado y con hambre. Odio la moto. La odio con toda mi alma.
Después de secarme la cara, limpiar las gafas y la pantalla del casco, vuelvo a ver la vida más nítida y regresa el amor por mi vehículo de dos ruedas. Una chocolatina me ayuda a tomar energías renovadas para cubrir los veinte o treinta kilómetros que faltan hasta la ciudad.
Tomamos la segunda salida y busco con la mirada la cabina de peaje. No hay. Nos estamos colando. Ruego envíen el importe de la sanción a mi dirección postal en España.
Buscamos un hostel a través del iPhone, usando la wifi de un bar. Me envían la foto de mi sobrino. acaba de nacer hace un par de horas. El rostro se me ilumina y me invade una felicidad pueril. Es un pequeñajo sano y hermoso.
Después de instalados en el hostel las motos quedan en unos soportales de tiendas, una especie de centro comercial en miniatura. Cuando salimos han cerrado el acceso con una reja y candado. Las motos están seguras.
Damos varias vueltas por la ciudad buscando algún restaurante barato pero ya poco queda abierto a esta hora. desde la acera de enfrente dos tíos nos dicen algo que no entiendo. Unos metros después consigo descifrar lo que decía: "you need help?" De nuevo amabilidad y ayuda en cualquier esquina. Es lo que siempre encuentro.
Mañana José Luis se irá hacia Madrid y yo me quedaré intentando localizar a Naco, un español que conocimos Gelucho y yo en nuestro primer viaje a los Balcanes. Le he enviado un par de correos y no tardará en contestar. Al menos eso espero. Tengo ganas de verle.
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