Dejamos el Albergue Des Roches por la mañana cuando el calor comienza a apretar. Continuamos el ascenso del valle después de pagar unos exiguos veinte euros por la cena, el alojamiento y el desayuno y después de despedirnos de nuestros anfitriones. Íbamos a subir hasta la cabecera del valle y, desde allí, cruzar por las pistas de montaña hasta la Garganta del Todra disfrutando de los áridos paisajes del Atlas.
La carretera de subida difiere bastante de la que nos había traído hasta la Garganta y el albergue. El piso había empeorado bastante y en algunos lugares el asfalto había desaparecido completamente a causa de los torrentes del deshielo de primavera.
La geología era impresionante, con pasos a media ladera que hacían que se helase la sangre con tan soloel imaginarse una simple salida de pista. A nuestra derecha, al fondo del precipicio, se extendía la línea verde del río con su profusa vegetación en claro contraste con los tonos grises y pardos del resto del valle. Allí abajo, al amparo de una climatología más benigna los huertos y las palmeras formaban una serpiente verdosa que solo se dejaba ver en los meandros más amplios. El resto del recorrido discurría, agazapada, en lo más profundo del cañon.
Circulábamos con cuidado y haciendo frecuentes paradas para sacar algunas fotos. Carlos, aunque no decía nada, estoy seguro que en cada curva, en cada recodo, en cada impresionante plegamiento rocoso, se acordaba de su cámara perdida en el Sáhara. Me apenaba su situación, pero nada podía hacer al respecto.
Al llegar a la zona alta, en el último pueblo cuyo nombre ya no recuerdo, un hombre que estaba sentado en la terraza de un bar, deporte nacional por excelencia este del terracing, nos salió al paso mientras dilucidábamos si estábamos en la pista correcta. Nos preguntó si nos dirigíamos a las montañas y al contarle nuestras intenciones nos dijo que era imposible el paso para nuestras motos, que las pistas estaban destrozadas por las crecidas y que incluso los todo terreno tenían problemas para rebasar los pasos más complicados.
Carlos y nos yo nos quedamos mirándonos sin saber muy bien qué hacer. El hombre, decidido a que no arriesgásemos nuestra integridad por aquellos parajes solicitó el apoyo táctico de un gendarme cubierto de polvo que ratificó su teoría.
Así las cosas no nos quedó más remedio que desandar el camino y regresar a la confortabilidad del asfalto de la carretera principal para llegar al Todra por la nacional.
Llegué solo a la Garganta del Todra, Carlos había quedado unos kilómetros atrás, cosa que no me preocupaba porque, además de llevar gasolina suficiente, el desvío estaba bien señalizado y habíamos quedado en vernos a la entrada de la Garganta.
Lo primero que me encontré fue a un hombre intentando pescar unos pequeños peces de nombre desconocido con una caña rudimentaria, como las que usábamos cuando éramos niños. Entablé conversación con él y me interesé por sus inexistentes capturas. Él, solícito, me prestó su caña y me dediqué durante un rato a la pesca, aprovechando que Carlos aún tardaría en llegar.
Cuando llegó yo ya había intimado con los vendedores de los puestos y estábamos tocando los tambores beréberes y cantando lo que yo ya calificaba como el himno local: “vamos a la playaaaaaaa…”.
Las enormes pareces de la garganta del Todra, de unos trescientos metros de altura, retumbaron con el sonido de la gaita mientras los acordes de la Marcha Celta inundaban todo el valle. Los chicos que atendían los puestos de venta para turistas, inexistentes aquél día de temporada baja, se fueron acercando con su mirada curiosa y, poco a poco, volví a formar en mi derredor una curiosa clá de variado pelaje. Poco a poco la empatía con aquellas gentes se fue haciendo más y más patente y compartí con ellos lo poco que quedaba en la bota de vino y un licor de marihuana que solo los más osados y curiosos se atrevieron a probar. Agua de fuego con efectos secundarios.
Abdul, dueño de uno de los puestos de la zona alta, estaba empeñado en alquilarnos su tienda de campaña para pasar la noche y sólo nos cobraría diez euros. También estaba muy interesado en la bota de vino, quería hacer trueque a toda costa. Después de unos tragos ya había rebajado el precio del alquiler a cinco euros y cuando, por fin, accedí a cambiarle el escaso cuarto de litro que quedaba por un turbante, no sólo no nos cobraba nada por dormir sino que nos invitaba a cenar tajine. La tienda en cuestión era poco más que un trapo descolorido plantado entre el pedregal de la orilla, al pie de un cortado vertiginoso.
Después de unas horas abandonamos en Todra al atardecer. En nuestra estancia allí todo el tiempo estuve dudando si quedarnos a dormir en la Garganta o seguir ruta. Al final decidí continuar aunque creo que me faltaron unas horas para salir de allí bien empapado del paisaje y de la gente.
Acerqué a su casa a un tipo muy simpático que había vivido en España los últimos veinte años. Nos contó de su paso por la cárcel de Carabanchel – “como si yo fuese un chorizo, oye!”- Todo había sido una embarullada confusión que me relató de una forma igual de embarullada y no conseguí quedarme sino con el hilo principal de la historia. Ahora había montado un albergue cerca de la Garganta para que su hija pudiera vivir de ello.
Carlos dejó el material escolar que llevaba en una de las escuelas del valle mientras yo lo esperaba en algún lugar en el medio de ninguna parte. No me dijo que iba a hacerlo ese día y me pareció lo correcto. Hay cosas que uno debe hacer solo y Carlos estaba deseando vivir su propia aventura para la que yo, en muchas ocasiones, no era más que un estorbo. Comprendí eso los primeros días, esa necesidad de vivir el viaje, de enfrentarse a las dificultades en solitario y por ese motivo no me preocupaba demasiado cuando nos distanciábamos varias decenas de kilómetros y cada uno viajaba a su aire. De forma tácita se había firmado ese pacto.
El atardecer nos sorprendió en plena ruta y, aprovechando la ventaja que le sacaba a Carlos me iba parando cada pocos kilómetros, no tanto para esperarlo como para disfrutar de las hermosas vistas de la puesta de sol en el desierto.
Al llegar a Erfouz, la puerta de entrada a las dunas de Merzouga, el Erg Chebi, nos encontramos con Mohamed, un berebere de los más pelmas, que nos entretuvo por espacio de una hora y que nos convenció para pasar una noche en una jaima del desierto. El trato era que al llegar a Risani, a sesenta quilómetros de allí, nos subiríamos a los camellos y, en plena noche, nos llevarían a la jaima para ver el amanecer en las dunas. De nuevo embarqué en la Vstrom a un pasajero. Se trataba de Abdul, un menudo personaje de turbante calado y ojos adormilados que infundía tranquilidad con su santa paciencia. Daba la impresión de estar completamente fumado.
Rodamos hasta Risani atravesando la insondable oscuridad de la planicie, cansados y con sueño, con la intranquilidad de rodar de noche en las peculiares carreteras marroquíes. Al llegar al albergue nos encontramos con que el dueño se niega en redondo a llevarnos a las dunas. Ya eran las doce de la noche y su padre, el camellero, hacía poco que había llegado de las dunas y estba durmiendo. Esta falta de seriedad, junto con el cansancio que arrastramos, hizo mella en nuestro ánimo y la discusión comienzó a subir de tono. Nos propusieron quedarnos esa noche y salir al día siguiente, por la tarde, a dormir en el desierto pero era una solución que no nos satisfacía. Al final, por no seguir discutiendo, negociamos quedarnos una noche más a cambio de una rebaja en el precio y, echando mano de mi capacidad para racionalizar y poner paz, nos fuimos a la cama con un regusto un tanto amargo. Mañana será otro día.
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