Se dormía poco y mal aquella noche en el albergue. Un calor insoportable se cernía sobre el desierto y el aire acondicionado era un aparato inservible que, puesto a toda potencia, no conseguía más que elevar un poco los decibelios de la habitación. Amparado por la oscuridad me levanté y salí sigiloso mientras Carlos, ajeno al calor y al ruido del acondicionador de aire, dormía a pierna suelta.
Fuera, una ligera brisa atemperaba un poco el ambiente. Sentado en la escalera del albergue encendí uno de mis puritos árabes y aspiré una profunda bocanada. Tosí y, a un metro de distancia se oyé una especie de bufido cansino, un rezongue de alguien que intentaba conciliar el sueño al raso sobre una vieja colchoneta de espuma. Era Abdul que además de dormitar durante el día, dormía profundamente en la noche. A tientas, volví al interior y me mantuve en un duermevela desagradable hasta que salió el sol.
Nos levantamos y después de desayunar, (otra vez con zumo de naranja), nos dispusimos a dar una vuelta con las motos por los alrededores de las dunas, circulando por las pistas que hay todo alrededor de los veinticinco kilómetros del erg.
Cuando estábamos sobre la moto, listos para salir, Carlos dijo que tenía que llenar el depósito, que se estaba quedando sin gasolina: le había entrado la reserva durante la noche, poco antes de llegar a Risani. De repente noté que la sangre me hervía. Mis músculos se tensaron y tuve una explosión de ira. Había podido surtir en la gasolinera de Erfouz, pero prefirió esperar a llegar al centro de ninguna parte para repostar. Eso me llenó de rabia y le grité. Él, con tranquilidad, me decía que había visto un cartel al llegar, en una casa particular, donde vendían gasolina. Yo, con elevado tono de voz, le dije que quería andar en moto, que no me apetecía estar al sol, esperando, mientras buscaba la gasolina, al gasolinero y a su puta madre. Acto seguido proferí un sonoro “vete a tomar por el culo, joder!”, arranqué la Vstrom, y tomé la primera pista que se dirigía hacia las dunas.
A poco menos de un kilómetro, sintiéndome ya libre de Carlos y su manía de apurar la gasolina hasta el final del depósito, aún de muy mala leche, entré en la zona de arena. La pista, aunque dura hasta el momento, tenía varias bifurcaciones para llegar al mismo punto y cometí el error de escoger la que tenía la trampa de arena. La moto, a los tres metros de entrar en este blando elemento, se atascó y decidió no seguir adelante. Me bajé de ella y se quedó derecha, tiesa, desafiando la elemental norma que dice que una moto, si no la sujetas, se cae. Yo la miraba como quien mira a una mula tozuda que se niega a dar un solo paso más. La observaba como quien posa su mirada en un ser vivo y, en silencio, suplicaba que no me hiciese eso, que saliera de allí por favor.
El sol caía a plomo, con insistencia desértica y no se veía un alma por los alrededores.
Pensando con frialdad, con la frialdad que el sofocante calor me dejaba, siempre tenía la posibilidad de volver al albergue andando, al fin y al cabo no me separaban de él más de mil quinientos metros, como mucho, pero la sola idea de presentarme desvalido ante Carlos y los dos trabajadores que cuidaban el lugar se me antojaba abominable. Acababa de montarle a mi compañero de viaje una buena bronca y ahora no era el momento de acudir a él en busca de ayuda.
Cuando me encontraba dilucidando mis posibilidades de desatascar la máquina, como surgido de la nada, apareció un chico que saludó con un Bonjour monsierur, la route c´est pour ici, señalando la pista que se bifurcaba. Si coño, ya sé que es por ahí, pero ahora no es el momento de indicarme el camino, pensé yo.
El chico, sin que yo dijera nada, se hincó de rodillas y comenzó a sacar arena con las manos haciendo un carril de salida para la rueda trasera. Yo le ayudé y cuando la moto comenzó, por fin, a moverse marcha atrás llegó Carlos con Abdul a la grupa, con el asunto de la gasolina solucionado gracias a la intervención de su acompañante. Ya se me había pasado el cabreo con él pero aún conservé mi gesto adusto un buen rato, no sé muy bien si para hacer prevalecer mi supremacía o para dejar clara constancia de mi disgusto con su forma de llevar el viaje con respecto a la gasolina.
Nos acercamos a Risani por las pistas, luchando con la toule ondulèe, con las trampas de arena y con las rodadas de los 4×4. Definitivamente no rodaba cómodo en aquel terreno. La Vstrom es demasiado pesada para estos menesteres y aún más circulando con un neumático mixto, cuasi asfáltico. En algún momento parecía que la moto se iba a desarmar y me dolía cada kilómetro que hacíamos. En ese momento decidí no volver a salirme del asfalto con ella.
Guiados por Abdul, llegamos a uno de los complejos hoteleros cercanos con la intención de comprar una botella de vino. pero nos encontramos con la obcecada actitud del camarero que, empeñado en cobrarnos ocho euros al cambio, se empeñaba en ser impermeab
le a nuestras sanas intenciones de regateo. Sin vino, asfixiados de calor y, en mi caso, con muy pocas ganas de hacer nada que implicase movimiento, volvimos al albergue a esperar la hora de salir, con los camellos, hacia la jaima de las dunas.
En el albergue el fresco no era sino un anhelo y, con cuarenta grados a la sombra, me dediqué a intentar conciliar un sueño que no llegó. Dediqué el resto de la tarde a navegar por Internet y a beber agua como loco en un vano intento de refrescarme con agua templada.
Al atardecer, bajo la sobra de un árbol escuálido, desgrané unas notas en la gaita que, al igual que yo, emitía un quejumbroso sonido acogotada por el calor. Ni el público menudo que se acercó a presenciar el acto musical aguantó más de cinco minutos. Era la hora de no hacer nada.
Miré la enorme duna que se levantaba allá al fondo y luego cerré los ojos. Sólo se oía el ulular del viento, abrasador, que movía las palmeras. De vez en cuando el bramido de un dromedario me devolvía a aquella realidad absurda en la que estaba inmerso. La cabeza comenzaba a dolerme por el calor.
Por fin apareció Mohamed con los camellos, un mohamed más en el país de los mohameds,. Sin apenas cruzar palabras nos acomodamos sobre las espartanas sillas camelleras, confeccionadas con mantas dobladas, y nos dispusimos a adentrarnos en las dunas junto con una pareja de belgas. El camellero conducía la caravana con lentitud, buscando los mejores pasos por un camino que tan sólo él parecía ver. Pronto perdimos de vista el albergue y Risani y quedamos rodeados de silencio mientras el sol horadaba una cordillera montañosa en el horizonte.
La precaria silla de mi montura comenzó a hacer mella en mi trasero y a los cuarenta y cinco minutos ya no sabía que posición adoptar, del reducido elenco de posturas que un dromedario puede brindar a su jinete. Me dolía el culo y estaba deseando llegar a la jaima para apearme de aquella maldita bestia.
A cambio de tanto sufrimiento el paisaje que se abría ante mis ojos colmaba mis ansias de emociones. El silencio, tan solo roto por algún insulso comentario de Carlos, lo llenaba todo. Yo intentaba sobreponerme a cada palabra que mis compañeros de viaje proferían, como un graznido sacrílego rasgando tanta paz, cerrando los ojos y el sentido del oído. No llegaba a comprender como podían exhalar siquiera una palabra estando rodeados de tanta belleza.
Mientras subíamos y bajábamos dunas volví a recordar los versos de Argensola, «Porque ese cielo azul que todos vemos, ni es cielo ni es azul. Lástima grande que no sea verdad tanta belleza». En realidad el cielo ya se estaba tornando rojizo y el rosicler se posicionaba hacia el Este de forma que Argensola se estaba quedando fuera de lugar. No me importaba. Con la punta de mis dedos podía rozar lo hermoso y tan solo eso pertenecía en aquel momento.
Iba en silencio y silenciando mis pensamientos para, desde la nada, sentirlo todo.
Llegamos al campamento situado en una hondonada entre las dunas. Parecía un asentamiento de pordioseros venidos a menos. Las jaimas, pardas y en jirones, se erguían sobre la arena con vergonzosa gallardía a tenor de su estado.
Alrededor de un patio central franqueado por una valla que le daba el aspecto de un rancho en ruinas No me importó en absoluto.
Mohamed nos despachó rápidamente en pos de “le coucher du soleil”, la puesta de sol
, después de repartirnos los lugares para dormir. Todos elegimos dormir al raso bajo unas mugrientas mantas que olían a gato. Ascendimos, penosamente y desprovistos de elegancia, las dunas, escogiendo cada uno su lugar para ver la caída del Astro Rey. Los belgas, de complexión atlética, se encaramaron en lo alto de una duna enorme y Carlos y yo nos dirigimos a otra, no menos enorme a unos cientos de metros. Nuestro ascenso fue menos deportivo y cada paso iba precedido de varios resbalones en la superficie arenosa. Una vez arriba no quise estar cerca de mi compañero, necesitaba estar solo y supuse que él también así lo quería.
Carlos sacó el móvil y llamó a su novia. Supongo que lo necesitaba en aquel momento, oír la reconfortante voz de la persona que quieres, pero, en aquel instante, me pareció tan fuera de lugar que deseé que desapareciera la cobertura como por arte de magia.
Cuando el sol no era más que un remedo de la estufa que me había recalentado los circuitos durante la tarde, volvimos al campamento, no sin dificultadas: estuvimos más de veinte minutos dando vueltas intentando encontrar la hondonada donde nos esperaban para cenar. Nos separamos para buscar el camino pero las dichosas jaimas no aparecían. Al fin, cuando ya comenzábamos a desesperarnos oí la voz de Carlos que me llamaba. Había encontrado el objetivo.
Mohamed nos había preparado una harira, una sopa de garbanzos, maíz, lentejas, fideos y otros ingredientes, muy típica de Marruecos. Estaba buena. De segundo, un omnipresente tajine y un té moruno para rematar. A la luz de las velas charlé un buen rato con, Julie y Benjamín, los belgas, y con Mohamed que nos contó cosas de la hamada en los años cuarenta, de la vida en la frontera con Argelia, de las caravanas, de las trampas para las, hoy, extintas gacelas…
En lo alto de una duna volvió a sonar la gaita. Sones melancólicos que, arrastrados por el viento, se alejaban sobre la arena una vez libres de la prisión que los atenazaba. “All rivers are free” me pareció lo más adecuado en aquel paisaje desprovisto de agua.
Todos se fueron a acostar a sus rincones menos Mohamed y yo que nos quedamos un rato en silencio, mirando las estrellas y escuchando el silencio.
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