Ver Marruecos. Etapa 13 en un mapa más grande
A las cinco de la mañana, Mohamed, el camellero, me sacó de mi sueño con un presuroso “¡monsieur, monsieur!… le soleil”. Acurrucado entre las mugrientas mantas con olor a gatuno intenté prestar atención a sus palabras, pero los párpados volvían a caer ignorando donde estaba y a quien me hablaba. Él insistía en que debía levantarme, la salida del sol era casi un hecho y me la iba a perder.
Arrastrando los pies por la duna más cercana, entre las sombras del amanecer, maldije la hora en que se me ocurrió ir a presenciar la salida del sol en el desierto. Al fin y al cabo este es un hecho cotidiano y ya sé lo que es ver salir el sol en sus variantes más surtidas: noche de copas, noche de incendios, noche romántica, noche de viaje…
Al llegar a lo alto de la más baja de las dunas vi a nuestros compañeros de expedición repartidos entre la arena, encaramados a dunas que se me antojaban enormes a aquella intempestiva hora de la mañana. Ni por asomo se me pasó por la cabeza emular su comportamiento y me mantuve, impasible, a no más de cincuenta metros del campamento mientras el sol hacía su aparición por el sitio contrario donde se había ocultado la noche anterior.
Me senté cerca de Carlos después de saludar con un lacónico gruñido y fijé mi vista en el horizonte. Mientras el sol emergía detrás de la última duna mis tripas comenzaron a emitir breves, pero intensos, rugidos. Era el primer aviso de lo que se avecinaba.
Finalizado el espectáculo, de tonos rosas en pugna con el pardo de la arena, recogimos nuestros pertrechos y volvimos a acomodarnos sobre los dromedarios. Era algo que ninguno de nosotros deseaba pero la alternativa de volver caminando entre la inestable arena pareció no seducirnos a ninguno, amén del efecto “poco aventurero” que habría causado el descabalamiento de alguno de los integrantes de la expedición. Así que, armado de paciencia y compasión hacia mi mismo, me dispuse a darle otro par de horas de suplicio a mis ya depauperadas nalgas. Más que las nalgas molestaba especialmente la región del perineo, esa “tierra de nadie” que hay entre los testículos y el ano y que se veía especialmente martirizada por la terrible combinación de la espina dorsal del camélido y sus cadenciosos andares.
Durante el camino de vuelta mis tripas seguían lanzándome avisos sonoros combinados con generosos retortijones que hacían que, de vez en cuando, tuviera que llevarme la mano al bajo vientre.
Avistamos, al fin, el albergue y en cuanto mis pie tuvieron la fortuna de tocar el suelo sentí un enorme alivio al librarme de la tortura que aquella mala bestia me había inflingido. A paso ligero, sin entretenerme demasiado en dar los parabienes a Mohamed, me dirigí al cuarto de baño de la habitación y allí estuve, sentado en la taza del váter hasta que sentí que todos mis fluidos corporales habían sido evacuados. Recordé el ofrecimiento que los belgas me habían hecho la noche anterior que, alargándome una caja de pastillas me dijeron “ Tu veux? C´est por le malade du voyager”, (quieres, es para la enfermedad del viajero). Mi negativa tenía esa mañana sus consecuencias: malestar general, mareos y una tremenda cagalera que comenzaba a manifestarse de muy malas maneras.
Aún así, eso no me impidió desayunar unos bollos y un zumo de naranja.
Como cada día terminé de montar mi equipaje sobre la moto en pocos minutos y me entretuve mirando a Carlos mientras hacía lo propio. Apoyado en el cofre de la moto no le quitaba ojo y me hacía el enfadado para que se diese más prisa. El sol ya comenzaba a apretar con insistencia y lo mejor sería salir de aquel agujero cuanto antes.
Noté que Carlos se ponía
nervioso pero, aún así, no rebajé la presión. Supe que no merecía recibir ese castigo, que no era necesario someterlo a la presión de una mirada acusadora, es un buen hombre, pero quería acelerarlo, quería que abandonase esos hábitos, quería, en fin, lo que es imposible, cambiar a una persona en un par de semanas. Antes de que me diese la risa me volví y dejé que terminase de atar su equipaje en intimidad. Al salir acordamos que, ya que estábamos de vuelta haríamos el camino un poco a nuestro aire. Si nos volvíamos a ver, bien, sino, también. Creo que a los dos nos apetecía volar un poco en solitario.
Antes de llegar a Er Rachidia me detuve en una gasolinera para que Carlos repostara. Me dijo que no necesitaba, que llevaba gasolina suficiente. Arqueé las cejas y volví a concentrarme en mi penoso estado de salud.
Atravesamos los palmerales del Ziz, una extensión enorme de palmeras que se agrupan en las riberas del río Ziz. Dicen que de aquí salen los dátiles con más calidad de Marruecos. Yo no disfrutaba del paisaje, solo pensaba en mis tripas, en el dolor de barriga y en los mareos que, cada cierto tiempo me asaltaban.
Paré a repostar y vi que Carlos seguía ruta así que supuse que aquello sería una especie de despedida. Imaginé que mis desplantes y reproches le habrían hecho mella y me mandaba al cuerno. Ahora volábamos solos.
Otra vez en la ruta adelanté a la XT como una exhalación y me dirigí hacia Meknes, una de las ciudades imperiales, atravesando los más variados paisajes, dentro de la poca variedad que hay en esta parte del país.Fui consciente de atravesar poblaciones en las que debería haber hecho una parada pero mi estado de ánimo me impedía hacer otra cosa que no fuese rodar. Hacer kilómetros de forma continua e intentar olvidar los retortijones que se cernían bajo mi ombligo. Al comenzar a subir las primeras rampas del Atlas ni siquiera los enormes bosques de cedros centenarios o los prados verdes y frescos de las altiplanicies llenaban mi espíritu de modo que no tuve más remedio que detenerme en un apartadero y volver a descargar mi acuoso interior. Al lado de la moto, con un poco de fiebre y tembloroso, extendí la chaqueta y me dispuse a dormir una reparadora siesta, aún a pesar de no haber comido. Me sentía exhausto, incapaz de seguir adelante sin tomar un descanso. Después de varias visitas a la encina del talud mi estado comenzó a mejorar y caí en un profundo sueño mientras algunos coches y camiones pasaban a mi lado.
Pasaron más de dos horas cuando Carlos hizo su aparición. Se había quedado sin gasolina unos treinta o cuarenta kilómetros atrás y tubo que movilizar a medio pueblo, taxista incluído, para conseguirle una garrafa. Me dio un ataque de risa y le dije que, por fin, tenía su aventura de la gasolina para contar a sus nietos. La cosa de la gasolina ya me parecía graciosa por la insistencia.
El creyó que me había enfadado por el asunto de la gasolinera o la tardanza en la partida.
Aún descasamos un rato más porque él también venía un poco tocado de salud ventral. La maldita harira, [sopa marroquí], que habíamos comido en el desierto nos dejó bien jodidos.
Después de un rato conseguimos continuar, juntos de nuevo, con ritmo lento hasta llegar al siguiente bosque de cedros, cerca de Azrou. Allí un par de vendedores pesadísimos intentaban colocarnos cualquier cosa de su mercancía mientras los monos nos observaban con indiferencia. Más abajo, en Azrou, nos detuvimos a tomar algo. Eran las cinco de la tarde y aún no habíamos probado bocado pero ni siquiera las chocolatinas que compramos me apetecían. Más bien al contrario pues tuve que volver a hacer uso del excusado. Para sorpresa mía el váter era tradicional marroquí, es decir, un agujero en el suelo, un grifo para llenar una exigua lata y nada más. Por supuesto ni papel higiénico ni nada similar. Ya se sabe que una vez metido en danza ya no hay marcha atrás de modo que, confundiéndome en los usos con la población local, mantuve mi higiene con los adminículos disponibles lo que me dejó el culo la mar de fresco. Usé la mano impura, por supuesto.
En Meknes, guiados por un aparcacoches que, cosa rara, no nos exigió propina, recalamos en el peor hotel de toda la ciudad y, con diferencia, el peor de cuantos haya pisado en mi vida. La sordidez del cubil, sin menoscabo para los cubiles, ya se presentía en la recepción, un portal descuidado y sucio que era la antesala de lo que encontramos en el segundo piso. Allí puertas y ventanas se repartían por la planta sin concierto aparente y sin que respondiesen, necesariamente, a un orden lógico.
La habitación, con dos camas, una mesa y su correspondiente lavabo, era, por lo menos, segura. O al menos eso podíamos colegir a tenor de los dos pestillos y cerradura de que disponía. Uno, al ver esto, no sabe si sentirse más o menos seguro, la verdad.
La seguridad de las motos, aparcadas a la puerta del chamizo, quedó a cargo del vigilante de la calle, un chico de unos veintipocos con espalda ancha y camiseta negra marcando pectorales. Cierto es que nos cobró más por la vigilancia, unos cinco euros por cada una, más de lo nos cobraban en el hotel por dormir una noche. Estas son las consecuencias que hay que pagar por tener más cariño al vehículo que a la propia integridad.
Recorrimos parte de la medina alumbrados tan solo por la exigua iluminación nocturna y, mientras Carlos compraba algo para cenar en el hotel, yo fui a una barbería a que me afeitaran. Mi estómago y resto de tripaje aún no se habían compuesto y no me veía capaz de meter nada en el cuerpo, aún menos una ensalada o algo ligero como mi compañero sugería.
La barbería, un pequeño habitáculo cerca del hotel, tenía dos viejos sillones cromados, con rejilla y porcelana, tan iguales entre si como los que se podían encontrar en cualquier establecimiento similar en la España de hace treinta o cuarenta años. De nuevo me transporté, mientras negociaba precio marroquí para mi persona, a la barbería de mi pueblo cuando era crío. En aquel entonces no pude disfrutar de los cuidados de Mario el Barbero, por ser yo un púber imberbe, obviamente. En este viaje me estaba resarciendo de aquello y me retrotraía en el tiempo para sentir la navaja subiendo y bajando por mi gaznate.
Mi charla con el barbero hubo de ser truncada de forma abrupta a causa de mis necesidades fisiológicas. Un nuevo ataque de severidad anal acudió raudo y, de nuevo, me vi en el hotelucho en un típico aseo marroquí, solo que este era más pestilente y desconchado que ninguno que hubiera visto en el país.
Antes de acostarme olisqueé las sábanas de la cama como un perro en busca de rastros ajenos a mi humanidad mientras Carlos se partía de risa. Y los encontré en forma de pelos retorcidos y cabellos lacios que, definitivamente, no eran míos: yo aún no había estrenado semejante lecho. Volví a cerrar la cama y me instalé en mi saco de dormir.
Al lado, el palacio de Mohamed VI seguro que ofrecía mejor y más suntuoso hospedaje, al fin y al cabo dice la leyenda que siempre están preparados por si llega el monarca.
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