Cuando me levanté, a primera hora, mis intestinos aún seguían revueltos pero, para mi tranquilidad, lo peor parecía haber pasado. Al menos esa esperanza tenía a esa hora de la mañana…

Contento por abandonar el tugurio que nos había servido de hogar esa noche inicié el día con ánimos renovados aún a pesar de lo precario de mi salud. Como cada día dedicamos un rato a la manutención de las motos, un engrase de cadena y una revisión a fondo de todo lo visible.

En poco tiempo habíamos abandonado las caóticas calles de Meknes y rodábamos en dirección norte, camino de Tánger en lo que iba a ser nuestro último día en Marruecos.

La carretera, con piso irregular y con tramos en mal estado, discurría por paisajes agradables. Jalonaban la vía gran cantidad de olivos, pitas, adelfas… entre curvas suaves y dulces de tomar. Íbamos tranquilos, rodando a baja velocidad y disfrutando de lo que tiene de melancólico terminar el viaje con todas las connotaciones que el regreso conlleva.

A pocos kilómetros de Meknes pasamos por Volúbilis. Era un lugar que me sonaba mucho pero no acababa de saber de qué. Tenía reminiscencias romanas pero yo no terminaba de saber de qué conocía el topónimo. Mientras desayunábamos, un zumo y unas pastas en un restaurante de carretera, se me hizo la luz. En alguna ocasión había leído algo sobre la ciudad romana de Volúbilis, uno de los yacimientos arqueológicos más importantes del norte de África. Por fin la suscripción a National Geografic tenía su aplicación práctica. El restaurante, a pesar de disponer de un vistoso cartel que rezaba “bienvenus aux motards”, no nos hizo ningún descuento así que supuse que los moteros éramos bienvenidos pero no recibíamos ningún trato especial. Es decir, bienvenidos los moteros, los camioneros, los taxistas y todo aquel que traiga algún dirham o cualquier otra remuneración dineraria. Pagamos lo que nos pidió la aburrida chica que se encargaba del local y deshicimos camino para tomar la pista que nos llevaría al yacimiento.

Nada más flanquear la entrada, previo pago de la misma, una horda de guías se nos abalanzó para ofrecernos sus servicios. Con una amplia y displicente sonrisa me los quité de encima a todos menos uno que, por todos los medios, intentaba sacarnos diez o veinte euros por acompañarnos por las más de veinte hectáreas de la ciudad romana. Viendo que no podía hacer nada con nosotros, que éramos gente inculta con escaso interés por la romanización en el magreb, nos dejó por imposibles.

Luego, paseando entre el templo de Juno, el Ágora, los mosaicos, el Ara… sí eché de menos un guía y lo solucioné acercándome a un grupo de turistas italianos con más interés por la cultura que nosotros. También entablé conversación con otro guía que, desocupado, haraganeaba por los alrededores del Templo de Venus tomando el sol que ya comenzaba a tornar un poco más agradable la mañana.

En general las ruinas de la ciudad reflejan un tremendo abandono y no me refiero al sufrido en el siglo VIII sino al escaso interés con que la administración marroquí trata este enclave. Matorrales y malas hierbas se disputan el espacio con mosaicos y viviendas romanas con dispar resultado en la pugna dependiendo del lugar por el que nos deslacemos.

Abandonamos este importante enclave romano y continuamos hacia Chefchaouen a donde, si nos dábamos prisa, podríamos llegar a la hora de comer. Yo tenía interés por enseñarle a Carlos esta curiosa ciudad con sus callejuelas y casas pintadas en blanco y azul que tanto me había gustado en mi anterior visita. Llegamos a Chefchaouen a las tres de la tarde, después de haber disfrutado de un agradable viaje por el Rift, el mayor centro de producción de hachis del mundo. Las montañas nos recibieron con sus mejores galas verdes, ya vestidas de plena primavera desde hacía algunas semanas y, de nuevo, nos vimos envueltos en una fiesta de curvas y paisajes hermosos con tráfico escaso y asfalto en estado más que aceptable, óptimo en algunos tramos.

Tetouan

Paseamos por Chefchaouen y decidimos comer en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, con vistas a la plaza: Casa Aladín. Yo tenía hambre atrasada a causa de los acontecimientos que se estaban librando en mi interior y deseaba comer algo caliente y que estuviera fuera de toda sospecha. Las tabletas de Fortasec iban haciendo su efecto y ya me sentía con fuerzas para comer cualquier cosa.

Después del buen yantar recorrimos toda la parte alta disfrutando a cada paso de los hermosos rincones de esta pequeña ciudad de cuarenta mil habitantes. Chaouen es, definitivamente un lugar especial y una de las ciudades que más me gusta de todas que he visitado. Es tan distinta a todo lo conocido, tan peculiar, tan… azul.

A media tarde salimos de la ciudad para bajar la cordillera del Rift en dirección a Tánger donde pensábamos hacer noche. La salida de Chefchaouen es una sucesión de curvas con buen firme y limitadas a cuarenta por hora. Ante la ausencia de vehículos y el buen estado de la carretera bajábamos un poco pasados de velocidad y la policía se encargó de afearnos nuestro comportamiento con gestos desde el arcén. De nuevo, dando la nota.

Ya en Tánger nos encontramos, en el paseo marítimo mientras buscábamos un hotel, a un chico que se ofreció a acompañarnos a uno bueno y barato. Así que, una vez más, me vi paseando a otro marroquí sin casco por las calles de una ciudad. Ya había perdido la cuenta de los servicios de transporte realizados. El chico, del que no recuerdo el nombre y al que llamaré, por analogía de sus congéneres, Mohamed, nos dijo que vivía en la calle, que no tenía dónde quedarse. Su aspecto no era el de alguien que viviera en la calle, la verdad, así limpio, peinado y bien vestido según estaba. Nos acompañó al hotel, un edificio recién rehabilitado con habitaciones limpias, modernas y WIFI en el hall.

Mohamed, o como quiera que se llamase nos contó que estaba separado y su mujer estaba en España. Él, expulsado por no tener papeles, se resignaba a quedar en Tánger esperando la oportunidad de hacer no se sabe bien qué y añorando a su hijo de pocos meses. Abocado a vivir en la calle su futuro se vislumbraba cada vez más negro y las posibilidades de volver a España se esfumaban día a día, según sus palabras. La historia de Mohamed resultaba conmovedora y digna de lástima sobre todo cuando te la contaba con la mirada perdida y cara de resignación.

Luego se fue con Carlos en la moto para hablar con la policía del puerto pues mi compañero de viaje aún conservaba alguna esperanza de que alguien encontrase su cámara perdida en el Sáhara y se la entregase a los gendarmes.

Cuando regresaron, Carlos me contó que la policía se le había reído a la cara, literalmente se habían descojonado de risa cuando les sugirió la posibilidad de llamar al puesto de Tan-Tan para preguntar si alguien había encontrado la Canon Eos. Por única respuesta encontró la risotada del gendarme que le decía con sorna, “esto es Marruecos, no Europa”. Se veía venir.

Tánger

Tánger

Tánger

Mohamed le pidió dinero a Carlos mientras yo me acicalaba arriba, en la habitación y como la historia de aquel joven me había conmovido tanto, bajé también a darle algo de dinero, al menos para que pudiera cenar aquella noche. En lugar de insultarlo con una limosna le dije que se viniera con nosotros a cenar que lo invitaba en un buen restaurante occidental que conocía y luego nos tomaríamos unas copas. Ahí le cambió un poco la cara y, deshaciéndose en disculpas, me respondió que no, que no sería bien mirado en ese sitio y que prefería que le diera algo de dinero. Le di sólo tres euros porque Carlos ya le había dado siete en agradecimiento a los servicios prestados, y no le pareció suficiente. Volvió a hablarme de España, de su ex-mujer, de su hijo de meses y… y ya no aguanté más. Por fin desperté de aquella farsa y me di cuenta de que, como la mayoría de los buscavidas de Tánger, cada vez tienen unas mayores dotes para el teatro. Ese tío me estaba tomando el pelo.

Mi cara se tornó seria y supongo que comenzó a reflej
ar mi ira porque Mohamed, o como quiera que se llamase, no insistió mucho más en sus peticiones y se largó. Yo me quedé en la puerta del hotel con cara de tonto, sintiéndome engañado, una vez más, frustrado y de muy mala leche. Obviamente no por los tres euros que le había dado, que es lo de menos, sino por esa sensación amarga de cuando te sientes estafado.

Salimos a cenar a “El Cárabo”, un restaurante muy “chic” que hay en el paseo de la playa, barato, con buen vino marroquí y mejor comida. Charlamos con el dueño que, además de encargarse de la música en directo desgranando boleros y blues, realizó, en sus tiempos mozos, varios viajes por Europa en una Jawa.

Al salir nos dimos un paseo por la playa, agotando las últimas reservas de licor de marihuana y del polen comprado en Chefchaouen. Un marroquí muy delgado que escupía palabras como si tuviese una AK-47 en la boca, no dio la paliza un rato para vendernos un híbrido entre calzoncillo y traje de baño.

Reflexionamos sobre el viaje que ya tocaba a su fin y nos congratulamos de haber viajado juntos. A pesar de las diferencias de carácter no nos había ido mal del todo. Brindamos una vez más y nos fuimos al hotel.

 

Por la mañana, la ingesta alcohólica de la noche anterior hizo que Carlos, poco acostumbrado a lidiar en estas plazas, se levantase más tarde de lo habitual. Yo ya había empaquetado todo en las maletas y en pocos minutos estuve dispuesto para la marcha.

A las nueve menos cinco decidí no esperar más a mi compañero y nos despedimos porque el barco zarpaba a las nueve y aún tenía que rebasar los controles de pasaporte, billete y papeles varios con la burocracia marroquí. Nos dimos un apretón de manos y nos deseamos buen viaje. Carlos se quedaba amarrando la impedimenta, esta vez sin mi escrutadora mirada de por medio.

No podía permitirme perder este barco porque el siguiente saldría en dos horas y aún me quedaban muchos kilómetros para llegar a casa, más de mil. Por otra parte Carlos se iba a Granada y nuestra ruta no coincidía.

Sentado en el barco volví a tener la sensación de viajar solo y me gustó. Aún quedaban un par de días antes de llegar a casa, pero el viaje ya se había terminado. Solo restaba una parada en Alba de Tormes en un encuentro de “Grandes Viajeros” que organiza Jaime Leonú, uno de los más experimentados viajeros en moto de este país.

Y aún quedaría una multa por rebasar la línea DISCONTINUA en plena campaña de protección al motorista. Cosas veredes…