He dormido fatal. La autopista es como una banda sonora monótona y molesta que se me instala en la cabeza y me impide conciliar el sueño. De cuando en cuando un camión pasaba al lado de nuestro campamento y me sacaba del duermevela desasosegante en el que, por momento, me instalaba. Así pues, al amanecer estoy en pie y, aún sin dormir apenas, con las ilusiones renovadas por subir de nuevo a la moto y correr aventuras mundanas.

Ahora Jose Manuel y yo estamos parados en el arcén de la autopista. Hemos vuelto a perder a José Luis que, poco a poco, se iba quedando atrás. En el tiempo de fumarse un cigarro aparece nuestro compañero. Otra vez ha perdido la maleta, esta vez en plena autopista con desastrosos resultados para la primera. En realidad ha tenido suerte de que se le haya caído en el arcén porque, una meleta rodando por la autopista puede provocar un accidente serio.

El sol mañanero ilumina el monasterio de Montecassino mientras los coches pasan zumbando a nuestro lado.

De nuevo en marcha.

Salimos hacia carreteras nacionales poco frecuentadas y nuestra marcha gira hacia el oeste, enfilando Brindisi. Hoy cruzaremos todo Italia y, al caer la tarde, embarcaremos con destino a Ingoumenitsa, en Grecia para llegar sobre las tres o las cuatro de la madrugada. Ya se verá donde pernoctaremos esta noche.

El respeto por las líneas continuas, ya sean dobles o sencillas, es inexistente. Aquí los conductores se asoman y, si consideran que hay espacio suficiente y el que viene de frente está a una distancia que consideren prudencial, adelantan. Nosotros, con la ventaja que da la moto para estos menesteres, nos acomodamos enseguida a las costumbres locales en cuestión de conducción.

El sol aprieta durante toda la mañana con más de 30º y, sin que pueda reprimirlo, de vez en cuando se me dibuja una tonta sonrisa en el rostro.

Cuando la carretera comienza a ser poco más que un camino vecinal decidimos volver a la autopista de peaje, so pena de no llegar nunca.

Atrás queda Bari y la Italia verde y rica. Ahora todo es sucio y polvoriento, con el aire decadente de las comarcas abandonadas a su suerte. Decenas de prostitutas se apostan en ambos márgenes de la carretera, entre bolsas de plástico y papeles que levantan vuelo a nuestro paso. Minifaldas reducidas a la mínima expresión muestran el arranque de unos glúteos que se adivinan marmóreos. Les lanzo besos al aire con la mano deseándoles una buena jornada y un feliz regreso a sus pueblos de África cuando hayan ahorrado lo suficiente. Ellas me devuelven el saludo con una sonrisa pícara que tiene un algo de eterna tristeza.

El GPS de José Manuel nos guía entre invernaderos y carreteras secundarias, abandonadas y feas, en busca de Alberobelo, un pueblo declarado Patrimonio de la Humanidad por sus curiosas construcciones, los trullis

 

En poco más de veinte kilómetros avistamos Brindisi, varado en un mar de arboleda, de huertos, de frutales, extendiéndose a nuestros pies en la rasa costera. Al fondo el Mar Adriático al que regreso después de dos años. El olor de la marina no llega hasta aquí arriba pero puedo percibir su embriagador perfume. El mar. Esa enorme extensión de agua a la que la mayor parte de mi vida apenas si presté atención y que ahora me atrae de forma irremisible. Conozco a más personas que les ha sucedido lo mismo. Una vez llegados a la edad adulta, a esos años en los que aún no te tratan de usted de forma habitual pero tu ya te sientes un usted cualquiera, de repente, siente la llamada del mar y descubres, extrañado, que necesitas volver a él constantemente.

Falta media hora para que alga el barco, somos de los últimos en llegar. Allí están desde hace rato, Ismael y Martín que ya temían que no llegáramos a tiempo por haber perdido tiempo por carreteras secundarias. ¿Perder el tiempo? Acaso se puede perder el tiempo encima de una moto? Más bien es al contrario y el tiempo se pierde, para siempre, cuando haces una tarea a disgusto pero viajando en moto, como dijo R. Pirsig, “formas parte del paisaje” y tu cuerpo y tu mente se unen tan indisolublemente con éste que logras que el tiempo se detenga. No hay ninguna otra actividad en la que sea tan sencillo sentirse formar parte del mundo.

La policía secreta, ue no lo es tanto pues, aunque vayan de paisano son fácilmente identificables, no quitan el ojo de encima a los búlgaros que van a embarcar en sus vieja tartanas y en Mercedes de desecho provenientes de Alemania.

Una mierda humana, deshidratada, yace en el suelo, a mis pies, dando fe, avergonzada, de la inmundicia de su creador. Está pidiendo una rápida conversión a polvo. Le doy una patada y se aleja abochornada con un seco sonido acartonado.

La bodega del barco nos engulle entre sus fauces y vamos a parar a su sucia barriga. El suelo es una especia de asfalto arrugado y roñoso en el que unas líneas amarillas, desvaídas de puro viejo, intentan guiar a los pasajeros hacia alguna parte. Como contrapunto un tripulante con traje de contramaestre se desenvuelve entre el calor insoportable y el murmullo de los motores con sorprendente elegancia. Nos indica que es mejor no dejar ningún objeto sobre la moto, nada que se pueda robar. ¿La causa? The bulgarian people. Mirándolos no parecen mala gente. Me recuerdan, con sus vehículos ajados, a los marroquíes que cruzan el estrecho cada verano cargados de bártulos y con el inconfundible brillo en los ojos del que regresa al hogar.

El baño apesta a orina vieja y está encharcado, atascado de papel. Es inmundo. Aún así me afeito y me doy la primera ducha en dos días.

En cubierta miro las estrellas y pienso que me gustaría ser marinero. Capitán, mejor.una vida errante que se reinventa a si misma en cada nuevo puerto.

Tres búlgaros adolescentes se pasean mientras miran de reojo nuestro equipaje. Tienen pinta de delincuentes aunque probablemente no sean más que unos adolescentes que miran todo con curiosidad en su primer viaje al extranjero. Me afano con la bota de vino durante la cena y, a la hora del cigarro estoy un poco mareado. 

Vuelven los chicos búlgaros y se llevan una nevera que está al lado de nuestro equipaje. Resulta que sus miradas hacia el rincón solo se debían a que estaban vigilando sus propios bultos. Me siento un poco avergonzado. Al final es el sino de la humanidad: desconfiar unos de otros.

 

  

He dejado a mis compa&nti
lde;eros de viaje para buscar un lugar en el que dormitar un rato y ahora estoy en el suelo, en un ricón, agazapado detrás de un par de sillones de masaje que nadie usa. Los párpados me pesan. Estoy derrotado.