Etapa 6. Boujdour – Tan-Tan Playa
El Frustrante Adiós a Mauritania
Ver Marruecos. Etapa 6 en un mapa más grande
Con la llegada del alba la euforia del día anterior fue tornándose más difusa y tomando la docilidad de un colegial el día de su primera comunión. Mis ánimos ya no galopaban, exultantes de júbilo, sino más bien, se habían convertido en un remedo de trote deslavazado. Con nulo éxito intentaba convencer a Molina y a Carlos de que nuestra empresa llegaría a buen puerto, a tenor de las informaciones de última hora que nos había proporcionado el alemán pero ellos, sobre todo Molina que siempre tiene los pies asentados en la tierra de forma firme, no terminaban de creérselo. Quizá Carlos, parco en palabras y enorme en candidez me prestaba más atención y deseaba que todo saliera como yo vaticinaba, pero no había demasiada animosidad en el grupo.
Durante el desayuno en uno de los bares-cafetería-restaurante-terraza-pub de la calle principal me acerqué a telefonear a la embajada de España en Mauritania. Allí nadie contestaba pues aún eran las siete y pico de la mañana y las oficinas estaban cerradas. El mismo resultado con la embajada en Marruecos y otros infructuosos intentos que hice, a excepción del Consulado en Nouadibou donde una agradable voz femenina se adueñaba de un contestador automático dándome un teléfono de emergencias. ¿Y qué era lo nuestro más que una emergencia? Saqué de la cama, sin saberlo, al mismísimo cónsul que, aún con la voz tomada por tan intempestiva hora me informó de la situación de primera mano. La frontera había dejado de dar visados hacía una semana a causa de las elecciones y la situación en el país estaba un tanto revuelta. La solución que me ofrecía era volver a Rabat y sacar el visado en la embajada de Mauritania o, por cien euros, tomar un vuelo en Laayoune hasta Canarias y acudir al consulado. Cualquiera de las dos era, para nosotros, inviable por falta de tiempo. También me dijo que, si no teníamos que ir a nada, solo por turismo, era mejor darse la vuelta porque la situación sociopolítica no era la óptima.
Salí del locutorio cabizbajo pero elaborando planes alternativos para que el viaje no se viese truncado del todo y crucé la calle para darle las noticias a mis compañeros. El alemán había hecho acto de presencia con su Mercedes 190 y seguía con la cantinela de su amigo en la frontera, empeñado en que, esa misma tarde o a más tardar, al día siguiente, volvería a dar visados. Cuando le dije que había hablado con el cónsul y le puse al corriente, su semblante se torno tan meditabundo como el de un alemán elaborando planes alternativos. Al fin, después de un rato dijo: – y para qué queréis ir a Mauritania, allí nada funciona, todo es una mierrrrda, es una caricatura de estado.
Volvimos a retomar la ruta, pero esta vez en sentido contrario, desandando el camino en dirección norte y cada uno con sus pensamientos bajo el casco. Habíamos concluido llegar a Marrakech para, una vez allí, decidir qué hacer con nuestras vidas. Molina me había dicho que regresaría a Asturias puesto que el viaje, tal y como lo habíamos previsto, se había terminado, pero yo albergaba la esperanza de que cambiase de opinión en los siguientes tres días de ruta. Habíamos congeniado muy bien y me dolía perderlo de vista tan pronto.
Yo tenía sentimientos encontrados. Por una parte me sentía frustrado por no haber podido llegar al destino que me había fijado, pero por otra parte el sentido de conservación se imponía ya que todas las llamadas que había hecho, todas las indagaciones, apuntaban a que era más prudente quedarse por Marruecos que internarse en un país en el que su dictador pretendía perpetuase, en contra de la mayoría del pueblo, en el poder a través de unas elecciones amañadas.
Yo abría la marcha, como siempre, pero el ritmo era cada vez más lento. Además de las múltiples paradas tanto para hacer fotos como para cualquier otra chorrada, se sumaba el hecho de que mi moto no iba del todo bien. El ritmo, al igual que mis ánimos, iba decayendo de modo que los camiones que adelantábamos nos rebasaban a los pocos kilómetros dando un bocinazo a modo de saludo. Nosotros respondíamos desde el arcén imaginándonos lo que pensarían los camioneros,- estos guiris están tontos-.
El paisaje se me hacía familiar, no en vano habíamos pasado por allí el día anterior, pero en esta ocasión parecía que ya no tenía nada que ofrecerme. ¿Dónde se habían ido las agradables sensaciones ayer?. ¿A qué lugar habían emigrado los profundos pensamientos que me llenaban de ilusionada emoción?. ¿A dónde el romanticismo de la solitaria llanura? Como a una novia abandonada en el altar, Mauritania nos había dado plantón y mi desconsuelo iba y venía por momentos.
La moto iba cada vez peor con tirones constantes y una, más que evidente, falta de potencia. En los escasos repechos que sucedían a una vaguada que nos acercaba a la playa, yo aceleraba repentinamente para calibrar la respuesta y ésta me dejaba aún más turbado. Había momentos en los que temía que fuese cada vez peor y que me dejase tirado. Molina insistía, en cada parada, en que eso era cosa de la inyección, gasolina sucia o filtro de aire en mal estado. Yo, que no soy muy ducho en temas de mecánica, imploraba a los dioses del desierto, a Allah o a quien quiera que dominase ese mundo yermo por el que circulábamos que me permitiese salir de allí a lomos de mi moto o, por lo menos, acercarme a un lugar civilizado donde poder reparar.
Después de comer ya habíamos decidido acampar en un paradisíaco lugar que habíamos visto a la ida, una ensenada con playa, dunas y acantilados, un sitio de ensueño. Allí haríamos una hoguera, montaríamos nuestra tiendas y saciaríamos nuestra sed con un escocés de ciento veinte euros el litro que habíamos reservado para el verdadero desierto, además de licor espirituoso con base herbácea, bota de vino y galletitas de la risa. Todo dispuesto para una fiesta de pijamas a lo Boy-Scoutt que no acababa de llegar porque la tarde se nos iba echando encima y el dichoso lugar no aparecía por ninguna parte.
Al atardecer la moto seguía fallando, después de más de quinientos kilómetros y yo continuaba con mis pruebas silenciosas. Harto del día de contratiempos y de conducir, embalé la moto hasta su límite que encontré rápidamente a unos ciento sesenta kilómetros por hora. Definitivamente algo no andaba bien en aquel motor. Entre pruebas de acelerones y potencia me fui distanciando, una vez más, de mis compañeros hasta que, hastiado de dunas y llanuras, me recosté sobre una de ellas, en el arcén, a observar como el sol se tomaba su descanso diario en su encuentro con el horizonte. Allí, tumbado sobre la arena dorada, encendí un purito mientras los camiones que había rebasado decenas de veces ese día, volvían a saludarme con un amistoso bocinazo. Yo agitaba la mano y sonreía con desgana. Veinte minutos más tarde llegaron los otros dos. Molina debió ver en mi cara un gesto de hastío y mutuamente nos aseguramos que el lugar de acampada no estaba lejos. En realidad ninguno de los dos teníamos ni idea.
Cuando llegamos al supuesto lugar de acampada éste no ofrecía las condiciones ideales que nosotros recordábamos, simplemente porque lo que buscábamos, hacía dos días que lo habíamos dejado atrás, al norte de Agadir, lejos, muy lejos de donde nos encontrábamos ahora, unos quinientos o seiscientos kilómetros. No hubo broncas, no hubo reproches ni miradas de desaprobación. Simplemente un mohín de resignación y ruta de nuevo en busca de un lugar donde dejarnos caer mientras la noche se cernía sobre nosotros.
Al llegar a Tan-Tan Playa, ya de noche cerrada, buscamos un hotel. Ya nos daba igual si era un tugurio de mala muerte o un resort de lujo con tal de terminar el día. A cambio encontramos un término medio en el camping Sable d´Or donde nos sablearon casi cincuenta euros por cada bungalow. Molina se adueño de uno en exclusiva y Carlos y yo nos acomodamos en el otro. Yo también hubiera agradecido estar solo para meditar en silencio.
En lugar de meditación y silencio nos hicimos un picnic a base de latas de conserva y vino de la bota, regado con el prieto picudo de la bota que mi padre me había preparado. Después de cenar comimos galletitas de la risa de postre, nos bajamos el whisky a pelo y un fumable para ir, con la percepción espacio-temporal bien alterada a pasear a una cercana playa que resultó estar en los confines del Magreb. Carlos, más prudente, se quedó en la cama. Mejor le hubiese resultado venir con nosotros a la vista de lo que le aconteció al día siguiente.
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