Ver Marruecos. Etapa 8 en un mapa
De nuevo un copioso desayuno, esta vez en Agadir, sitio distinto pero el mismo zumo de naranja delicioso. Supongo que ya habré mencionado alguna vez, en esta crónica, la devoción que le profeso al zumo de naranja y la profusión de establecimientos que lo sirven en este país a precio irrisorio. Las motos habían quedado a buen recaudo en el almacén de hotel. Es lo bueno que tiene viajar en moto por Marruecos, te facilitan guardar el vehículo en cualquier sitio y, aunque sepas que no va a pasar nada, siempre te quedas más tranquilo con la montura alejada de miradas indiscretas.
Visitamos la mítica playa de Agadir que, a decir verdad, no difiere mucho de cualquier playa de cualquier otro lugar de mundo; tiendas, cafeterías, restaurantes, paseo playero… todo occidentalizado para hacer las delicias de veraneantes y turistas al uso. En aquel momento pensé que no sería un mal lugar para salir a tomar unas copas por la noche.
Cuando llegamos al zoco aparcamos las motos delante de una de las puertas de entrada, a escasos veinte metros, donde destacaban como gemas en medio de la arena, situadas las tres entre un mar de ciclomotores dispuestos en dos o tres líneas. Allí uno de los vigilantes de chaleco fluorescente se ofreció a guardarnos los cascos, cazadoras y demás indumentaria propia del motorista, junto con las motos. También, de forma inevitable, se nos pegó un guía al que parecieron no importarle mis amenazas de no pagarle ni un duro por no necesitar de sus servicios. La verdad es que me hubiese gustado darle una hostia, o mejor aún, que se la diese Molina que está más ducho en esas lides, por pesado y mentecato, pero me abstuve siquiera de hacer un comentario, decidido, desde luego, a no soltar ni un solo dirham a semejante elemento. Nos guió, con evidente desgana y prisa, por las callejas del zoco, un mísero muestrario de los más diversos cachivaches “made in China” para llevarnos luego, como no, a la tienda de su amigo, hermano, tío o pariente en sentido genérico donde quisieron engañar a Carlos, (otra vez), con el aceite de argán que llevaba buscando desde hacía una semana. A mi ya me rechinaba el puñetero aceite y las lamentaciones de Carlos por no haberlo comprado a los vendedores ambulantes que nos habíamos encontrado por la carretera hacía varios días, pero también me causaba cierta hilaridad el asunto. Al hombre se lo habían encargado y no quería regresar a casa si él pero, conforme pasaban los días, yo ya estaba viendo que iba a terminar comprándolo en Tánger al doble de precio que se lo estaban ofreciendo aquí. En cualquier caso hacía días que me había olvidado de su gesta para con el preciado líquido. Por si esto no fuera poco en la tienda nos sirvieron el peor té de todos cuantos tomé en Marruecos y el Sáhara y, a buen seguro, fueron muchos litros. Creo que, junto con el zumo de naranja, son los dos líquidos que más aprecié en todo el viaje. Ni siquiera el agua en mitad del desierto me sabía tan bien como un buen baso de té moruno bien caliente.
Seguimos por el zoco guiados por aquel personaje que nos iba informando sobre los pormenores de la vida citadina. Tres millones de personas conviven en Agadir que es una ciudad bastante ajetreada, aún diría que caótica en alguno de sus barrios. Al fin, por la zona de obras, abandonamos aquella especie de polideportivo gigante que es el zoco por la misma puerta que habíamos entrado y regresamos a las motos que, tal y como era previsible, se hallaban en perfecto estado, con nuestro vigilante particular a no más de cinco metros de las mismas. Llegado el momento de las propinas, quiero decir, de la despedida, nuestro preciado guía exigió sus emolumentos a cada uno de nosotros. Carlos y Molina soltaron algunas monedas. Yo, fiel a mi promesa de dar solo cuando lo estime oportuno, no aflojé ni una perra gorda al pseudo guía, a pesar de su inquisidora mirada, faltaría más. Y es que, si hay algo que me revienta es que me insistan con algún servicio cuando ya hhe dicho, por activa y por pasiva, que no lo deseo.
Miestras bordeábamos la muralla de la medina el cielo seguía nublado y comenzó a chispear tímidamente. Bien pensé en aquel momento que llovería todo el día porque se estaba poniendo muy feo, pero, en cuanto comenzamos a ascender el “Pequeño Atlas” la temperatura subió, de forma brusca, unos diez grados y el sol salió
con insistencia infernal. Hicieron su aparición montañas de cierta entidad, algo a lo que ya no estábamos acostumbrados, y desfiladeros rodeados de colinas de un intenso color rojizo. Entre los tonos ocres destacaba la vegetación verde oscuro y las curvas se sucedían constantemente en un ascenso de varios kilómetros. El tráfico, en su mayoría compuesto por camiones Mitsubishi se hacía más tedioso y lento conforme ascendíamos y, de nuevo, como si me saltara un resorte, comencé con mi conducción creativa, dándole una nueva interpretación a cada señal de tráfico, a cada línea continua o a cada límite de velocidad. Otra vez Molina a la zaga, sin querer quedarse rezagado y Carlos, más temeroso o más cauto, varios kilómetros por detrás mientras nuestro vertiginoso ascenso no tenía fin. Detrás de cada camión, entre adelantamiento y adelantamiento, me iba fijando en los intermitentes de los camiones y en sus luces de freno, todo un ejercicio de imaginación kitch. Cada intermitente tiene ocho luces de color amarillo independientes que, de forma alterna y de cuatro en cuatro se van encendiendo. Si, por casualidad, el conductor acciona el freno se ilumina, justo debajo de los intermitentes, otro juego de cuatro o seis luces dejando atrás en iluminaria y destellos al más pintiparado de los tuneros al uso. Todo un despliegue de incandescencia que, unido a los vivos colores con que pintan estos camiones forman un cuadro de lo más chocante. Alguno de ellos, cargado hasta límites absurdos parecía querer desafiar las más elementales leyes de la física cargando con lo más granado del mercado estatal. Fardos, productos de la huerta, muebles, marterialde desecho, ganado con su pastor… todo es susceptible de ser transportado de un lugar a otro en este país en el que todo el mundo parece tener algo para vender.
Nos detenemos a tomar algo en una gasolinera bajo un sol de justicia y vemos que Carlos pasa sin detenerse,como una vieja locomotora va poco a poco, sin prisa, pero sin pausa. Nos había visto pero sabía que lo íbamos a adelantar en pocos kilómetros.
Paramos a comer en uno de los numerosos restaurantes que hay en la ruta y en el que las condiciones higiénicas parecían algo más aceptables. Una mujer con su hija pequeña a la espalda estaba pidiendo en la entrada. La niña tenía la mirada perdida y sus ojos negros una profundidad insondable llena de candor. Sin embargo no había en su rostro ni un atisbo de sonrisa, solo la mirada triste y el hastío que me pareció ver en ella. Su madre me pidió una moneda y me debatí entre dar limosna a alguien que usa a sus hijos para mendigar o ofrecerle un óbolo fomentando así que dicha práctica fuese rentable. Al final opté por lo último y me encaminé a la terraza del restaurante con el corazón endurecido.
Mientras comíamos se acercó un niño que ofrecía sus servicios como limpiabotas. No tenía más de diez años, la edad de mi hijo Martín e, inevitablemente me inundó una pena terrible. Deseé tener un dios al que rezarle, uno al que poder escupir directamente a la cara para reprocharle tales injusticias. Un dios al que abofetear por permitir que niños, tan guapos, tan listos, tan sanos como mi hijo o como cualquier otro se vean obligados a mendigar por un mendrugo.
Molina dejó medio tajine de pollo sin terminar que quedó en la mesa, entre los dos, mientras una viejita raída lo miraba con ojos hambrientos. En árabe nos preguntó si lo íbamos a terminar y, en vista que habíamos dado por concluida nuestra tarea se lo llevó a la mesa de al lado y comenzó a comerlo con fruición bajo los reproches amables del camarero. Ella sonreía y hacía caso omiso mientras comía con las manos el pollo con verduras, aún caliente. Nada más terminar se lavó los dientes en la fuente de la entrada.
Salimos de nuevo al sol para encontrarnos con la ruta pero en lugar de eso nos encontramos, de nuevo, con la madre con la niña a sus espaldas. Se acercaron a la moto y, otra vez, volvió a pedirme una moneda. Hice caso omiso e intenté arrancar, con muecas y carantoñas, una sonrisa a la niña que me miraba con cara indolente, sin gestos, sin interés, como quien mira al horizonte en un día nublado. Al fin, saqué de una de las maletas un arpa de boca y comencé a tocar. La cría, inmediatamente, abrió los ojos que se iluminaron mirándome y esbozó la sonrisa más hermosa que haya visto en mi vida. Mi viaje podría justificarse sobradamente con aquel atisbo de efímera felicidad de una hija de los desheredados de la tierra. Acaricié su mejilla y le dí varias monedas que su madre agradeció. A ella también la había gustado la música y me dio su bendición. Con ella viajo.
Marrakech, la mítica y mágica ciudad nos recibió con el tráfico más caótico que haya visto nunca. No es una ciudad apta para principiantes y aún menos si, como nosotros, el viajero se equivoca y penetra a la ciudad por la carretera nacional en lugar de hacerlo por la autopista. Recorrimos varios kilómetros por suburbios, decenas diría yo, antes de llegar al centro donde el tráfico parece ordenarse un poco no sé si debido a la presencia de los gendarmes o a una eficiente regulación de los semáforos. El caso es que, aún sin llegar a ser óptima la circulación parece ser más segura por las anchas avenidas.
En un semáforo nos detenemos detrás de un BMW Z3 descapotable ocupado por dos tremendas señoritas que quiaban el hipo. Molina, consciente de ello y siempre dispuesto al galanteo con cualquier dama de buen ver, se acercó por un costado y ellas comenzaron a cuchichear y a reirse mientras nos miraban de reojo. Jose, siempre a la que salta, se acercó en el siguiente semáforo para entablar conversación pero ellas no hablaban español,, solo francés y ára
be. Ellas seguían con el coqueteo y nosotros sin adelantar para cercarlas en cada semáforo hasta que, al llegar a una rotonda dudamos si seguirlas o continuar nuestra ruta hacia la medina. Grave error que casi nos cuesta un accidente porque, a mitad del giro dejamos a las chicas que corrieran solas y decidí seguir recto. Los coches que me precedían tuvieron que frenar bruscamente y los bocinazos no se hicieron esperar. !No se puede ser tan galante hombre!
En uno de los semáforos nos aborda un tipo con un ciclomotor que se ofrece a guiarnos hasta un hotel barato en el centro de la medina, a trescientos metros de la mítica plaza de Djma El Fna, el lugar más emblemático de Marrakech donde se dan cita músicos, encantadores de serpientes, aguadores… La verdad es que parecía una oferta irresistible, por setecientos euros la habitación no se podía dejar pasar la oportunidad así que allí seguimos a nuestro improvisado anfitrión por toda la ciudad hasta entrar a la medina, la ciudad antigua. Para nosotros fue toda una experiencia circular por aquellas callejuelas esquivando gente, ciclomotores, bicicletas, carros… y todo entre las estrechas calles de la medina. En cualquier país occidental todo esto sería una zona peatonal en la que no se podría circular sino por unas pocas calles, pero allí, todo era distinto. Mi voluminosa Vstrom se desenvolvía a duraas penas entre los puestos de verduras y talleres variados mientras echaba el pié a tierra cada dos por tres. Fue una experiencia inolvidable sobre todo por haber salido indemne.
En el rihad, que así se llaman estos hoteles de la medina, resultó ser un hotel de lujo, un perfecto picadero para economías pudientes de casados en viajes de negocios y, claro, no resultaba tan atractivo de precio como nos lo había pintado el mohamed de turno que rápidamente se escabulló después de exigir propina y dejándonos varados en medio de aquel laberíntico caos. Después de negociar en varios idiomas con la chica del rihad conseguimos un precio de 48 euros por persona, y día, desayuno incluido lo cual, aún pareciéndome una barbaridad, no lo era tanto a la vista de las instalaciones. Alrededor de un patio central se situaban las seis únicas habitaciones de que disponía, muy de estilo árabe y lujosas como pocas veces he visto. No es que esto sirva de indicativo, teniendo en cuenta mi forma de viajar, pero en verdad todo aquello era un lujo muy fuera de mi alcance de no ser por estar en Marruecos. En el patio central una fuente de mármol rompía el silencio con el chapotear del agua y daba a toda la estancia un halo mágico, como de mil y una noches. Nos instalamos cómodamente después de contratar a un guía que al día siguiente, sábado, nos llevaría por toda la medina a ver los lugares más importantes.
Al caer la noche nos fuimos, por entre las callejuelas y guiados por el cocinero del rihad, hasta la plaza de Djma El Fna para comprobar la certeza de las maravillas que allí se ofrecen. Antes de entrar en la enorme plaza, creo recordar que son cuarenta y ocho mil metros cuadrados, me detuve unos instantes para saborear aquel momento, para retener en la memoria la noche en la que, por primera vez, puse mis inquietos pies en la plaza más famosa de todo el Magreb. Así, con paso firme y trascendental, entré a la plaza que resultó ser mucho menos mágica y más turística de lo que me imaginaba. En fin, uno no está solo en el mundo y los lugares adquieren fama, básicamente, por el turismo. Paseamos al amparo de la noche mientras algunos ojos nos seguían con la mirada y algunas piernas lo hacían con los pies. Yo los había visto hacía rato, pero no había dicho nada por no importunar a mis compañeros. Molina, siempre ojo avizor y con el muelle cargado nos puso sobre aviso ante la presencia de los que parecían carteristas.
Nos dimos un par de vueltas, cenamos en uno de los numerosos restaurantes al aire libre del centro de la plaza, y volvimos al hotel a descansar. Una vez allí, con Molina y Carlos ya en la cama, entablo conversación con Hassana, la gobernanta y con el cocinero, del cual no recuerdo el nombre. Nos intercambiamos psicotrópía, probando ellos el cannábico superskunk europeo y yo el polen autóctono para, sin saber cómo, terminar tocando la gaita con un tremendo colocazo en la cocina del hotel. Se ve que la ginebra a pelo también influyó en el resultado final de la mediore interpretación.
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