No soy al único que le ocurre, lo sé. Cuando voy en moto, sobre todo si es un viaje de horas, la imaginación se da todo tipo de licencias y comienza a recrear historias que nunca existieron o a desear cosas que nunca pasarán.
De entre todas esas idioteces que se me pasan por la cabeza cuando viajo, hay varias que son recurrentes. Afloran de forma espontánea sin el concurso de mi mente consciente.
El presente post-apocalíptico
Y digo presente porque cuando esta idea aparece en mi cabeza siempre coincide con esos momentos en que, circulando por una carretera solitaria, nada más que mi moto y yo existimos en el mundo. Algún tipo de hecatombe, que cambia dependiendo de la ocasión, ha borrado de la faz de la tierra todo rastro de vida humana y me enfrento a la carretera en solitario.
Durante los primeros instantes de la recreación deseo estar viviendo una realidad plausible. Un virus o una enfermedad altamente contagiosa han eliminado al resto de congéneres y nada queda. Se terminaron los problemas de supervivencia, los límites de velocidad, la crisis y cualquier otra dificultad que nos afecte como sociedad. Ahora la sociedad soy yo.
Este pensamiento me da juego para reflexionar, entre otras cosas, sobre lo bueno y lo malo. Ahora todo es bueno porque solo existo yo y cualquier decisión que tome solo me afectará a mi, ergo, todo es positivo. Incluso si decidiera quitarme la vida sería moralmente aceptable porque la única moral existente en el planeta es la mía y no hay elementos de comparación. No hay nada mejor. Ni peor. Represento a la raza humana condensada.
Inmediatamente comienzan a surgir los inconvenientes porque, como somos animales sociales, necesitaría de otros y los buscaría, por impronta genética, desesperadamente. Comenzaría a recorrer el mundo en pos de otros supervivientes y acabaría desesperado.
La muerte inminente
Quizá por el hecho de realizar una actividad que entraña cierto peligro, como lo es el conducir una moto, pienso en tener un accidente. No es algo que vea como una remota posibilidad sino un hecho cercano y plausible. Mi mente se fija en una curva o, mejor, en un camión que viene de frente y en el siguiente fotograma estoy estampado contra el radiador del vehículo. O salto por los aires y me precipito en un vacío que, por insondable, termina en muerte. No es una situación que yo desee, obviamente. Pero a mi cabeza, que por momentos parece otro yo distinto, le gusta recrearse en esta situación. Es como un pensamiento suicida en el que yo no intervengo. En esos momentos me asalta el vértigo y noto un extraño cosquilleo de nervios en el estómago.
Luego, cuando decido poner algo de mi parte, organizo el entierro. Algo sencillo y sentido. Música de Mike Oldfield y reparto de cenizas en un par de sitios estratégicos. Gente en moto y alguna última voluntad extravagante por tocar un poco los huevos. O por llamar la atención, nunca logro establecer la diferencia.
Cuando estos pensamientos de extinción desaparecen bajo la velocidad y extremo la precaución durante un montón de kilómetros. Pienso en mi hijo, en mi mujer, en la familia, en los amigos… Y no quiero extinguirme, claro. Más por puro egoísmo que por el vacío que puedas dejar en los demás.
Ruidos que antes no estaban
Como si se tratara de un poltergeist la moto, de repente, comienza a hacer ruidos extraños. Casi siempre suele coincidir con momentos de baja velocidad con el casco abierto o con lugares de la carretera donde el rebote del sonido en una pared llega con claridad a mis oídos. Es entonces cuando comienzo a prestar atención de forma compulsiva.
Lo más recurrente es un extraño sonido del motor que, estoy seguro, antes no estaba. Dependiendo de la ocasión puede ser un sonido sordo y seco, un golpeteo machacón u otras veces, un tintineo metálico que vaticina la inminente rotura de la propulsión. Entonces bajo la velocidad, levanto la parte delantera del casco y concentro todos mis sentidos en percibir ese ruido que amenaza con dejarme tirado.
Acelero. Escucho. Bajo revoluciones. Escucho. Subo la velocidad. Escucho.
Hasta que me aburro y me olvido del tema.
En algunas ocasiones el sonido es algo más que producto de mi imaginación pero casi siempre se soluciona con un buen engrase de cadena. O cambiando el kit de arrastre directamente.
Maletas voladoras
Nunca he perdido una maleta en la carretera. Quiero decir que nunca se me ha caído. Sin embargo, después de unas horas encima de la moto no puedo evitar mirar por los espejos a ver si continúan en su sitio. Ya sé que no se van a caer, las reviso antes de ponerme en marcha y siempre están firmemente ancladas. Hago una buena comprobación y no suelo cargarlas con más peso de la cuenta.
Pero miro.
Mi mente febril la ve rodando en pos de la moto mientras desparraman todo su contenido en el asfalto. Allí, cerca del arcén está la cámara de fotos. Un poco más lejos, el iPad y, justo en el centro de la calzada, la bolsa interior de la que asoman, en postura agonizante, mis calzoncillos de cuadros y los calcetines de calaveras. Cuando llevo los calcetines de calaveras me siento muy cómodo, como especial. Pero, claro, no es lo mismo que tus prendas íntimas estén en el cajón de la cómoda o cumpliendo su función en tu cuerpo que verlos, avergonzados, en medio de la carretera. Es un feo anacronismo que no puedo soportar. No sería tanto como ver a Dios con muletas pero casi.
También hay una variación sobre este pensamiento que es la versión “maleta abierta”. Pero como eso ya me ha pasado varias veces no lo incluyo en el apartado de “cosas estúpidas que no suceden” sino en el de “cosas estúpidas que me pasan”. Además, en estos casos me doy cuenta porque los viandantes mi miran de forma extraña o, al cruzarme con un coche, se queda embobado intentando averiguar qué insólito equipaje es el que porto. En una ocasión me adelantó un motero para avisarme.
El viaje en el tiempo
Me gusta mucho la historia. No tanto como para dedicarme a su estudio en profundidad pero si como para interesarme por algunos aspectos de la etnografía o de hechos que, por irrelevantes, no aparecen en las crónicas oficiales.
Cuando viajo, dependiendo de lo que vea, imagino cómo sería la vida en ese lugar unos años o unos siglos atrás. Como digo, depende de lo que esté viendo.
Pues bien, en alguno de esos momentos, ese otro yo al que antes aludía, se empeña en teletransportarnos, a la moto y a mí, a tiempos pretéritos. Puedo aparecer en un circuito urbano o dando explicaciones sobre una moto y una vestimenta extraña en un puesto de la Guardia Civil en el año 1939.
A veces el salto se produce de repente y la carretera pasa, de tener un asfalto impecable, a ser una infecta vía llena de baches y piedras suelta. Creo que me arriesgo demasiado porque puedo encontrarme con que la carretera ni siquiera exista.
Tengo más pensamientos peregrinos y recurrentes, algunos confesables y otros no tanto, como, me imagino, cualquiera que pasa varias horas solo realizando cualquier actividad. A veces no está de más hacer un listado y recapacitar sobre ellos. Puede que no sean más que una forma lúdica de pasar el tiempo o puede que nos revelen algún insondable secreto de nuestra mente.
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